LA MEMORIA TRUNCADA
La celosa negativa a toda equivalencia, incluso a toda comparación, entre nazismo y comunismo, a pesar del parentesco de sus estructuras estatales y de sus comportamientos represivos, proviene del hecho de que la condena cotidiana del nazismo sirve de muro protector contra todo examen atento del comunismo.
Recordar cada día las atrocidades nazis —ejercicio que, ahora, se ha convertido en sagrado bajo el nombre de “deber de memoria”— mantiene un ruido de fondo permanente que no deja disponible ninguna atención para el recuerdo de las atrocidades comunistas. Según la fórmula de Alain Besançon, la “hipermnesia del nazismo” desvía la atención de la “amnesia del comunismo”. Es comprensible, pues, que todo análisis, todo trabajo de los historiadores minoritarios que ponga el acento en su esencial similitud levante huracanes anunciadores de rabias vengadoras. Se objetará, con razón, que ninguna rememoración de la criminalidad nazi puede ser excesiva. Pero la insistencia en esa rememoración se convierte en sospechosa cuando sirve para aplazar indefinidamente otra: la de los crímenes comunistas. ¿Qué eficacia moral, educativa y, por ello, preventiva puede tener la indispensable reprobación de los crímenes nazis si se transforma en una pantalla destinada a ocultar otros crímenes?
Muy revelador del éxito logrado por esta añagaza es el sentido adquirido por la expresión “deber de memoria” que designa casi en exclusiva el deber de recordar sin cesar los crímenes nazis, y sólo ellos. A veces se añaden a la lista otras fechorías comparables a condición de que no pertenezcan al campo de acción de las casas-madre comunistas y no estén relacionados con la concepción socialista del mundo.
Esta censura latente, que enrarece la mención de los crímenes de la izquierda, ha recibido el refrendo de la derecha. Lo otorgó con la disciplinada prontitud con la que, según su costumbre, interioriza las consignas culturales de sus adversarios. Así, el 16 de julio de 1999, el presidente de la República Francesa, Jacques Chirac, inauguró un “Centro de la memoria” en Oradour-sur-Glane, pueblo en el que, el 10 de junio de 1944, las SS de la división Das Reich quemaron vivos en la iglesia a 642 habitantes, entre los que se encontraban 246 mujeres y 207 niños. El jefe de Estado hace una noble y piadosa evocación del suceso. En su discurso el presidente condenó, además del holocausto (en sentido literal) de Oradour, “todas” las masacres y genocidios de la historia, “y, en primer lugar, evidentemente”, dijo, “la de la Shoah”. Después evocó también la de San Bartolomé, “los pueblos de Vendée bajo el Terror” (una muestra de valor, dado el tabú de origen jacobino que, durante mucho tiempo, negó la “memoria” a ese memorable genocidio). Después enumeró Guernica, Sabra y Chatila (una piedra en el jardín de Israel), los asesinatos en masa entre las tribus de Ruanda en 1994; los miles de bosnios asesinados por todos los bandos en nombre de la “limpieza étnica” entre 1992 y 1995, y, finalmente, las recientes carnicerías de Kosovo. En todos esos exterminios, como en Oradour, “los verdugos no hicieron distinción entre hombres, mujeres y niños”, subrayó Chirac con fuerza e indignación.
Habría que señalarle, o mejor dicho, nadie le señaló que en este fresco de “todos” los crímenes, de “todos” los tiempos y de “todos” los lugares no figura ninguna masacre comunista. Katyn jamás existió. Bajo la batuta del jefe de Estado gaullista, Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot, Mengistu, Kim Il Sung salieron de puntillas del teatro de la memoria de los genocidios y de la historia de las represiones exterminadoras del siglo XX. ¡Hagamos tabla rasa del pasado de izquierdas! Es más: los despotismos comunistas, siempre activos e imaginativos, incluso hoy, en el arte de poblar los cementerios progresistas y los campos de reeducación por el trabajo han caído en el silencio: China, donde cada día se practican impunemente miles de torturas que no pertenecen al pasado, torturas como las que le han supuesto una justa inculpación a Pinochet, que ya no está en el poder; Vietnam, Corea del Norte y, evidentemente, Fidel Castro, cuyo angélico candor es tal que se ha convertido en la Virgen de Lourdes de todos los peregrinos democráticos o eclesiásticos.
