CAPÍTULO IX

LA CLAÚSULA DE “TOTALITARISMO MÁS FAVORECIDO”

En este año 2000 se puede considerar que la operación “gran mascarada” ha tenido éxito. A pesar del número, la seriedad y la resonancia de los libros que dibujan el cuadro del cataclismo comunista, se ha procurado una parte lo suficientemente amplia de las elites universitarias, mediáticas y políticas, como para contrapesar o atenuar los estragos de la verdad. Algunos diques se han resquebrajado, el limes ideológico no se ha mantenido en todos lados, pero lo esencial, es decir, el principio de desigualdad de trato entre el totalitarismo llamado de izquierda y el totalitarismo llamado de derecha ha permanecido[112]. La década 1980-1990 ha sido la del hundimiento reconocido de los comunismos y la del fracaso relativo y admitido de los socialismos democráticos. La década 1990-2000 será la de los esfuerzos, desplegados con amplio éxito, para cegar las enseñanzas de esas experiencias históricas. Las alabanzas se dirigen no “a los que han tenido el valor de decir no” al comunismo cuando imperaba sobre tantos pueblos y embrutecía a tantos espíritus, sino a los que entonces se abalanzaron, ebrios de aprobación, bajo su bandera.

Haberlo seguido, es decir, haberlo servido en el momento de sus peores crímenes, ya no desacredita a nadie. Haberlo combatido, o simplemente criticado, nos confina, todavía hoy, entre los cómplices latentes o patentes del fascismo, nostálgicos de Vichy cuando no culpables retroactivos del Holocausto. Haberse extraviado en la juventud, como Cioran, y caer efectivamente en el fascismo azota con el látigo de la infamia la obra ulterior del gran escritor, aunque toda ella sea una monumental y sublime abjuración de ese pecado inicial. Pero haber apoyado activamente toda la vida y hasta en la vejez, como Aragon, a un régimen asesino que seguía causando estragos todos los días, haber no sólo aprobado sino deseado en numerosas ocasiones los asesinatos habituales, no le resta un ápice a su gloria postuma. Incluso se puede decir que, desde el momento en que se sitúa del lado bueno, su ignominia le añade gloria, porque el verdadero riesgo sería que algunos usaran como pretexto su carrera de inquisidor estalinista para emitir algunas notas falsas en el inmerecido homenaje que se le debe y, no hace falta decirlo, se le rinde como escritor.

Reaccionando al embeleso del año 1998 (centenario del nacimiento de Aragon), David Bosc, escribe en Ombre portée[113]: “Ahora que sabemos que el crimen realza con su púrpura el dudoso resplandor del talento”. Convendría precisar: el crimen comunista. Es el único provisto de ese poder purificador. Aparte de este detalle, estoy convencido, como Bosc, de que el valor estético de la obra postsurrealista de Aragon (aleluyas y novelas “de estilo”, como hay muebles “de estilo” en el faubourg Saint-Antoine[114] de París) habría sido juzgado en 1998 con más serenidad si los cerebros de sus aduladores, sobre todo de la derecha, no hubieran estado obsesionados por el miedo a no ponerle suficientemente alto como escritor por haber caído demasiado bajo como hombre. ¡Había, en suma, que compensarle, que reparar una injusticia!

Por contraste, Mario Vargas Llosa sólo disfruta de una gloria literaria forzosamente impura por haberse alejado del marxismo. Un ejemplo. En 1995 fue invitado a un programa de radio, Pentimento, donde mantuvo con la presentadora, una tal Paula Jacques, el siguiente diálogo, transcrito palabra por palabra:

PAULA JACQUES: ¿Cómo es que un joven prendado de la revolución puede muchos años después presentarse como candidato a la presidencia de la República frente a la izquierda, y llegar a ser, o en todo caso llevar la etiqueta, de derechas?

MARIO VARGAS LLOSA: Porque la izquierda, cuando yo entré en la universidad, representaba justamente la resistencia contra la dictadura militar, era la generosidad, la preocupación por la suerte de los pobres, era una actitud moral contra la injusticia. Veinte años después, la izquierda representaba en el Perú el estalinismo, la solidaridad con los regímenes que han creado formas de injusticia terroríficas, el régimen del gulag, millones de personas sacrificadas a la brutalidad arbitraria. La izquierda europea era ya una izquierda que se distanciaba del socialismo autoritario, pero en América del Sur esto estaba sólo en sus comienzos, llegaba con retraso con respecto a Europa, pero había un cambio muy profundo que yo he seguido personalmente.

P. J.: ¿No diría, en lo que a usted respecta, que con los años uno se hace más razonable, que se tienen más ganas de conservar lo que se posee?

M. V. L.: No, la lucha que yo he llevado en el Perú era una lucha peligrosa. En 1987 teníamos Sendero Luminoso, que ha provocado más de treinta mil muertos sólo en Perú. En mi libro El pez en el agua[115] digo que durante la campaña electoral cincuenta de mis colaboradores fueron asesinados por los terroristas. No era necesario sólo volverse razonable para defender la democracia y el liberalismo y las reformas democráticas, no, también se necesitaba mucho valor, ¿sabe usted?”.

