EL COMUNISMO EN EL SIGLO XX: ¿UNA HISTORIA SIN SIGNIFICADO?
Una absolución irrevocable otorgaron, pues, a la criminalidad comunista, no sólo los partidos comunistas, o lo que de ellos subsiste, sino también, y con generosidad, la izquierda no comunista; absolución que se ha confirmado cada vez que su dossier engrosaba. “Nos equivocamos al plantear esta cuestión” (la comparación entre comunismo y nazismo), dice un gaullista, y político de talento, Pierre Mazeaud, miembro del Consejo Constitucional. El pretexto que se invoca para establecer esa “equivocación” no varía y es tristemente el mismo para Pierre Mazeaud que para Robert Hue: “El comunismo sufrió una desviación”. Ese eminente constitucionalista haría un gran servicio a la ciencia política si nos explicara por qué prodigio una doctrina intrínsecamente buena se ha encarnado, siempre y en todas partes, invariablemente en su propia desviación. Y esta piadosa excusa se vuelve agresiva acusación en los socialistas. Comentando la publicación del Libro negro del comunismo, en el otoño de 1997, el primer secretario del Partido Socialista, François Hollande, se interroga con sutileza: “¿Se intenta preparar mañana unas alianzas con la extrema derecha, que se legitimarían así de antemano?”. Uno hubiera esperado, comprendido, que el primer secretario dijera: esos horrores no tienen nada en común con nuestra concepción del socialismo. Pero no. El ineluctable estribillo resurge: hay que seguir combatiendo el anticomunismo y, por tanto, la historia exacta del pasado, pues el inventario de los crímenes comunistas, realizado en nombre de una supuesta investigación científica, oculta en realidad, según Hollande, el proyecto de servir a la extrema derecha, de reanimar el fascismo, que, como es evidente, hoy nos amenaza más que nunca, y de reflotar, en Francia, la apología de los crímenes de Vichy. Es difícil caer más bajo intelectualmente. Y, lo que es peor, ochenta años de sufrimiento humano y de investigaciones históricas no han servido para nada. El comunismo es el progreso. Sus historiadores verídicos son enemigos del progreso. ¿Es consciente Hollande de que al ordenarles falsificar la historia cuando perjudica a la leyenda socialista, se comporta como heredero del modelo cultural soviético?
Toda una izquierda vigilante descubre en los liberales, en los demócratas que se limitan a desear la expresión de la verdad, un fascismo implícito presto a hacerse explícito. Y pedir que se apliquen las leyes cae bajo las mismas sospechas. Bajo el gobierno de Juppé, en 1996, cuando unos emigrantes en situación ilegal ocuparon la iglesia de Saint-Bernard en París, exigiendo que se les dieran papeles regulares, la ultraizquierda, seguida por los verdes y por buena parte de los rojos o “humanitarios”, acusó a los poderes públicos de emplear métodos nazis y reproducir la gran redada del Vél’ d’Hiv’ cuando los coches de la policía evacuaron a esos emigrantes clandestinos. Dado que los que escribieron y dijeron esas locuras no son todos idiotas, es imposible no pensar en la mala fe. En primer lugar, las víctimas de las redadas de la II Guerra Mundial no fueron expulsadas de Alemania hacia su país de origen o de residencia (¡qué más hubieran querido!) sino lo contrario. En segundo, a los expulsados de Saint-Bernard no se les deportaba a campos de concentración o de muerte. Y, por último, en ese momento, que se sepa, Francia no estaba ocupada por un ejército extranjero. Su presidente, su Parlamento, su gobierno, emanaban del sufragio universal, libremente expresado por los ciudadanos. Las instrucciones dadas a la policía derivaban de leyes votadas según una Constitución ratificada por el pueblo. Comparar, por tanto, las leyes Pasqua-Debré sobre la inmigración con las “leyes de Vichy”, es decir, situar en el mismo plano una democracia y una dictadura (además, bajo la férula enemiga) demuestra la existencia de una grave debilidad en el análisis político o de una peligrosa falta de honestidad por parte de los que utilizan dicho argumento. Peligrosa por estar teñida de negacionismo antidemocrático. ¿Ir a instalarse en un país extranjero, sobre todo en un país que procura a sus residentes una costosa cobertura social, puede depender únicamente de la decisión unilateral del emigrante, sin que las autoridades del país de acogida tengan nada que decir? Los partidarios de esta solución explosiva —sobre cuyas consecuencias para la viabilidad de la integración invito a reflexionar—, que ha fracasado ampliamente desde 1980, no tienen más que intentar, si son demócratas, que el Parlamento apruebe una ley en ese sentido, y, si lo logran, responsabilizarse después de hacer frente a las consecuencias. Pero no tienen ningún derecho de acusar de fascismo, de racismo o de ser partidarios del régimen de Vichy a los ciudadanos que temen las caóticas y nefastas repercusiones de una regularización automática de todos los que llegan ilegalmente al país o, dicho de otro modo, de la supresión total de los controles.
Y, además, no invirtamos las responsabilidades. Cuando un inmigrante clandestino que ha entrado en Francia de modo fraudulento, y después ha mandado venir, siempre de modo fraudulento, a su o sus mujeres, ha tenido hijos, nacidos en suelo francés y, por consiguiente, abocados a ser franceses, cuando sus padres no lo son, ¿quién es responsable de tal lío jurídico? La República Francesa no; los que han trampeado con sus leyes. El hecho de que haya que examinar esta situación absurda con toda la humanidad posible hacia los individuos no impide que la responsabilidad no sea, en principio, de Francia. Nacer en Francia da derecho a ser francés, no naturaliza retrospectivamente a los padres. Además, ¿cómo puede el Estado imponer a los ciudadanos de un país el respeto a sus leyes si autoriza a los inmigrantes a violarlas? Nunca ha habido civilizaciones sin migraciones. Pero los movimientos migratorios anárquicos crean esa guerra callejera y esas zonas sin ley que minan un país.