La palabra “memoria” que, según el diccionario, significa “facultad de acordarse”, se emplea desde hace unos años como sinónimo de “recuerdo”. Y desde que se ha vestido con el ropaje de “memoria de”, el “recuerdo de” sólo se puede emplear como recuerdo, ¡perdón! “memoria” de los crímenes nazis y, en particular, del Holocausto de los judíos. “Memoria” y “crímenes nazis” son ahora términos intercambiables. Y en consecuencia, el “deber de memoria”, ligado al nazismo mediante una relación de exclusividad, es un deber de olvido para todo lo demás.
Al día siguiente de las declaraciones presidenciales de Oradour, el diario regional Ouest-France titulaba: “Una memoria contra la barbarie”. ¿Sólo una memoria, la memoria de un único individuo se sigue acordando de esa barbarie? Sería demasiado triste. No hay duda de la traducción: el recuerdo sin cesar reavivado de la barbarie nazi debe enseñar a las jóvenes generaciones el deber de eliminar toda barbarie en el futuro. Por el contrario, los regímenes comunistas, que jamás han manifestado el menor signo de barbarie, lo que es notorio, no forman parte de ningún “deber de memoria”. Los que en la actualidad subsisten, torturan y persiguen, no son objeto de ningún “deber de vigilancia”. Nuestra resistencia al nazismo es tanto más feroz cuanto más se adentra éste en el pasado. Así, el Ministerio de Antiguos Combatientes, cada vez con menos trabajo en la medida en que cada vez hay menos antiguos combatientes, piensa en reconvertirse en un “Ministerio de la Memoria” e incluso en poner en marcha un “turismo de la memoria”[71]. Me apuesto lo que quieran a que los organizadores de esos viajes éticos no despacharán billetes con destino a la Lubianka soviética, al gulag hoy abandonado o a los laboratorios de trabajos prácticos, en plena actividad, del laogai chino. El hecho de que no deje de aumentar nuestra vigilancia respecto a los crímenes del Tercer Reich es en sí un fruto saludable de la conciencia histórica. Pero que se hayan multiplicado por diez desde que, tras la caída del comunismo, la verdad sobre la criminalidad de éste es más conocida, o al menos más difícil de ocultar, es una coincidencia que deja perplejo por lo menos respecto a una de las componentes de nuestras motivaciones antinazis.
El mismo día en que el presidente Chirac se expresaba en Oradour, nuestro primer ministro, Lionel Jospin, que no quería quedarse atrás en la carrera ética hemipléjica, hacía “turismo de memoria” en Auschwitz en compañía de su mujer, de origen polaco. ¿Quién puede no agradecérselo? Jamás se recordará lo bastante la “unicidad de la Shoah”, en expresión de Alain Besançon[72]. Sin embargo, hay que lamentar que nuestros dos “turistas de la memoria” no se hayan puesto el “deber” de aprovechar que estaban en Polonia para acercarse a Katyn. El deber de memoria o es universal o no es más que fariseísmo partidista. Servirse de las víctimas del nazismo para enterrar el recuerdo de las del comunismo es insultar su memoria.
Perdónenme que resuma los hechos de lo que allí ocurrió en atención a las jóvenes generaciones para las que la apelación geográfica Katyn no dice nada —como he podido constatar en más de una ocasión— porque sus profesores, sus periódicos y sus medios de comunicación toman las medidas necesarias para que así sea. En septiembre de 1939, tras la derrota de Polonia, invadida simultáneamente por los nazis en el Oeste y por sus aliados comunistas por el Este, Hitler otorgó a sus amigos soviéticos como compensación de su preciosa ayuda una zona de ocupación de doscientos mil kilómetros cuadrados, entre otros territorios. Tras la derrota polaca, los soviéticos, por orden directa de Stalin, masacraron varios miles de oficiales polacos prisioneros de guerra: más de cuatro mil en Katyn (cerca de Smolensko) donde posteriormente se descubrió la fosa común más conocida, pero también cerca de veintiún mil en otros lugares. A esas víctimas hay que añadir cerca de quince mil soldados rasos prisioneros, probablemente ahogados en el mar Blanco. Perpetradas en unos días y según un plan preestablecido, esas matanzas en masa de polacos vencidos, a los que se exterminó únicamente por ser polacos, constituyen indiscutibles crímenes contra la humanidad, y no sólo crímenes de guerra, puesto que en Polonia la guerra había terminado. Según la convención de Ginebra, la ejecución de prisioneros de un ejército regular, que han combatido de uniforme, es un crimen contra la humanidad, sobre todo cuando el conflicto ha terminado. La orden de Moscú era suprimir todas las elites polacas: estudiantes, jueces, propietarios de la tierra, funcionarios, ingenieros, profesores, abogados y, evidentemente, oficiales del ejército.