Escéptica, la interlocutora se muestra poco sensible a estos argumentos: parece que, según ella, el terrorismo y el estalinismo, por muy condenables que sean, no son suficientes para empujar a alguien a “traicionar” a la izquierda. Si Vargas Llosa lo ha hecho no puede ser únicamente por honestidad intelectual, análisis lógico o rigor moral; ¿no será más bien porque como autor leído en el mundo entero ha ganado dinero, se ha aburguesado y desea conservar sus ventajas de “propietario”? Siendo moderado en las palabras, diré que la duda está permitida[116].

Por el contrario, ninguna duda puede empañar lo más mínimo la memoria de un viejo compañero de la Internacional Comunista, el australiano Wilfred Burchett. Probablemente, este nombre no dice nada, con razón, al noventa por ciento de los lectores de hoy. Burchett fue el periodista que inventó la mentira de la guerra bacteriológica norteamericana durante la guerra de Corea, desinformación calculada y orquestada por la prensa comunista del mundo entero, a la cabeza de la cual estaba la francesa. Pierre Daix cuenta en sus memorias, J'ai cru au matin[117], cómo se fabricó. En esa época era redactor jefe del diario comunista Ce Soir, un Humanité vespertino, desaparecido hace ya tiempo. “Publicaba muy destacados los cables de Burchett… Falsas noticias, incitación al odio, eran un muestrario de la deshonra de un periodista.” En 1949, Burchett pasaba temporadas en Bulgaria, era el año en que Kostov fue ahorcado y el año en que, en Hungría, Rajk fue ejecutado. En sus artículos destinados a la prensa occidental justifica, como no podía ser menos, la muerte de esos dos “traidores”; le pagaban para ello. Más tarde, durante los años sesenta, se pasea por el mundo entero, unas veces con pasaporte cubano, otras con pasaporte norvietnamita. Con esto basta, aunque hay muchos otros detalles que demuestran con abundancia que Wilfred Burchett fue hasta la médula lo que, por otra parte, tenía derecho a elegir ser: un agente. En La tentación totalitaria[118] ya hice una alusión a este infatigable VRC[119] del estalinismo, lo que me atrajo la reprimenda de la prensa de izquierda, especialmente de Le Monde diplomatique, donde Claude Bourdet me acusó de inspirarme en las difamaciones anti-Burchett “de la extrema derecha australiana”. Confieso mi completa ignorancia, entonces y ahora, de la sarta de injurias que pudo vomitar dicha extrema derecha australiana. Suponiendo que no se trate de una invención de Claude Bourdet, que califique de extrema derecha a la derecha liberal como mandan las buenas costumbres de la izquierda sectaria, no tengo ninguna necesidad de ella para interrogarme sobre una turbadora curiosidad: ¿cómo podía Burchett, eminente y notorio colaborador de los servicios secretos soviéticos, ser durante los años setenta uno de los habituales colaboradores expertos en política internacional del semanario del partido socialista francés, L'Unité? ¿Incompetencia o connivencia?

Sin embargo, se puede explicar la protección de que, en los setenta, gozaba ese lamentable plumilla, ese lacayo a fin de cuentas secundario, incluso en las democracias que intentaba destruir. La sagrada unión de la izquierda incluía una serie de servidumbres y el anticomunismo estaba muy prohibido. Veinte años después ha dejado de estarlo, en teoría aunque no en la práctica. Lo que queda autorizado, por no decir recomendado, a favor del comunismo es la mentira defensiva que una vez más logra imponerse. Así, la cadena de televisión por cable francesa Planète emitió un supuesto documental que no es más que un ditirambo en honor del oscuro (para los telespectadores) Burchett. Veamos los líricos términos en los que el suplemento de televisión del Nouvel Observateur (25 de agosto de 1995) anunciaba dicho programa. En primer lugar el título: “Este australiano va a ser desterrado por haber dicho la verdad”. ¿Qué destierro? No se menciona ninguno porque Burchett ya no tenía la nacionalidad australiana y unas veces era cubano, otras búlgaro y otras norvietnamita. Además, afirmar que Burchett “dice la verdad” es afirmar que hubo guerra bacteriológica norteamericana en Corea, que Rajk y Slanski eran “traidores”, como pretendía Stalin, y que, por tanto, merecían la muerte. Ningún partido comunista, ni en la ex Unión Soviética ni fuera de ella, sostiene ya esas tesis. Es necesario mirar Planète y leer el Nouvel Observateur para poder ver cómo se felicita a Burchett por haberlas sostenido. Es natural que esa inflexible fidelidad al servicio de la “verdad” le haya proporcionado al “honesto” Burchett.. el Premio Stalin en 1951. El padrecito de los pueblos sabía recompensar a sus siervos.

“Desgraciadamente”, se puede leer en el artículo del Nouvel Observateur, “no es raro que no se agradezca la integridad. Es lo que pasa con Wilfred Burchett, testigo privilegiado de cuarenta años de historia contemporánea”. ¿Por qué “privilegiado”? Porque: “Invariablemente, Burchett se encuentra en los lugares candentes del planeta. Pero, en un momento en el que se enfrentan capitalismo y comunismo, imperialismo y nacionalismo, no siempre es bueno decir la verdad y será desterrado de su país. Este film, realizado a partir de archivos inéditos, retrata la vida del gran periodista australiano. Se trata de un auténtico documental político que representa, ante todo, la perfecta antítesis de lo políticamente correcto”[120].