La defensa incondicional de los sin papeles es uno de los numerosos subterfugios tendentes a arrojar al demócrata medio al bando de Vichy acusándole por cualquier motivo de repetir el genocidio antisemita, cuando ese ciudadano se limita a pedir que se aplique una ley votada. También es una manera indirecta de enterrar el examen del comunismo y, en general, del pasado de la izquierda, alegando la urgencia prioritaria de la “lucha antifascista”.
Desde esta perspectiva, la frontera entre los regímenes políticos es muy neta: por un lado está la democracia liberal, con el fascismo o el nazismo; por otro, la izquierda, de la que el comunismo siempre forma parte. Sus fechorías no han bastado para expulsarle de la comunidad democrática en opinión de una izquierda que, sin embargo, frunce el ceño a la hora de admitir a la derecha liberal, tachada, con cualquier motivo y venga o no a cuento, de partidaria de Vichy. Dado que, según parece, para la izquierda el dossier del comunismo no ha probado su incompatibilidad con la democracia hay que dejar de reprocharle su pasado (y su presente: Castro y tutti quanti) debido a su importante papel en las luchas futuras. Reconocemos en ello una vieja estafa: el marxismo sólo puede ser juzgado por sus promesas, no por cómo las cumple.
Pierre Vidal-Naquet repara en ello en su prólogo a la traducción francesa de La solución final en la historia del historiador norteamericano (de origen luxemburgués) Arno Mayer, publicada en 1990. El historiador francés dice en dicho prólogo: “El judeocidio, como lo denomina Arno Mayer, atrae por su naturaleza a los perversos. Se negó mientras se estaba produciendo, se negó después, ya fuera una negación interesada o una negación ideológica. Pero negado por los unos, fue sacralizado por los otros hasta el punto de convertirlo en objeto de ritos, de celebraciones y de toda una orquestación religiosa”.
Yo creo, como un deber moral y una obligación educativa, que el judeocidio debe ser si no “sacralizado” y “orquestado” al menos escrupulosa y constantemente rememorado. Pero me repugna que pueda servir de escudo destinado a impedir el recuerdo de otros genocidios. Denunciar en cualquier balance de la criminalidad comunista una tentativa insidiosa de justificación de los crímenes del nazismo no sólo es, en la inmensa mayoría de los casos, una calumnia tan manifiesta como abyecta, sino un insulto a la memoria de las víctimas del Holocausto. Víctimas que merecen mejor suerte póstuma que ser enroladas al servicio de un negacionismo más extendido, aunque tan “interesado”, “ideológico” y “perverso” como el que pone en duda la Shoah.
Con el fin de probar que en el siglo XX no han existido más crímenes contra la humanidad que los del nazismo se pinta aún más negra de lo que en realidad fue la conducta de los franceses bajo la ocupación.
Cada vez que un acontecimiento como el juicio a Papón nos vuelve a sumir en el recuerdo de la ocupación se nos dice que, gracias a esa evocación, los franceses se ven obligados “por vez primera” a mirar cara a cara el periodo del régimen de Vichy. Según esta repetitiva leyenda, desde la liberación habríamos vivido en el mito euforizante de que todos los franceses habían sido resistentes. Habríamos pasado por alto castigar a los colaboracionistas. Pero, aunque es cierto que algunos franceses han logrado escapar del castigo, no lo es menos que la depuración fue una inmensa cuestión nacional. Entre 1944 y 1951 hubo decenas de miles de juicios, cerca de 7.000 condenas a muerte, si bien es verdad que la mayoría por contumacia y que muchos de los juzgados habían huido. Hay que añadir unas 5.000 ejecuciones sumarias antes y durante la liberación, cerca de 14.000 condenas a trabajos forzados, unas 25.000 de prisión, de reclusión, sin contar 50.000 condenas a indignidad nacional, que provocaron la expulsión de muchas personas de su actividad profesional. ¿Se puede considerar a esto pasar página? No. El juicio a Papón fue importante porque planteó, o replanteó, la cuestión de hasta qué punto, bajo un régimen tiránico, la obediencia a las órdenes constituye o no una excusa para un funcionario, o un militar, pero no lo fue por sus revelaciones. (Las cifras son las manejadas por dos de los especialistas más fiables del periodo: Henri Amouroux y el historiador norteamericano Herbert Lottman.)
Es falso afirmar que una mayoría de los franceses estuvo a favor del régimen de Vichy. Deducir, con el pretexto de que sólo una minoría participó en la resistencia activa, cosa que es cierta, que todos los que no participaron en ella eran obligatoriamente colaboracionistas activos implica un asombroso desconocimiento de la vida real. Desde 1941, gran cantidad de franceses eran hostiles a Vichy y a los alemanes a pesar de no participar en la resistencia activa. Y tampoco olvidemos que la población francesa bajo la ocupación demostró ser una de las menos antisemitas de Europa como, entre otros, han hecho ver Marek Halter en la película Los justos y Emmanuel Todd en el libro El destino de los inmigrantes. De los quince países, dejando aparte a Alemania y Austria, de los que tenemos cifras precisas del genocidio, Francia figura entre los tres, junto a Italia y Bulgaria, con menos víctimas en relación con su población judía ¿Habría sido ello posible si los ciudadanos, en su conjunto, no hubieran ayudado, escondido, a menudo proporcionado documentación falsa o certificados falsos de bautismo, a los judíos franceses residentes?
