ANEXO AL CAPÍTULO IX

CAMBOYA: LA OCUPACIÓN

Reseña del libro Mur de bambou, ou le Cambodge après Pol Pot, de Esmeralda Luciolli, prefacio de François Ponchaud, Médicos sin Fronteras, Régine Deforges, 315 páginas. Publicado en Le Point el 28 de noviembre de 1988.

El club con más socios del mundo es el de los enemigos de los genocidios pasados. Sólo tiene el mismo número de miembros —con frecuencia son los mismos— el club de los amigos de los genocidios en curso. Cuando el Vietnam prosoviético invadió la Camboya prochina, en 1979, para echar a los jemeres rojos, el Occidente mediático dejó de preocuparse por la suerte de los desgraciados camboyanos. El país estaba ahora ocupado, se pensaba, era una lástima, pero al menos el ocupante había puesto fin a las masacres del terrible periodo 1975-1979.

Sin duda, Vietnam y el gobierno de colaboradores jemeres a su servicio no han matado directamente dos millones de camboyanos, es decir, un cuarto de la población, como hizo Pol Pot, pero sus métodos indirectos de exterminio y vasallaje no por ser menos evidentes y más insidiosos son menos terribles. La censura soviético-vietnamita ha logrado ocultar su Camboya tras un muro de silencio. Así como ahora se multiplican las películas y los libros sobre el gran genocidio de los años 1975-1979, los testimonios de primera mano sobre la Camboya vietnamizada siguen siendo escasos[138]. De allí el interés de las revelaciones de Esmeralda Luciolli. Esta francesa de treinta y cuatro años, nacida en Estados Unidos de padres italianos, ha sido uno de los raros médicos occidentales admitidos en Camboya, como miembro de una misión de Médicos sin Fronteras. Permaneció allí 15 meses, de 1984 a 1986, observando desde el interior la vida en el país: se trata de un examen directo y original, de una narración viva, alimentada de cosas vistas y vividas. A la ya excepcional ventaja de haber residido allí, la autora añade un plus que multiplica su alcance: sabe jemer. Desde siempre le había interesado esa lengua que aprendió en la Escuela de Lenguas Orientales de París.

Por su ideología, el nuevo régimen se distingue tan poco del precedente que la mayoría de los cuadros actuales del partido son antiguos jemeres rojos. De hecho, la radio oficial no condena jamás a los jemeres rojos en general, sólo echa pestes contra Pol Pot. Como todo régimen comunista, el poder actual quiere edificar un “hombre nuevo” a base de “cursos políticos” que absorben tal cantidad de las horas de trabajo que constituyen una de las causas de que la producción sea insuficiente. La represión contra los recalcitrantes, los tibios, los sospechosos, produce cada año cientos de miles de detenidos, de “desaparecidos” (como en Argentina, pero se ha hablado menos), de torturados. La ayuda alimentaria, el material de construcción, los medicamentos suministrados gratuitamente por las organizaciones o gobiernos occidentales, son desviados por la nomenklatura, primero para ella, después para revenderlos para su beneficio en el mercado negro, donde la población tiene que comprarlos a precio de oro, y, finalmente, para exportarlos a Vietnam o la URSS. La brillante técnica de Occidente, consistente en “atiborrar a los verdugos para alimentar a las víctimas”, según la expresión de William Shawcross[139], funciona allí al máximo.

Pero hay cosas peores. En 1984 se tomó una decisión trágica en Hanoi (y no en Phnom Penh, lo que pone en evidencia la clásica categoría de satélite del gobierno jemer): construir a lo largo de la frontera que separa Camboya de Tailandia una nueva muralla china, de ochocientos kilómetros. En realidad era una simple empalizada, un frágil “muro de bambú” (de aquí el título del libro), sin ningún valor estratégico. Estaba más bien destinado a impedir que los camboyanos huyeran a Tailandia. Dos o tres veces al año, de cien a ciento veinte mil hombres, denominados “voluntarios”, tienen que ir allí a realizar durante meses trabajos forzados. Son diezmados, en primer lugar por las minas, en segundo, por el paludismo y, finalmente, por la desnutrición. Pues ni la quinina ni los alimentos que las autoridades obtienen de Occidente llegan a esos desgraciados forzados, que caen víctimas de lo que allí se llama la “roturación”[140].

Sería mostrar un gusto perverso por las obviedades inquirir sobre la reacción de las organizaciones humanitarias cuando les llegan informaciones sobre los nuevos horrores camboyanos. El capítulo que Esmeralda Luciolli dedica a la pusilánime complicidad de las agencias de las Naciones Unidas, incluso de la Cruz Roja y de varias organizaciones no gubernamentales, merece figurar en lugar destacado en los anales de la cobardía humana. Hay que leer los detalles de esas espantadas para comprender la desesperación del pueblo jemer cuando constata que los que se supone que vienen a ayudarle se unen a los que les exterminan. ¡Y luego sigamos perorando sobre los derechos humanos! Nuestros jefes de Estado deben ocuparse de ellos. Hacen algo mejor: vuelven a inundar con nuestro dinero al régimen de Hanoi para salvarle a nuestra costa de su propio fracaso.