Es comprensible que, en 1975, la propaganda soviética, ayudada por sus esbirros occidentales, se dedicara a hacer pasar a Burchett por un periodista independiente y escrupuloso, a pesar de la insignificancia de este penoso figurante, pues entonces todavía había un desafío político concreto. El mundo estaba dividido en dos campos y los amigos del campo soviético trabajaban para que el suyo ganara. Pero en 1995, tras la desaparición del campo soviético, el problema Burchett, si es que en algún momento existió, es un problema puramente histórico. ¿Cómo se puede presentar, en un programa de televisión y en un semanario representativo del socialismo democrático y cuyo alto nivel intelectual nadie pone en duda, a un falsificador profesional como un “gran periodista” por la única razón no sólo de que fuera comunista sino que además estuviera al servicio de los “órganos de la Internacional”? Me atrevo a afirmar que ninguna escuela de periodismo, aparte de la fundada por Gabriel García Márquez en Bogotá, presenta a ese particular colega como modelo para sus estudiantes. Pero dice mucho sobre la rehabilitación triunfal de los totalitarismos de origen marxista.

Intentemos, a titulo experimental, realizar y emitir un programa rebosante de admiración por un periodista colaboracionista de los tiempos de la gran potencia nazi, aupándolo a un pedestal como encarnación del ideal deontológico de la profesión. Es fácil imaginar el follón que esa nauseabunda iniciativa provocaría. Sin embargo, uno es la honra del oficio si esa sangre con cuyo derramamiento se disfruta la ha vertido Stalin, Mao o Castro.

El comunismo conserva su superioridad moral. Se nota por síntomas a veces anecdóticos, casi pueriles. Cuando en enero de 1999 se reeditó el primer álbum de Hergé, agotado desde hacía setenta años, Tintín en el país de los soviets, en muchos artículos se describió como una caricatura exagerada y excesiva, cuando, por el contrario, es una descripción asombrosamente exacta, en lo esencial, y que denota una “poderosa intuición” por parte del joven autor en aquella lejana época, como señala Emmanuel Le Roy Ladurie en su respuesta a un cuestionario de Le Figaro[121]. Pero Le Figaro mismo no parece estar de acuerdo con el historiador puesto que juzga que la visión de Hergé “con el paso del tiempo adolece, ciertamente, de maniqueísmo”. Sí, han leído bien: con el paso del tiempo. Lo que significa: los conocimientos adquiridos desde 1929 y, especialmente, desde 1989, sobre el comunismo tal y como fue realmente deben llevarnos a apreciarlo de manera más positiva que en sus comienzos, cuando la ilusión podía ser una excusa dado el esmero con que se alimentaba la ignorancia. En suma, si no me equivoco, cuanta más información hay sobre el comunismo, menos desfavorable es la luz a la que lo debemos ver.

En un comentario sobre dicha reedición, la emisora de radío France-Info (10 de enero de 1999) nos asegura que Tintín en el país de los soviets tiene “una carga ideológica con un perfume hoy anticuado” (las cursivas son mías). Conclusión: no era la adulación al comunismo la que era ideológica, lo era ser refractario. Y, sobre todo, los acontecimientos que han tenido lugar, desde el Gran Terror de los años treinta a la invasión de Afganistán, pasando por el complot de las camisas blancas y las represiones de Budapest o Praga, el Gran Salto Adelante, la Revolución cultural y los jemeres rojos, nos invitan claramente a abandonar, respecto al comunismo, una severidad que, evidentemente, la historia objetiva arrincona.

Muchos comentaristas no dejaron de insinuar que Hergé tenía poca autoridad en la materia porque se había “portado mal” bajo la ocupación. Yo planteo la siguiente cuestión: ¿consideraremos que una condena del nazismo emite un “perfume anticuado” si proviene de la boca de un ex estalinista? No, porque la cuestión de fondo no es el transcurso político del juez. Se trata de saber si el nazismo fue o no fue monstruoso. El estalinista que lo dice tiene toda la razón, por muy estalinisia que sea. ¿Por qué hay un veto en sentido contrario? Porque, como he dicho, el comunismo conserva su superioridad moral. O, dicho con más precisión, porque nos esforzamos en mantener, al precio de mil mentiras y disimulos, el engaño de dicha superioridad.

Ante esta historia escrita al revés hay que perdonar que los periodistas se deslicen en el sentido de la pendiente. Porque las desinformaciones con las que se engañan provienen con frecuencia de historiadores deshonestos. Muchos de ellos perseveran en su defensa de la fortaleza de la mentira comunista. Así, el autor del reciente libro sobre Le Goulag[122], publicado en la colección “Que sais-je?”, se las arregla para salvar a Lenin, cuya herencia habría “traicionado” Stalin. Vieja historia mil veces refutada, espejismo falsamente salvador que la investigación de los últimos años ha disipado sin equívoco. A pesar de ello, para nuestro bromista, Stalin sería en realidad el heredero… ¡del zarismo y no del leninismo!