Otra imputación calumniosa destinada a apoyar la acusación: “Todos habéis sido pronazis, luego dejadnos en paz con el comunismo”, ha consistido, por ejemplo, en inventar que los Museos de Francia habrían retrasado la publicación de la lista de obras de arte robadas por el ocupante a los judíos durante la guerra y recuperadas en Alemania tras 1945. A pesar de ser mera depositaría de dichas obras, la dirección de los Museos de Francia habría intentado apropiárselas mediante el silencio. Así, nuestra Administración, nuestros conservadores más sabios, se habrían convertido, en cierta medida, en herederos de Hitler. ¿Cómo se puede tener la audacia de mencionar otras injusticias o presuntas injusticias cuando se ha caído tan bajo en la degradación? En 1997 se añadió una campaña difundida por periódicos de todas las tendencias políticas y por la cadena de televisión Arte sobre un informe mal interpretado del Tribunal de Cuentas respecto a las secuelas de esas exacciones o ventas. Doy la palabra a Philippe Meyer que resume y refuta con exactitud el sinsentido cometido, voluntaria o involuntariamente, en este asunto[141]: “En efecto, ha sido una investigación de rutina del Tribunal la que ha relanzado la cuestión de las 2.000 [de un total de 61.000] obras de arte que todavía no se han devuelto a sus propietarios no identificados. Al término de esas investigaciones ha sido el propio Tribunal el que ha desagraviado a los museos de la acusación de haberse hecho los remolones a la hora de buscar a esos propietarios [búsqueda confiada en 1949 a un servicio del Ministerio de Asuntos Exteriores] y el que ha levantado acta de los recientes esfuerzos de los conservadores para dar a conocer esas obras. La exposición parcial de esos cuadros y objetos de arte [y su difusión exhaustiva por Internet] ha mostrado que su interés artístico era casi siempre menor, que un gran número de ellos no habían sido robados sino comprados [por marchantes, por lo que es comprensible que no tuvieran prisa en mostrar su relación con el ocupante] y que muchos de ellos no provenían de colecciones pertenecientes a judíos expoliados: de treinta y ocho cuadros mostrados en el Beaubourg sólo uno está en este caso. Finalmente, se ha probado que los museos jamás se han presentado como propietarios de lo que simplemente se les ha confiado y que siempre han señalado su origen”.
Sí, pero ¿no conviene probar que, bajo su máscara angélica, las democracias liberales ocultan en el fondo un demonio totalitario y un incurable antisemitismo? ¿No se ha elegido el momento en que esta verdad ha estallado para entablar un proceso superado contra la izquierda en general y el comunismo en particular, debido a unas desviaciones lamentables sin duda pero que han perdido actualidad? ¿No habría, más bien, que volver a tomar conciencia en un momento de peligro, de esa realidad de salvación pública que consiste en que sólo la izquierda, con ayuda del comunismo renovado, sigue siendo la campeona de una auténtica democracia?
Enigma de nuestra época: la izquierda del postcomunismo pone más empeño en blanquear el pasado comunista que el que ponían los propios dirigentes soviéticos. En los recuerdos de Sergio Beria, Beria, mon pére[142], se ve claramente que dichos dirigentes tenían, incluso antes de las confesiones del informe Jruschev, la “sensación de participar en un régimen criminal y de cometer actos infames” (prólogo de Françoise Thom). Cada uno de ellos tenía en su poder dossieres sobre los crímenes de los demás para poderles hacer cantar si alguna vez él era acusado y, el primero de ellos, evidentemente, Laurenti Beria por ser el director desde 1938 del NKVD, más tarde KGB, ¿Va a acusarle François Hollande de haber “intentado preparar con ello alianzas con la extrema derecha”? Puede estar tranquilo: esas alianzas se sellaron sólidamente muy pronto. Mucho antes del pacto Hitler-Stalin, la URSS había comenzado a entregar a la Gestapo a comunistas alemanes, agentes del Comintern, que se encontraban en su territorio. Esto también es historia, pero en absoluto conforme con la historia censurada que nos amenaza con imponer el señor Hollande.
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Una vez así limpiado el comunismo de su criminalidad, o al menos enjalbegado y cubierto de una capa superficial de inocencia, es posible entablar la segunda fase de la operación “gran mascarada”: la rehabilitación democrática del comunismo que, como exige toda argumentación marxista que se precie de serlo, pasa por la rehabilitación económica.
El comunismo conserva su superioridad económica porque combate el capitalismo, el mercado, el neoliberalismo y su consecuencia: la mundialización, o dicho de otro modo, la libre circulación planetaria de mercancías, de capitales, de técnicas y de ideas. La izquierda ha renunciado, ciertamente, a sostener que las economías socialistas tendrían más éxito que las economías capitalistas, tesis en un tiempo corriente y que, en los años cincuenta, defendían hasta eminentes economistas “burgueses”. Ya no aborda este tema. Se limita a constatar que las cosas no marchan bien en el mundo actual. Hay pobreza, desigualdades, crisis, falta de honestidad, países que no despegan o que incluso se hunden en el subdesarrollo. ¿A quién imputar esos fracasos? Sólo puede ser al capitalismo puesto que es el único dueño desde que el socialismo real se ha retirado. Este razonamiento nos es familiar: los comunistas prometían una sociedad perfecta que no han consumido; decretan, pues, que el capitalismo es el mal absoluto por no haber permitido que ese fantasma ideológico tomara cuerpo: Y sacan la conclusión de que los liberales son en realidad los auténticos totalitarios, dispuestos a utilizar los bárbaros métodos de un “estalinismo de derechas” (Jean-François Kahn) para imponer un supuesto “pensamiento único”, que no es en absoluto único dado que, a diferencia de las sociedades comunistas, las sociedades liberales admiten la contradicción e implican, por su misma naturaleza, la multiplicidad de opiniones. Pero, para la izquierda y la ultraizquierda, un régimen es totalitario cuando no son las únicas que pueden expresarse.