Cuando se descubrieron las fosas comunes soviéticas, el Kremlin imputó esos crímenes a los nazis. Naturalmente, la izquierda occidental se apresuró a obedecer a la voz de su amo. No digo que toda la izquierda no comunista fuera servil, pero, en cualquier caso, la parte que tenía dudas permaneció bastante más discreta y tristemente perpleja que categóricamente acusadora. Durante cuarenta y cinco años, afirmar en voz alta que se creía en la culpabilidad soviética —por la simple razón de que los crímenes habían sido cometidos en la zona de ocupación soviética y no alemana— era suficiente para ser incluido entre los “viscerales” obsesivos del anticomunismo “primario”. Y, mira por dónde, en 1990, gracias a Gorbachovy su glasnost, el Kremlin reconocía, a través de un comunicado difundido por la agencia Tass, sin rodeos atenuantes, que “Katyn fue un grave crimen de la época estalinista”. En 1992, cuando se comenzó a hacer el inventario de los archivos de Moscú, se divulgó un informe secreto de 1959 realizado por el entonces jefe del KGB, Chelepin, en el que dejaba constancia de “21.857 polacos de elite, fusilados en 1939 por orden de Stalin”.
Una vez que la confesión de los propios soviéticos zanjaba la cuestión hubiera sido de esperar que los negacionistas occidentales de izquierda, que durante cuatro décadas habían acusado de fascistas, o les había faltado poco para hacerlo, a los partidarios de la culpabilidad soviética, se retractaran públicamente. Era no conocerlos. También se puede lamentar que, en 1999, el primer ministro francés no tuviera en Polonia un gesto “turístico” que demostrara que por fin la izquierda francesa había dejado de cojear de la “memoria”, la moral y la historia.
Esa persistente discriminación proviene de la no menos tenaz aberración que consiste en considerar el fascismo como la antítesis del comunismo, razón por la cual, las víctimas del segundo, aunque se cifren en decenas de millones, serían cualitativamente menos “víctimas” que las del primero. Dan ganas de interpelar a los que niegan esas víctimas: “¿De qué lado os calláis?”. El enemigo del comunismo no es el fascismo. Es la democracia. La democracia es su adversario común. La auténtica frontera entre los regímenes del siglo XX separa las democracias de los totalitarismos por muy diversos que sean los aparentes antagonismos de las baratijas ideológicas con que se adornan los asesinos de la libertad.
No habrá “memoria” justa y, por tanto, directamente memoria, porque la memoria voluntariamente truncada es por ello mismo inexistente, mientras la izquierda y la derecha unidas traten a los criminales vencedores de modo diferente a los criminales vencidos.