Como está claramente demostrado, los campos soviéticos datan de la época de Lenin, y los prisioneros políticos de la época de los zares, por muy represivo que fuera el régimen imperial, no eran más que una ínfima parte de lo que iban a ser las gigantescas masas concentradas en los campos comunistas. En su intento de hacer creer que Stalin era el único responsable del gulag, nuestro hombre vomita su bilis sobre Solzhenitsin, sobre Jacques Rossi (al que debemos el ya citado Manual del gulag) y sobre Nicolas Werth (autor de la parte dedicada a Rusia de El libro negro), recusando el testimonio de los dos primeros y negando la capacidad de historiador del tercero.

La venerable colección “Que sais-je?” es uno de los estandartes de la editorial Presses Universitaires de France (PUF). En principio, esos breves compendios están concebidos como una puesta al día, escrupulosa y según los últimos conocimientos. Con frecuencia sirven como única fuente de información, sobre una infinidad de temas, a un vasto público, y especialmente a los estudiantes. ¡Eso es lo que va a leer sobre el gulag ese público y esos estudiantes durante los diez próximos años!

Es para preguntarse si la pesada carlinga de las PUF lleva un piloto. Es decir, un director de colección competente que observa las reglas deontológicas de su profesión. Porque “Que sais-je?” no es una colección de panfletos, de color conocido. Se presenta como una serie de síntesis imparciales, no de libelos tendenciosos. En este caso se da, pues, un abuso de confianza intelectual y de engaño comercial.

Pero lo más instructivo, en esta muestra de negacionismo, es la fecha de su publicación: 1999. Veinticinco años antes, la izquierda lanzó al asalto a todos sus batallones para intentar deshonrar a Solzhenitsin, deformando la más mínima de sus frases para endosarle simpatías hacia el nazismo o hacia Pinochet, con el propósito de desacreditar, manchando al autor, el fatal inventario de su Archipiélago Gulag. En 1975, la Asociación Francia-URSS incluso publicó en su órgano de prensa, France-URSS Magazine, un “informe” sobre los campos de concentración soviéticos según el cual su confort era tal que el Club Méditerranée merecería pasar a la categoría de colonia penitenciaria[123]. Unos años antes, el sin igual Wilfred Burchett, luchando con su coraje de siempre contra lo “políticamente correcto”, comparaba los campos de prisioneros de Corea del Norte (uno de sus países predilectos, y del que jamás fue “desterrado”) con las “estaciones de vacaciones suizas”. Cosas del momento…

Esas calumnias y esos embustes oscilan entre lo cómico y lo innoble. Sin ser por ello excusables, en Francia se podían explicar por las aberrantes exigencias de la sagrada unión de la izquierda y el miedo que tenían los socialistas de disgustar a los comunistas. Incluso en los países en los que los partidos comunistas no existían o eran muy débiles —Gran Bretaña, Escandinavia, Alemania Occidental, Estados Unidos—, la izquierda democrática adoptaba en la Guerra Fría una actitud ambigua que le llevaba a prohibir toda crítica demasiado acerba del sistema soviético. Esta servidumbre de la inteligencia y esta anulación de la ética se basaban en un error político, pero un error relacionado con los datos existentes, aunque se analizaran de modo estúpido. Hoy, esos datos han desaparecido. La defensa a ultranza del comunismo no puede, pues, derivarse de ningún proyecto en el orden de la acción. Proviene de la necesidad psicológica de rehabilitarlo y, sobre todo, de impedir que sea comparado al nazismo. Pues, volvamos a hacer una transposición: ¿qué editorial habría tenido el valor de publicar y qué acogida habría tenido un opúsculo con fachada universitaria que bordara sobre los campos hitlerianos la fábula edificante que, el arriba mencionado, nos muestra sobre los campos comunistas? El revisionismo procomunista da muestra de ser de buena calidad. La operación “gran mascarada”, emprendida a partir de 1991, logró su fin. Éste consistía en reconstruir mediante el verbo y la intimidación, y a pesar del flagrante, definitivo y concluyente hundimiento económico del comunismo y de la salida a la luz del día de su disposición congénitamente criminal, el doble mito de su superioridad práctica sobre el capitalismo liberal y de su moralidad intacta, que trasciende a todas las fechorías debidamente probadas que ha podido cometer.

La sensibilidad internacional ha aceptado, pues, dejar que paulatinamente se ensanche el abismo que separa nuestros juicios según se refieran a los crímenes de un despotismo llamado de derecha o a los crímenes de un despotismo llamado de izquierda. Vuelvo a emplear un precavido “llamado” porque distinguir entre los totalitarismos “de derecha” y “de izquierda” es en sí un sinsentido. Distinguir entre izquierda y derecha presupone democracia, con pluralismo de partidos, libremente constituidos, y de opiniones libremente expresadas. Esta distinción es nula y carente de valor en el caso de los totalitarismos, basados todos ellos, por definición, en el principio intangible del partido único y el pensamiento único. En el momento en que un régimen de partido y pensamiento únicos entreabre la puerta al pluralismo salta en pedazos, como hemos visto con Gorbachov. Castro y los chinos tienen razón en desconfiar. Para las sociedades encerradas en ese corsé de hierro, el resultado es siempre el mismo. Derecha e izquierda no son para esas sociedades cautivas más que barnices retóricos, fantasmagorías de ideólogos, crueles naderías. Por desgracia, y debido a una serie de maniobras tan pertinaces como hipócritas, esa nada se ha impuesto hasta el punto de alterar el juicio histórico de nuestras democracias. El doble rasero moral se ha transformado en regla de conveniencia, que es lo mismo que decir que ya no hay criterio moral.