Atribuir la pobreza sólo al liberalismo descansa además en la ingenua hipótesis de que todo el mundo es liberal. Ergo, la pobreza proviene del liberalismo. Pero la mayoría de los países pobres han sido, y gran número de ellos siguen siendo, dirigistas. Con gran frecuencia se han arruinado por copiar el modelo soviético: estatalismo, colectivización de la tierra, industrias deficitarias, corrupción unos dirigentes a los que la concentración del poder económico en manos del poder político permite el robo institucional. Las causas de la miseria son frecuentemente políticas, especialmente en África, donde, además, las incesantes guerras civiles o interestatales, los genocidios intertribales, las masacres producidas por el fanatismo han acabado por hacer vana toda ayuda internacional, más elevada que en ningún otro lado pero desviada casi en su totalidad por los gobiernos. Si es cierto que, desde, más o menos 1990, el fracaso del dirigismo proteccionista y el auge de la mundialización estimulan poco a poco a todas las economías a abrirse y a privatizarse, esta reciente y tímida evolución hacia el mercado no está en absoluto adelantada y el liberalismo “totalitario” está lejos de reinar soberanamente.
A pesar de ello, la denuncia del “liberalismo totalitario” se extiende más allá de las filas de la izquierda arcaica, debido a que en Europa, y sobre todo en Francia, la ilusión dirigista impregna también a la derecha y, a pesar de todas sus abjuraciones, a la socialdemocracia. Ya he citado la profesión de fe antiliberal del gaullista Philippe Séguin emitida en Bruselas, en enero de 1997. El mismo mes, el consejo general de la Internacional Socialista daba el toque de carga contra “el fundamentalismo neoliberal que ambiciona la hegemonía del mundo como un totalitarismo moderno”[143]. Una mujer tan respetable como Geneviève Anthonioz-de Gaulle, que preside la asociación Aide à toute détresse-Quart monde, declara, por ejemplo[144]: “La sociedad está amenazada por el totalitarismo del dinero”. Y, como antigua deportada a los campos nazis, precisa: “He conocido dos totalitarismos en mi vida”. No piensen ustedes que el segundo de esos totalitarismos es el comunismo. No. Es el dinero, presentado como equivalente del nazismo, e incluso peor, pues la señora Anthonioz-de Gaulle concluye diciendo: “El totalitarismo del dinero no es el menos peligroso”. En su opinión, la prueba de ello es el elevado número de excluidos, evidentemente sin preguntarse si el hecho de que en Francia ese número se haya multiplicado por tres o cuatro en quince años es debido a un exceso de liberalismo o, más bien, a todo lo contrario. Esta cuestión se deja sistemáticamente de lado pues su mero planteamiento significaría hacer un elogio indirecto del demonio norteamericano.
La parte de la izquierda que ha permanecido fiel al marxismo recibe, pues, refuerzos de todos los lados. Ya no sostiene que el comunismo económico era bueno per se, en absoluto, ni que permanezca como un ideal pendiente de concreción. La calidad del comunismo está, en cierto modo, relacionada con el execrable capitalismo, su viejo adversario contra el que lucha y luchará hasta la eternidad. Y así ha conquistado la definitiva ventaja de no tener necesidad de existir para ser verdad.
De ello se deriva una consecuencia, el segundo punto de esta demostración situada en su totalidad en el mundo de la imaginación: no sólo el comunismo tiene razón en el ámbito económico sino que hoy representa además la única fuerza auténticamente democrática. También en este caso el comunismo es la democracia, no en sí, sino por contraste, por su oposición a la esencia básicamente antidemocrática del liberalismo, del capitalismo y del mercado. El 30 de abril de 1996, el PCF y los Verdes publicaron una declaración común en la que afirmaban “la necesidad de dar jaque a las lógicas económicas y financieras en cuyo nombre se sacrifica sin piedad a las generaciones futuras…”. Está en juego la supervivencia de la humanidad (¡ni más ni menos!). Esta perorata conduce a un llamamiento a que “la democracia levante el vuelo”[145], lo que sugiere que ésta todavía no ha nacido o, en todo caso, está amenazada de muerte por el liberalismo. Como ha escrito un excelente historiador del comunismo, Marc Lazar, “se supone que el comunismo debe instaurar un modelo superior de democracia, debido especialmente a que estaría disociada del mercado”[146]. Esta “suposición” no sólo la profesan el PCF, la ultraizquierda y los Verdes (que revelan así ser un movimiento menos ecológico que ideológico) en Francia, sino Rifondazione Comunista (la facción de los comunistas que no siguieron al PDS, el Partido Democrático de la Izquierda, denominación virginal del PCI “desmarxizado”) en Italia, por los comunistas de los länder del Este en Alemania y por la mayoría de los partidos comunistas muertos o moribundos (escandinavos, belga, portugués…) en Europa. Todos señalan con un dedo más acusador que nunca a la “dictadura del capitalismo” y al “totalitarismo del mercado”[147].
La mayoría de esos partidos son minúsculos y su electorado va desapareciendo sin cesar. Pero su ideología circula mucho más allá de Europa. El lenguaje que reina y propaga el terror por los campus universitarios de Estados Unidos hace que el ameno secretario general del PCF, Robert Hue, parezca, en comparación, casi tolerante. Hay que visitar a la ultraizquierda —lo que haremos en un próximo capítulo— para encontrar en Francia, en Pierre Bourdieu y sus acólitos, el equivalente francés a ese sectarismo exterminador. El ejemplo de los campus, de algunos periódicos y algunas cadenas de televisión estadounidenses tiene, sin embargo, el interés de recordarnos que la mentalidad totalitaria marxista puede difundirse y tener un gran peso en el debate público incluso en los países en los que el comunismo no ha logrado formar un partido con algún peso en el plano electoral o sindical. El comunismo puede ser un actor ideológico incluso allí donde jamás ha podido ser un actor político.