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Es evidente que una de las causas de que se corra un velo sobre los crímenes comunistas es la cobardía, puesto que es más fácil atacar a totalitarios muertos que a totalitarios vivos. Basta ver con qué cuidado se trata a los regímenes comunistas supervivientes, aunque sean débiles, para comprender la colosal servidumbre manifestada hacia la poderosa Unión Soviética entre su victoria militar de 1945 y su desaparición en 1991. Esa servidumbre, obligada en Occidente tanto para sus militantes como para sus simpatizantes, sorprende por su inesperada amplitud entre los adversarios de su ideología. En un tiempo se podía excusar alegando motivos de realpolitik. Pero sobrevive tras el fin del comunismo soviético y europeo porque siguen sin atreverse a disgustar a su propia izquierda, que sigue siendo renuente a reconocer el fracaso total y los crímenes probados del socialismo real. Por una parte, el Tercer Reich ha sido aniquilado políticamente hace más de medio siglo, mientras que el comunismo sigue existiendo, aunque en una extensión más reducida; por otra, la ideología nazi ha dejado desde hace cincuenta años de representar una fuerza cultural, salvo por algunos marginados sin influencia y cuya importancia, además, se tiene buen cuidado de aumentar para mantener el mito de un “peligro fascista” eternamente renaciente. La ideología marxista-leninista, desacreditada por la praxis, o así debería estarlo, continúa, por el contrario, impregnando nuestros esquemas interpretativos y nuestros comportamientos culturales. Los métodos estaliniano-leninistas siguen estando a la orden del día. La calumnia, la mentira, la desinformación, la deformación, la amalgama, la injuria excomulgadora, el arrojar al bando fascista, de Vichy, léase antisemita, a todo aquel que no está de acuerdo, la afrenta tan inmerecida como insidiosa, siguen admitiéndose entre nuestras costumbres políticas, e incluso entre las artísticas y literarias. El anatema más venial consiste en llamar nazi a cualquiera que desapruebe vuestra secta, no importa en qué terreno ésta se sitúe, aunque el debate sea extraño a la política. Es un hecho revelador el que la ley francesa que sólo castiga, desde 1990, que se ponga en duda la existencia de los crímenes nazis, y que autoriza, por su silencio, que se ponga en duda la de los crímenes comunistas… se deba a un comunista. Estoy de acuerdo en que se me exhorte a que abomine cada día más a los antiguos admiradores de Himmler, a condición de que no sean antiguos admiradores de Beria los que me administren esa homilía conminatoria.
Que la izquierda se abstenga de acusarme de “fascista” por establecer este paralelismo entre el miembro de las SS y el chequista. La analogía no es mía: es de Stalin. Fue él quien llamaba a Beria “nuestro Himmler” y fue en esos términos en los que le presentó al presidente estadounidense, Franklin Roosevelt, que se quedó desconcertado ante tanto cinismo[73].
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El entierro periódico de los recuerdos sobre el comunismo por parte de sus antiguos cómplices va acompañado de una complacencia hacia los regímenes comunistas supervivientes idéntica a la que antaño disfrutaba la Unión Soviética. No sólo por parte de la izquierda, lo que no tiene nada de extraño, sino también por parte de la derecha. Es una vieja tradición: después de todo, fue un político al que hoy calificaríamos de centrista, el radical-socialista Édouard Herriot, quien, tras haberse paseado, o haber sido paseado, por Ucrania en los años treinta, declaró no haber visto más que gente próspera, feliz y bien alimentada. Durante los años 1933 y 1934, cuando ese estúpido pomposo confiaba sus beatas impresiones de viaje a la prensa francesa, quince millones de campesinos ucranianos, expulsados de sus tierras, fueron deportados a Siberia; un millón fue ejecutado sobre la marcha; seis millones murieron tras una hambruna científicamente provocada. A pesar de estos molestos antecedentes, la misma ceguera afecta, treinta años más tarde, a los especialistas del viaje a China, que no se enteran de la escabechina de la seudorrevolución denominada cultural. En realidad se trató de una depuración sádica y sangrienta desatada por Mao. Los Guardias Rojos lincharon y asesinaron a millones de sus compatriotas. Demencia bestial que más tarde el propio Chu En-lai definiría como la mayor catástrofe de toda la historia de China.
El “Gran Salto Adelante” (1959-1961) había sido ya, según su más reciente historiador, Jean-Louis Margolin, “la mayor hambruna de la historia”[74], hambruna deliberadamente provocada por Mao Zedong en virtud de esa mezcla única de idiotez económica, incompetencia agronómica (¡había trasplantado a China las teorías de Lyssenko!) y desprecio al pueblo que caracteriza al comunismo. “Hambruna de esencia política”, añade Margolin. Logró que la mortalidad aumentara de quince por mil en tiempo normal a sesenta y ocho por mil. En 1994 se filtraron a Occidente unos documentos de origen chino, para uso interno del partido, que demostraban que había que revisar al alza en varias decenas de millones el número total de muertos debidos al Gran Salto Adelante y a la Revolución cultural[75]. Cuando los papagayos occidentales andaban repitiendo “puede que Mao haya suprimido las libertades, pero al menos gracias a él los chinos comen hasta hartarse”, las bajas debidas al aumento de la mortalidad a causa de la escasez, entre 1959 y 1961, se acercan a ¡cuarenta millones de personas! Desde 1988, las autoridades chinas reconocieron veinte millones. Pues bien, no sólo durante años los visitantes de la prensa occidental silenciaron por lo general este asesinato colectivo sino que ¡todavía en 1997 el trabajo de Margolin provocó la indignación de la izquierda europea!