Así, una ola de indignación recorrió Europa cuando un fiscal español pidió, el 6 de agosto de 1999, la anulación por “vicio de forma” de la orden de detención dictada el año precedente contra Augusto Pinochet, desde entonces arrestado en Londres y bajo la amenaza de ser extraditado a España. La prensa de la península, de derecha a izquierda, se encolerizó contra el fiscal al que el diario de izquierda El País trató, como suplemento gratuito, de “fascistoide”. ¡Vaya por Dios! Había que imaginárselo. ¡Qué alegría da ver la imaginación y variedad a la hora de elegir epítetos! Se trataba de una indignación legítima, que comparto, pero que compartiría con más ánimo si no se me viniera de inmediato a la mente la gran figura de Mengistu Hailé Mariam, el “negus rojo”, dictador comunista de Etiopía de 1974 a 1991 y verdugo infinitamente más eficaz que Pinochet.

La Etiopía del partido único cumple todas las reglas del más puro clasicismo comunista. Que los tartufos juramentados no se salgan por la tangente habitual gimiendo que no se trataba de “auténtico” comunismo. La “revolución” etíope engendró en África la copia certificada del prototipo leninista-estalinista de la URSS que, además, le puso su estampilla, le otorgó créditos y, para protegerla, le envió su ejército, bajo la especie de tropas cubanas, y agentes de la policía política de Alemania del Este, la incomparable Stasi La junta de jefes etíopes, el Derg, se proclamó sin tardanza heredera de la “gran revolución de Octubre” y lo probó fusilando, desde su llegada al poder, a todas las elites que no estaban en sus filas o no obedecían a sus órdenes, aunque, como en todas las “revoluciones” la servidumbre total no garantizaba estar a salvo. Le siguió la procesión de reformas ya conocidas: colectivización de la tierra —en un país en que el 87 por ciento de la población es campesina—, nacionalización de la industria, de la banca y de los seguros.

Como estaba previsto —o era previsible— y como en la URSS, China, Cuba, Corea del Norte, etcétera, a ello le siguieron los efectos inevitables: subproducción agrícola, hambre, agravadas por los desplazamientos forzados de la población, otro de los clásicos de la casa. El fracaso precoz obliga a inventar culpables, saboteadores, traidores, porque no es posible imaginar que el socialismo sea en sí mismo malo y que sus dirigentes no sean infalibles. Y, como de costumbre, el poder totalitario encuentra a los canallas responsables del desastre entre los hambrientos y no entre los acaparadores, entre las víctimas y no entre los jefes. Deprimente monotonía de un guión universal del que los abogados del socialismo se empeñan en presentar cada nuevo ejemplar como una “excepción”, ¡y todavía hoy lo hacen muchos historiadores! Diez mil asesinatos políticos sólo en la capital durante 1978; masacre de los judíos etíopes, los falasas, en 1979. Pero no se trata de antisemitismo porque el Derg es de izquierda.

¡Y los niños primero! En 1977, el secretario general sueco de Save the Children Fund relata en un informe cómo ha sido testigo de la exposición de víctimas infantiles torturadas en las aceras de Addis Abeba. “Un millar de niños han sido masacrados en Addis Abeba y sus cuerpos, yacientes en las calles, son presa de hienas errantes. Cuando se sale de Addis Abeba se ven amontonados en el arcén de la carretera cuerpos de niños asesinados, en su mayoría de once a trece años.”[124] Tras tal descripción, pido a Jean Daniel que no tome a mal que le confiese que no me convence cuando escribe: “Un joven que va hacia el comunismo al menos le impulsa un deseo de comunión. Un fascista sólo está fascinado por la dominación. Lo que constituye una diferencia esencial”[125]. ¿Quién puede seguir tomando en serio este estribillo: el asesinato masivo santificado por las intenciones? ¿Existe un verdugo más repugnante que el que pretende matar a las víctimas por “comunión” con ellas? Si las atrocidades de los regímenes comunistas, pasados y presentes, no repercuten sobre la pureza inmarcesible del ideal, ¿por qué la izquierda, incluso la no comunista, pone tanto ardor en negar, minimizar, excusar, olvidar o silenciar estas atrocidades? Lo hace porque siente que la omnipresente criminalidad del comunismo y su capacidad de destruir la economía y la cultura cuestionan el corazón mismo del socialismo. ¿Por qué los socialistas se iban a poner tan furiosos cada vez que se les recuerda los hechos, sí, como pretenden, no consideran que les afectan? Y que a nadie le asombre este otro refrán trasnochado: el comunismo etíope significaba al menos un progreso respecto a la Etiopía imperial del antiguo régimen. Es tan falso como en el caso de Rusia o Cuba. La Etiopía de los negus no era el paraíso. La penuria alimentaria era frecuente y la pobreza terrible. Pero las hambrunas no eran provocadas deliberadamente, ni las poblaciones deportadas intencionadamente, ni los asesinatos en masa programados sistemáticamente. A los que hay que añadir, como regalo sorpresa, ese aporte original, esa coquetería del comunismo etíope que eran las matanzas de niños. No, mientras la izquierda dé un barrido a su cabeza, atestada de pingajos intelectuales, y se empeñe en tergiversar ante lo abominable podrá gobernar tanteando aquí o allí, pero no podrá pretender que proporciona una clave para comprender nuestro tiempo y preparar un futuro plausible. “Lo mismo que en la ex URSS”, dice Yves Santamaría, “no hemos terminado de descubrir en Etiopía las fosas comunes en las que yacen gran número de los desaparecidos censados por los informes de Amnistía Internacional. Como en China, se invitó a las familias a pagar al Estado por la ejecución de sentencias según el principio paying for the bullet”. Traducción: los padres debían “pagar” al Estado la bala que había servido para ejecutar a su hijo. O el hijo la que había matado a su padre, o la hermana la de su hermano. Como podemos comprobar: socialismo es solidaridad. Y esa complicidad con el genocidio voluntario y premeditado no data de los años veinte, de la generación de la que se puede admitir que todavía tenía derecho a la “ilusión” furetiana: es muy reciente, ha causado estragos en nuestros días, ante nuestros ojos, en nuestra prensa. Los “desaparecidos” son el oprobio de un régimen cuando se trata de los dictadores argentinos de los años setenta. Pero en el caso de los desaparecidos del comunismo también desaparecen de la memoria.