Sin embargo, frente a los crímenes del comunismo, el caso de conciencia norteamericano difiere fundamentalmente del europeo. Jamás ha habido en Estados Unidos, en lo que a los crímenes estalinistas o maoístas se refiere, la complicidad activa y la aprobación masiva que ha habido en Europa. El error norteamericano, allí donde hoy florece, es, pues, teórico y, en cierto modo, abstracto, a no ser por una minoría, sobre todo intelectual, de “liberales” (en el sentido estadounidense). Sin embargo, a este lado del Atlántico es posible, como concluye Marc Lazar en su artículo, “preguntarse si las opiniones públicas europeas son capaces de reflexionar sobre sus tragedias pasadas”. Sobre la tragedia nazi, sí; y, por desgracia, en gran medida porque corre una cortina de gas lacrimógeno que impide mirar de frente la tragedia comunista.
Evidentemente, los negacionistas de la historia del comunismo no ignoran en el fondo de sí esas realidades que niegan o presentan como accidentes no representativos. Como escribe Sartre, buen conocedor de la materia, “hay una fe de la mala fe”. Entre la mentira pura y la creencia ciega se instala una bruma de conciencia híbrida que participa un poco de las dos sin reducirse a una u otra. Cuando los comunistas o sus amigos afirman que ignoraban que los juicios de Praga estaban amañados, mienten. Pero, al mismo tiempo reconocen que estaban amañados, algo que durante mucho tiempo se habían negado a hacer. Incluso hoy llegan a admitir la existencia del gulag, tras haber intentado desacreditar a Alexander Solzhenitsin cuando en 1973 se publicó Archipiélago Gulag. Ya nadie ensalza la floreciente salud de las poblaciones que admiraban los complacientes viajeros cuando las hambrunas genocidas, científicamente provocadas, de Ucrania o del Gran Salto Adelante chino. Pero hay una línea que no se debe franquear: la consecuencia que se saca de esos hechos no puede llevar a una condena redhibitoria del comunismo en tanto que comunismo y, sobre todo, no puede servir para alardear de la superioridad del capitalismo democrático, como civilización y como sistema económico. El director de un gran periódico vespertino replicó al editor Jean-Claude Lattès, que le anunció, a mediados de los años setenta, su intención de volver a editar Sans patrie ni frontières de Jean Valtin, autobiografía de un comunista alemán que perdió toda la ilusión tras vivir en la URSS: “Va usted a servir a la causa de los poseedores”. Cualquier cosa antes que el elogio de la propiedad privada, que lleva rápidamente de la derecha a la extrema derecha. En el programa de televisión “La Marche du siècle”, el secretario general del PCF, Robert Hue, tras reivindicar que el comunismo no tenía ninguna relación con las “monstruosidades, desgraciadamente demasiado reales, narradas en el Libro negro y en El Manual del gulag (todos los que le habían precedido habían negado su existencia), sacó bruscamente de su bolsillo el periódico del Frente Nacional y nos lo agitó ante los ojos a Stéphane Courtois, a Jacques Rossi y a mí. Admitamos, decía con ese gesto, que dicen la verdad, pero no por ello dejan de servir al fascismo. Ya he mencionado este logro teatral; pero vuelvo a mencionarlo porque ilustra esa mezcla de reconocimiento vago de los hechos y de negativa a sacar consecuencias que constituyen la mala fe. Todo anticomunismo (y el historiador más neutro cae en esta categoría por el simple hecho de contar lo sucedido) sirve “objetivamente” a la extrema derecha, o, lo que es apenas mejor, a la derecha.
El socialismo real reivindica también para el presente esa no representatividad de sus infamias. Y su deseo se cumple tanto a derecha como a izquierda. Mientras que las dictaduras clasificadas como fascistas (coroneles griegos de 1968 a 1974, Augusto Pinochet, generales argentinos antes de 1982, etcétera) son justamente considerados como réprobos, los asesinatos judiciales en La Habana, los campos de concentración vietnamitas o chinos, la hambruna provocada en Corea del Norte, por mencionar sólo algunas proezas recientes o actuales, no impiden tratar con los dictadores que las han perpetrado. Reciben tantas invitaciones como visitas aduladoras. Incluso la Compañía autónoma de los transportes parisinos (RATP) ha hecho a Castro regalos regios pagados a costa de los contribuyentes franceses. El 26 de diciembre de 1995 se leía al respecto en L'Humanité el siguiente recuadro: “Un bonito regalo de Navidad para Cuba. Veinticinco autobuses nuevos saldrán mañana del puerto del Havre a bordo de un carguero rumbo a La Habana. Esta solidaridad con el país de las Antillas, víctima del bloqueo (sic) impuesto por Estados Unidos, se debe al esfuerzo común de la RATP —que ofrece sus vehículos— y de la asociación Cuba Cooperación que anima Roger Grevoul, primer vicepresidente del Consejo general de Val-de-Marne. Junto con los autobuses se envían las piezas de recambio así como las herramientas necesarias para garantizar su mantenimiento. El Estado cubano se encarga del transporte, desde el puerto del Havre al de La Habana, y Cuba Cooperación de los gastos portuarios”.