Fuera se conocieron muy pronto todos los horrores del comunismo etíope. En 1986, André Glucksmann y Thierrv Wolton les dedicaron un libro trágicamente demostrativo, Silence on tue[126], que no estremeció en absoluto a los admiradores del negus rojo, al que M’Bow, director general de la Unesco, organización siempre en la avanzadilla del progresismo, llamó un día “gran estadista”. La indiferencia hacia los crímenes del comunismo etíope confirma la regla de la apatía moral de la que se beneficiaron los demás comunismos. Que se explica por lo que Glucksmann y Wolton llaman con razón “inmunidad revolucionaria”.

En el caso de Mengistu, y a diferencia de lo que ha pasado con Pinochet, nadie ha cuestionado jamás esa inmunidad, ni siquiera después de que el asesino en serie abisinio tuviera que retirarse a la fuerza. En 1991, abandonado por su moribundo protector soviético, Mengistu huyó y aterrizó en Zimbabue, donde el presidente “progresista” (y por ello inamovible) Robert Mugabe, héroe de tantos coloquios humanitarios y antiapartheid, le dio de inmediato y sin titubeos asilo político. Nunca ha llegado a mis oídos la existencia de un movimiento de la izquierda internacional para hacer comparecer a Mengistu ante un tribunal internacional. Desde hace ocho años no dejo de mirar mi buzón, pero ninguna asociación antigenocidio me ha pedido que firmara la más mínima petición en ese sentido. En 1994, la justicia etíope se propuso lograr que ante ella comparecieran algunos de los grandes benefactores de la patria de la época totalitaria, 1974-1991. Pidió a Zimbabue la extradición del primero de ellos. Mugabe, cada vez más “progresista”, la rechazó. Y, sin embargo, extraditar a Mengistu a su país implicaba muchos menos rompecabezas jurídicos que extraditar a un chileno de un país extranjero, Gran Bretaña, a otro país extranjero, España. Ninguna oleada de indignación sacudió a Europa ni la impulsó a que compareciera el coronel Mengistu Hailé Mariam. ¿No hubiera sido un escándalo llevar ante un tribunal a ese pacífico filántropo retirado al que, en 1988, la Federación Mundial de Sindicatos, de obediencia comunista, entre ellos la CGT francesa, le otorgó una medalla de oro como recompensa por “su contribución a la lucha por la paz y seguridad de los pueblos”? Vale por la medalla en 1988. No tenía más valor que los que la entregaban y el que la recibía. Pero hoy, cuando ha corrido tanta sangre bajo los puentes del socialismo, ¿cuánto vale, qué estima merece la moral de esa Santa Conciencia universal tan escrupulosamente sospechosa?[127]

Tras haber cumplido nuestro “deber de olvido” hacía los “jemeres rojos” etíopes, ¿podemos sin redundancia volver a celebrar la misa en honor de los jemeres rojos? Se ha dicho todo acerca de sus crímenes, cuya aritmética es del tenor de la de los períodos geológicos o de la de los años-luz. ¿Pero se ha comprendido todo? ¿Se ha hecho todo para castigar a los culpables? Uno no se cansa de admirar la enérgica inercia que muestra la distraída (salvo para el caso Pinochet) comunidad internacional en sus inaudibles demandas de extradición de los jefes de los jemeres rojos. Somos todo oídos, pero no oímos sonar los cañones. Es cierto que algunos de nuestros pensadores socialistas ponen en duda que Pol Pot y sus amigos hayan sido comunistas, y, como hemos visto, prefieren atribuirles un “nacional-socialismo de arrozal” (Jean Lacouture). Reconocemos aquí a una vieja amiga: la jugarreta consistente en descubrir que un régimen comunista no era comunista cuando se desvelan sus crímenes y, a condición, evidentemente, de que ya no esté en el poder. Pero admitamos que son nazis. ¿No constituye una razón de más para exigir que sean juzgados? ¿Pero cómo, tenéis en vuestras manos un artículo imposible de encontrar hoy día, nazis aún vivos, y no os inmutáis? Esto prueba que no estáis del todo convencidos de lo que decís y que, en vuestro fuero interno, sabéis perfectamente que vuestros presuntos nazis son auténticos comunistas.

Las víctimas del genocidio camboyano se cifran hoy en 1.700.000 o 1.900.000 de una población, al principio, de 7.900.000, es decir, más del 20 por ciento de los habitantes, según uno de los más recientes especialistas de este tema, Ben Kiernan[128]. Sin embargo, constata este autor, veinte años después de que los vietnamitas expulsaran a los jemeres rojos del poder, “el juego de las potencias preservó a Pol Pot y a los suyos de cualquier tipo de castigo por sus crímenes”. El “juego de las potencias” al que se refiere Kiernan es el canguelo que, desde hace veinte años, les entra a las democracias occidentales ante la idea de disgustar a China. Ésta siempre ha apoyado a Pol Pot y los suyos, incluso después de que los jemeres rojos se echaran al monte. Así, Jean-Claude Pomonti escribía en Le Monde[129]: “No se está en disposición de juzgar los crímenes”, y explicaba: “Un juicio, entablado por un tribunal internacional, incluso en ausencia de Pol Pot, salpicaría no sólo a su entorno inmediato todavía vivo —Khieu Samphan, Nun Chea, Ta Mok—, sino también a los países que han ayudado a los jemeres rojos, especialmente durante los años ochenta. Cada uno intentaría explotar en su propio provecho las eventuales revelaciones o acusaciones realizadas en el transcurso del juicio. Muchos gobiernos de la región probablemente no lo desean”. Entre ellos, Hanoi, pues contrariamente a la leyenda fabricada por la solidaridad internacional procomunista, los gobiernos a las órdenes de Hanoi que, en 1979, sustituyeron en Phnom Penh a los jemeres rojos no son menos dignos de comparecer eventualmente ante un tribunal internacional[130]. Cuando en diciembre de 1998, dos antiguos lugartenientes del añorado Pol Pot, Khieu Samphan y Nuon Chea, reaparecieron en la capital, el jefe de gobierno de Phnom Penh, el primer ministro Hun Sen, se apresuró a declarar que había que “darles la bienvenida con ramos de flores y no con esposas”. Khieu Samphan, por su parte, dio una enternecedora conferencia de prensa en la que aseguró que se sentía “desolado al pensar en los sufrimientos que había causado al pueblo camboyano”; pero animó a sus compatriotas (o a los que quedaban) a “olvidar el pasado y prepararse para el futuro”[131]. Seis meses más tarde, cambiazo de Hun Sen, que, de repente, aseguró que jamás había garantizado la inmunidad a los dos arrepentidos y la tomó contra la ONU, a quien acusó de retrasar el juicio a los jemeres rojos[132]. Calumnia manifiesta porque para retrasar un juicio primero hay que haber decidido hacerlo. ¿Quién puede suponer que la ONU es tan vil como para haber tomado la iniciativa de animar a que se acuse a los autores de un genocidio de izquierda? La pasividad de la “comunidad internacional”, o mejor dicho, su buena conducta, ajustó virtuosamente el paso a la sabia prudencia de las Naciones Unidas. Desde hace cuatro lustros busco en vano en la prensa la lista vengadora de las firmas de nuestros grandes padres pidiendo un amplio y esclarecedor juicio a los autores del genocidio camboyano.

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La diferencia de tratamiento entre los dos totalitarismos del siglo se puede ver también en una multitud de pequeños detalles. Así, las operaciones mani pulite en Italia y “justicia en el asunto del dinero sucio de los partidos” en Francia han tenido cuidado, ¡oh milagro! de evitar a los partidos comunistas o, al menos, se han ocupado de ellos con tanta suavidad como lentitud. A pesar de ello, sus estafas han sido manifiestas, ya se trate de “cooperativas rojas” en Italia o “gabinetes de estudio” ficticios, simples máquinas de blanqueo del dinero robado, del PCF en Francia. A ellas hay que añadir las empresas pantalla, oficialmente dedicadas al comercio con la URSS, modo indirecto que tenía ésta de retribuir a los partidos comunistas occidentales. Por no hablar de las sumas de divisas no declaradas, tanto en especie, tanto en Suiza (en el caso del PCI), enviadas por Moscú hasta 1990, que constituyen como poco un delito de fraude fiscal y quizá, además, otro de enfeudación recompensada a una potencia extranjera. Cada vez que han aparecido nuevos documentos confirmando la amplitud de este tráfico ilegal, documentos con frecuencia corroborados, tras la caída de la URSS, por indiscreciones de personalidades soviéticas o de Alemania del Este, uno se asombraba de la soñolienta ecuanimidad de los medios de comunicación y de la concienzuda inmovilidad de la magistratura. Desde los años setenta estaban descritas y establecidas esas prácticas de estafa de las empresas[133], pero no fue hasta octubre de 1996 cuando a un secretario nacional del PCF, en este caso Roben Hue, se le investigó por “encubrimiento de tráfico de influencias”. La instrucción desapareció en las profundidades de un benevolente olvido hasta el 18 de agosto de 1999, fecha en la que se difundió que el ministerio fiscal de París había decidido solicitar que se volviera a llevar a Hue y al tesorero del PC ante el tribunal de apelación[134]. Falsa alerta. La misma tarde se hizo público un desmentido del ministerio fiscal: “Hay unas solicitudes en proceso de redacción. Desmentimos las informaciones que hablan de ellas. Es demasiado pronto para afirmar en qué sentido se van a hacer. No se tomará una decisión sobre tales solicitudes hasta la primera semana de septiembre”. Finalmente, se tomó a finales de octubre.