La asociación francesa de ánimo a los asesinos de izquierda no disminuye, pues, en absoluto su celo, a pesar de los devastadores progresos del conocimiento histórico. Se habrá tomado nota, de pasada, del chiste habitual del “bloqueo”. Pero la mejor prueba de que no existe es… que los autobuses llegaron a su destino. Sin tener conciencia de ello, L'Humanité suministra en el mismo artículo la mentira y su refutación.
La indulgencia hacia los comunistas aún activos se extiende incluso a un tema tan tabú como el antisemitismo. En 1998, Gennadi Ziuganov, el jefe del Partido Comunista Ruso, que encabezaba el grupo parlamentario más numeroso en la Duma, publica una carta abierta en la que acusa al sionismo de “conspiración para apoderarse del poder en Rusia” y al “capital sionista” de provocar la catástrofe económica rusa, agravada hasta cotas abisales por el crash del 17 de agosto de 1998. Ziuganov compara el sionismo con el nazismo: ambos, dice, pretenden “dominar el mundo”. La única diferencia es que Hitler declaraba abiertamente esa ambición y los sionistas actúan bajo cuerda. Es, palabra por palabra, el mensaje del célebre falso antisemita, el Protocolo de los sabios de Sión, redactado por un ruso que más tarde se uniría al leninismo. Evidentemente, Ziuganov usa un truco gastado, heredado de las eras estalinista y brezneviana: jura que ataca al sionismo y no a los judíos, algo que, sin embargo, hace abiertamente su camarada de partido y compañero en la Duma, Albert Makasov, como antisemita que no se molesta en ponerse el taparrabos antisionista[148].
Imaginémonos ahora que Gianfranco Fini, el dirigente de la Alianza Nacional italiana, surgida de la “desfascización” del ex MSI, hubiera hecho las mismas declaraciones. Los periódicos de izquierda siguen llamando a la Alianza Nacional el “partido neofascista” a pesar de haberse fundado, tras romper con los últimos fieles al culto mussoliniano, bajo los auspicios de un neoliberalismo de centro derecha. ¡Qué oleadas de indignación, y qué avalancha de procesos judiciales habrían caído sobre Fini si hubiera hecho unas declaraciones análogas!
Se puede, pues, sacar la conclusión de que la izquierda acepta reconocer, al menos parcialmente, la verdadera historia del comunismo pero amputándole su sentido. Cada hecho se enfoca como un hecho aislado, no como parte de un conjunto, en cuyo caso podría deslindarse su significado a condición de tener una visión global. Por eso es por lo que la defensa del comunismo huye de toda globalización, de toda integración de los fracasos y crímenes en las series de las que son elementos y de las que sólo una aprehensión sinóptica permitiría reconstruir su lógica profunda. De ahí el odio contra el Libro negro que, por efecto acumulativo de su montaña de informaciones, impide trocear la historia del comunismo en una yuxtaposición de fenómenos aislados unos de otros sin vínculos con su fuente común.
Los diferentes modos en que la izquierda occidental acogió la obra de Solzhenitsin habían ya ilustrado el funcionamiento de este principio: sí, siempre que se trate de hechos “lamentables” susceptibles de ser presentados como “fallos” del sistema; no, si llevan a la conclusión de que el socialismo es intrínsecamente destructor del hombre. En 1962 es Pierre Daix, entonces redactor jefe del semanario literario del PCF, Les Lettres françaises, el que consagra su energía y talento a valorar Un día en la vida de Iván Denissovitch como documento histórico y como obra literaria. Es cierto que Nikita Jruschev había autorizado su publicación en la URSS porque la narración de Solzhenitsin respaldaba su informe “secreto” sobre los crímenes de Stalin. E incluso el embajador de la URSS en París presionó, por orden de su jefe, al PCF para que se esforzara en que Iván Denissovitch se publicara lo más rápidamente posible. La izquierda no comunista se sintió, pues, autorizada a echar flores al autor. El tono cambió cuando, bajo Bréznev, a partir de 1964, Solzhenitsin volvió a ser objeto de ataques y censuras en la URSS, aunque no perdió en Francia el apoyo de Pierre Daix, quien, por eso, fue a su vez perdiendo progresivamente el apoyo del PCF del que se fue tras el cierre de Les Lettres françaises en 1972. Solzhenitsin terminó convirtiéndose en un apestado para la izquierda tras la publicación de Archipiélago Gulag en 1973. Las desgracias de Iván Denissovitch podían catalogarse en la categoría de “errores” del régimen, el Archipiélago mostraba que el régimen mismo era un error. Solzhenitsin pasó a ser, pues, un enemigo. De Iván Denissovitch al Archipiélago Gulag se daba el paso de una falta calificable como anomalía a un sistema político cuyo universo de campos de concentración se mostraba como una de sus condiciones. Y es esa conclusión general la que la izquierda no podía soportar y continúa rechazando incluso tras la caída del comunismo.
Lo primero que hay que hacer es, pues, desmembrar las síntesis. Una vez tomada esta precaución, los arrepentimientos, o al menos los pesares, pueden ser menos raros que en el pasado. Le Monde así lo constata[149]: “El Partido (Comunista Francés se asemeja a esos pudibundos de Moliere que abrazan la virtud cuando ya no pueden ofenderla. Desde la llegada de Robert Hue a la dirección del partido son innumerables los actos de contrición, las proclamaciones públicas de pesar, cuando no de remordimiento, hacia todos aquellos que fueron ignominiosamente expulsados de las filas comunistas por la única razón de no obedecer a la ‘línea’ determinada por el modelo estalinista de toma de decisiones impuesta por Moscú en los años veinte”.
Al partido le sigue costando, sin embargo, reconocer su total falta de autonomía respecto de Moscú a lo largo de toda su historia. Esta dependencia absoluta, ferozmente negada por los comunistas y voluntariamente “relativizada” por la izquierda no comunista, y por la derecha, se pudo confirmar gracias a la apertura de los archivos soviéticos[150]. Su contenido desmonta la defensa del PCF que, según pretende, jamás habría estado informado ni habría sido cómplice de las atrocidades de Lenin, Stalin y sus sucesores. De nuevo nos encontramos ante el juego del escondite de las confesiones a medias: el PCF reconoce después la existencia de los crímenes pero no el apoyo que daba a los criminales cuando se ponía al servicio de su mendaz propaganda en los países occidentales a pesar de que no ignoraba la verdad.
También en economía se reconoce el fracaso con la boca pequeña, pero de un modo ambiguo y embrollado. Si hay fracaso, no expresa en ningún caso la incapacidad básica del comunismo en economía. “Algunos partidos, el español, el griego o el portugués”, dice Marc Lazar, “llegan a sugerir que se debe en gran parte a la asimilación de los valores del capitalismo por parte de Gorbachov y numerosos dirigentes de los países del Este: dicho de otro modo, la caída de los regímenes comunistas no es debida al hecho de ser comunistas sino a que han renunciado a serlo cediendo a los cantos de sirena del capitalismo, al que se hace responsable de su fin”[151].
Había que haberlo pensado, el fracaso del comunismo demuestra el del capitalismo. A los escépticos que se les ocurra protestar ante este ingenioso argumento debe impedírseles a toda costa que puedan explotar los sinsabores de las economías colectivizadas con la perversa intención de defender la superioridad o, al menos, la menor nocividad del liberalismo. Además, no tienen voz en el entierro porque la izquierda quiere reservarse también el mérito de haber sido la primera en criticar el comunismo. Según el principio de que sólo es válido criticar a la izquierda “desde el interior” (¿por qué? ¿es también válido para la derecha, la Mafia, la Gestapo? ¡extraño privilegio!), finge olvidar a aquellos que la criticaron desde el exterior, y ella se dedicó implacablemente a difamar, cuando criticar no carecía de riesgo. Habría que darles retrospectivamente razón y aceptar retrospectivamente el error. Pero hoy prefiere silenciarlos.
Sin embargo, debo recordar que a esos observadores exteriores en ocasiones se les solicitaba, en secreto, que influyeran en la opinión dando un empujoncito a tal o cual corriente. Nada más ilustrativo del absurdo humano que el aire de importancia y el tono penetrante de esos comunistas que, de la fe revolucionaria y el combate contra el capitalismo, habían pasado a los sobreentendidos sibilinos de condena a los sectarios de su partido. Como Althusser, en ocasiones me pedían el apoyo de una discreta propaganda periodística a favor de su resistencia heroica sin poner jamás en duda que yo no me iba a apasionar por esta lucha encerrada en sí misma y destinada no a salvar a la humanidad de la opresión burguesa gracias al comunismo sino al comunismo gracias a la humanidad de la prensa burguesa.
Sea lo que sea de esas escaramuzas intestinas y ridículas, que continúan remodelando las divisiones y reagrupamientos, y sea lo que sea también de un pasado, que la izquierda llega a admitir que no ha sido siempre digno de la leyenda, el comunismo debe perpetuarse porque sigue siendo una fuente de protesta contra las injusticias sociales, la invasión ultraliberal, antidemocrática. Con sus nuevos aliados de la ultraizquierda —¡entre los que ahora se incluyen los trotskistas!— sigue siendo el motor central de la “resistencia” al liberalismo. Ya hemos constatado que las ideas anticapitalistas planean sobre superficies mucho más amplias que las de los marxistas declarados y, por tanto, éstos creen que serán las ideas directrices del futuro.
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Lo creen, pero ¿pueden creerlo? ¿Están convencidos de su creencia? Ven claramente que el mundo evoluciona en dirección opuesta a la que ellos preconizan. Constatan a diario que su empeño ideológico, aunque les aporte clientela y público, no puede cambiar el sentido general en que se toman las decisiones y se orientan los actos. El mundo entero está pidiendo en la práctica libertad de empresa y de comercio, mercado, privatizaciones. Las únicas fuentes de resistencia a esta corriente son los privilegios alimentados por el dinero público, los “derechos adquiridos”, de los que Mendès France decía que eran casi siempre canonjías[152].
Incluso Europa, tan dirigista por tradición, acaba de descubrir una verdad dictada por la experiencia y sobre la que desde hace medio siglo los analistas que habían previsto las consecuencias nefastas de las nacionalizaciones se esforzaban en vano en llamar la atención. Esta verdad es que servicio público y gestión pública no son sinónimos. La disyuntiva no es, al menos en todos los casos, servicios públicos calcados del modelo administrativo o empresas privadas sometidas únicamente a la ley del mercado. Puede haber, siempre ha habido, empresas privadas que soportan obligaciones de servicio público y concilian la eficacia económica con misiones de interés general. Y, a pesar de todos los ataques de nervios antiliberales, en este sentido de la liberalización es en el que, vistas las catástrofes pasadas, han evolucionado los servicios públicos en Europa durante la última década del siglo. Junto a los servicios públicos de gestión pública, hemos visto ampliarse los servicios públicos de gestión privada, o si se quiere, la liberalización de los servicios públicos comerciales, en el sector de transportes, especialmente aéreos, en las telecomunicaciones, en correos, en la energía. Esta fuerte tendencia prevalece también en los demás continentes. Ante este fenómeno, la izquierda no puede hacer mucho más que llevar un combate tardío. El progreso del neobolchevismo, marchando sobre las ruinas del neoliberalismo, sólo existe en la imaginación de la ultraizquierda. La economía socialista, siga la primera o la tercera vía, puede hacer, y de hecho hace, mucho daño. Todavía les cuesta, y les costará por mucho tiempo, muy cara a los contribuyentes. Pero sigue siendo implacablemente eliminada por doquier debido a sus deficiencias.