En ocasiones, la diferencia de trato del que son objeto los herederos, próximos o lejanos, de uno u otro totalitarismo provoca comportamientos tan ridículos que rozan lo grotesco. En 1994, la coalición Forza Italia, Liga del Norte y Alianza Nacional ganó las elecciones en Italia. Silvio Berlusconi se convierte en presidente del Consejo y elige como ministro de Agricultura a uno de los dirigentes de la Alianza Nacional, partido que, como es sabido, surgió de la renovación del viejo MSI neofascista pero que sufrió una metamorfosis por la que se desmarcó del pasado y abjuró de su mussolinismo. Varios viejos fascistas miembros del difunto MSI se fueron dando un portazo. A pesar de esa transformación democrática, varios dirigentes europeos reunidos en Bruselas se negaron a dar la mano al nuevo ministro de Agricultura italiano. Sin embargo, los dirigentes actuales de la Alianza Nacional no tienen la intención ni los medios para reinstaurar la dictadura fascista; por el contrario, han roto con la herencia mussoliniana y provocado la salida de los nostálgicos del fascismo histórico; se han desmarcado herméticamente tanto del Frente Nacional francés como de los Republikaners alemanes o de Haider en Austria. ¿Por qué, si el Partido Comunista Italiano es un partido con el que se puede tratar y digno del poder porque se ha rebautizado como Partido Democrático de la Izquierda abjurando del comunismo, no puede pasar lo mismo con la Alianza Nacional que también ha cambiado de etiqueta y abjurado del fascismo? Mientras dure esta disimetría en el tratamiento reservado a los convertidos de la izquierda y a los convertidos de la derecha, hablar de justicia o de moral y de progreso democrático no será más que una impostura. La bandera de los derechos humanos ondeará en el vacío. Hoy, como nunca con anterioridad, no es la política la que se ha moralizado sino la moral la que se ha politizado.

Otra manifestación de la negativa a levantar acta de la similitud de los dos totalitarismos reside en la falta de curiosidad de los historiadores de izquierda por los archivos del Este, abiertos desde hace una década. Su letargo aumenta en proporción directa con el interés de las fuentes accesibles. Vladimir Bukovsky ha contado con inspiración el singular embotamiento intelectual de nuestras avestruces subvencionadas, de ambos lados del Atlántico, en su Jugement à Moscou[135]. Furiosos al ver que los únicos cazadores que vuelven con el morral vacío son ellos (que no van jamás de caza), “niegan” hasta la existencia de esos descubrimientos. En una tribuna libre (¡una más!) de Le Monde[136] un tal Alain Blum devuelve la acusación decretando que El libro negro del comunismo es “la negación de la historia”. ¿Olvida este inquisidor que François Furet, que tenía una vaga idea de lo que es la historia, debía salir fiador de esta “negación” en un prefacio que su muerte repentina no le dio tiempo a escribir? Bien es cierto que, según Le Monde diplomatique, el propio François Furet ignoraba lo que era la historia.

Desde el momento en que asoma la más mínima verdad que amenaza con profanar los iconos comunistas, los pitbulls de la ortodoxia despedazan a los portadores de la mala noticia. Asombra que unos universitarios, con frecuencia de alto nivel cuando trabajan sin pasión, no sean más hábiles en la polémica cuando sus pasiones entran en juego. Se les ve caer en prácticas envilecedoras, indignas de ellos: falsas citas, textos amputados o conscientemente dados la vuelta, injurias peores que las que los comunistas lanzaron contra Kravchenko, el disidente que cometió hace medio siglo el sacrilegio de escribir Yo he elegido la libertad. En L’Histoire interdite de Thierry Wolton se puede encontrar una antología de estas hazañas de la inteligencia de alto nivel[137]. A él me remito.

“Dios me guarde de despreciar la sinceridad. Pero la conciencia más abierta no podría acoger todo”, escribe Maurice Barrès en Amori et dolori sacrum. Esta frase latina que significa “consagrado al amor y al dolor” figura en la fachada de Santa María della Passione en Milán. Tiene como pareja otra frase latina, desgraciadamente más actual, inscrita en un monumento de Pisa: “Somno et quieti sacrum”: “Consagrado al sueño y a la quietud”. Es esta última la que quizá debería servir de lema a la mayoría de los historiadores denominados “del tiempo presente”.

Este tiempo es aquel en el que se salmodia “¡memoria!, ¡memoria!”. Oh, Sésamo sin tesoro, cueva que cuando se abre sólo guarda bisutería, ¿hay un solo recuerdo exacto que podamos mantener intacto a salvo del abismo del olvido?