Sin embargo, es cierto que la negativa a aceptar las lecciones de la historia va acompañada de ceguera hacia las realidades del presente. Las mentes cambian menos deprisa que los hechos. Uno de los juegos de manos del arte de eludir la realidad consiste, como hemos visto en varias ocasiones y seguiremos viendo, en achacar al liberalismo los estragos debidos a la economía administrada. Y no es un juego exclusivo de la izquierda, porque ésta ha sembrado su ideología mucho más allá de sus propias filas. Así, Le Figaro[153] titula un reportaje sobre Mongolia: “Los petardos mojados del liberalismo”. Este país, con una economía muy primitiva de por sí, basada casi exclusivamente en la ganadería, ha sufrido, además, casi sesenta y ocho años de comunismo soviético con sus habituales efectos esterilizadores. El periodista constata que diez años después del fin del comunismo, Mongolia vegeta en la pobreza. Atribuye la totalidad de esa triste situación a la llegada del liberalismo. Pero ¿cómo podrían ser suficientes diez años de “democracia” y de “liberalización”, por otra parte muy teóricas, para provocar en Mongolia un milagro capitalista moderno? ¿Cómo ese país, en el que no se dan ninguna de las condiciones culturales previas ni de las estructuras económicas necesarias para el desarrollo capitalista, con una economía primitiva desde hace milenios y al que el comunismo ha dado el tiro de gracia, puede ser capaz de improvisar en una década un complejo conjunto de métodos y saberes que Occidente ha tardado siete siglos en construir, partiendo de un nivel mucho más elevado?
No es el sentido, ni el contrasentido, de la historia el que parece imponerse en tantas mentes enloquecidas, como marco de interpretación y chaleco salvavidas intelectual.
Un escalofrío de alegría había recorrido las masas pensantes del antiliberalismo durante la crisis asiática de 1997, en la que creyeron ver el primer espasmo de la agonía del capitalismo y el anuncio de su próximo fin, que Marx y Engels en el Manifiesto Comunista de 1848 habían ya predicho para enero de 1849 o como muy tarde para febrero. Desgraciadamente, a partir de enero de 1999 el dichoso capitalismo se levantaba una vez más de su lecho de muerte. ¡Hasta Europa emergía de su sopor económico, a pesar de Maastricht y de la moneda única, a pesar, desde hacía unos años, de la viciosa tendencia de algunos partidos socialistas europeos hacia el neoliberalismo!
Incluso en el terreno ideológico, por ajeno que sea al de los hechos, la posición de los antiliberales es menos sólida que lo que podía dar a entender su griterío. Al sacar las conclusiones de una serie de sondeos practicados en Francia durante la primera mitad del año 1999 por el Centro de Estudios y de Conocimiento sobre la Opinión Pública (Cepop), su director, Jérôme Jaffré, observa que la mundialización, frecuentemente condenada como el “gran Satán” en el debate ideológico y en los medios de comunicación, es, sin embargo, considerada una cosa positiva por el 53 por ciento de los franceses frente a un 35 por ciento que opinan lo contrario. Y, ¡oh rabia, oh desesperación!, por el 57 por ciento de los electores de izquierda y el 54 por ciento de los electores de la derecha moderada[154].
A nadie que conozca la torpeza obtusa del estatalismo de derecha en Francia desde 1945 le puede extrañar. Aún peor: entre 1995 y 1998, en el electorado de izquierda, la idea a favor de la nacionalización pasó de un 57 a un 44 por ciento; y a favor de la privatización, a pesar de seguir siendo minoritaria, sube de un 32 a un 39 por ciento.
Si el Partido Comunista, respaldado por la ultraizquierda, a la que se ha acercado, y por todos los adversarios del mercado, se encarama, como hemos visto, al pedestal del futuro, bien pocos comparten ese optimismo que él tiene sobre sí mismo. En L'État de l’opinion 1997[155], síntesis de sondeos realizados escalonadamente a lo largo de 1996, se puede leer: “En todos los grupos estudiados, la palabra ‘comunismo’ es una palabra que causa miedo, porque sistemáticamente se relaciona con las experiencias de los países denominados ‘socialistas’: se habla entonces de masacres, de pérdida de libertad, de tiranía, de miseria social, de casta de privilegiados, etcétera. Dicho de otro modo, se opera una inversión total de la imagen… La ausencia de una aclaración suficiente de la relación de este partido con el estalinismo contribuye así a que el coste ideológico del voto comunista represente un pesado freno para la movilización electoral”.
Uno de los invitados a comentar estos sondeos, el futuro ministro de Educación Nacional, Claude Allègre, llama además nuestra atención sobre una divergencia que cuestiona una de las razones para esperar de la izquierda revolucionaria: “El marxismo evoca algo positivo para el 7 por ciento de las personas preguntadas, negativo para el 76 por ciento; el comunismo algo positivo para el 20 y negativo para el 66 por ciento”. ¡El marxismo todavía más desacreditado que el comunismo! Así que el alegato a favor de una “vuelta a Marx”, la tentativa de atribuir los crímenes y desastres comunistas a una pretendida traición del marxismo auténtico, no convence en absoluto al jurado popular, que, a diferencia de los intelectuales, inflige a Marx una pena aún más grave que a Stalin.
Pero a nuestros revolucionarios postcomunistas no les descorazonan las cifras. Como sus convicciones jamás han emanado del examen de la historia, ni sus conclusiones del estudio de las sociedades, se persuaden con la mayor facilidad de que son los únicos capaces de restablecer, qué digo, de instaurar la democracia y la justicia[156].