Durante las dos últimas décadas del siglo, los hombres de Estado y los hombres de negocios occidentales rivalizaron en amabilidad cuando visitaban a los dirigentes comunistas chinos o vietnamitas. Sin embargo, el triste estado de los derechos o, mejor dicho, de los no derechos humanos en la China de este fin de siglo está bien documentado, lo mismo que la firme resolución del partido único de mantener su hegemonía en el ámbito político, aunque no económico. Diez años después de haber ratificado un tratado internacional que prohíbe la tortura, continúa practicándola en todas las prisiones, especialmente en el Tíbet. En 1998 y 1999, el encarcelamiento de disidentes y la represión ideológica multiplican su intensidad, frustrando la esperanza de algunos observadores que pronosticaban que la relativa liberalización económica provocaría una progresiva liberalización política y cultural. En diciembre de 1998, una serie de nuevas reglas (no me atrevo a llamarlas leyes) constriñeron aún más, si ello era posible, toda libertad de expresión en la prensa, los libros, el cine, la televisión, los vídeos, la utilización de Internet y de los programas de los ordenadores. Toda infracción de esa censura reforzada será considerada como una “tentativa de subversión contra el Estado” y castigada con ¡prisión perpetua![76] Ya he mencionado el sistema de campos de concentración chino, el laogai, que cuenta con varios miles de campos diseminados por todo el país. Se puede encontrar un censo completo en el Laogai Handbook, publicado en California y actualizado periódicamente por la Laogai Research Foundation[77]. La pena de muerte, aplicada sumariamente incluso para delitos o insubordinaciones menores, alcanza en China la cifra de varios miles de ejecuciones capitales cada año. La cuestión de si el comunismo no es intrínsecamente criminógeno, tanto en el caso chino como en el ruso, sólo puede provocar una respuesta negativa o ambigua por efecto de una obnubilación ideológica sin relación con los hechos. El misterio no es la criminalidad comunista sino que en el año 2000 sea todavía objeto de discusión.
La dirección del PC chino no tiene ninguna intención de suavizar su poder totalitario sobre el país. Todo lo contrario. En diciembre de 1998 Jiang Zemin, jefe del partido y del Estado a la vez, excluyó “para siempre”, como subrayó con fuerza, la democracia a la occidental y anunció que “durante los próximos cien años, la línea fundamental del Partido Comunista” no cambiaría. Es lo que se considera un “hombre de firmes convicciones”, cualidad que los políticos occidentales aprecian más que ninguna otra. Veinte años antes, Den Xiao-ping había gritado: “¡Liberad el pensamiento!”. En 1998 Jiang ordenó: “Hay que sofocar desde el embrión las actividades subversivas y separatistas”. Este último adjetivo es una alusión evidente al Tíbet[78].
Como es sabido, para nuestros demócratas occidentales tanto de derecha como de izquierda, las ejecuciones sumarias, las detenciones arbitrarias, las masacres, la tortura, los campos, las deportaciones de población, las anexiones y persecuciones de pueblos sin defensa, los juicios amañados, constituyen actos humanitarios cuando los que los cometen son comunistas. Sólo se convierten en crímenes cuando se deben a Hitler o Pinochet, quien, por otra parte, no deja de ser un modesto artesano en comparación con la eficacia industrial de Stalin o Mao. No es nuevo. Pero el benevolente perdón que hemos otorgado a China es tanto más imprudente cuanto que esta potencia sigue siendo una amenaza estratégica. Su arsenal atómico se fortalece constantemente gracias, sobre todo, al espionaje y al pillaje que le han permitido robar en los laboratorios nucleares estadounidenses informaciones con las que ha confeccionado el modelo más perfeccionado de bomba atómica[79]. Además, la agresividad de Pekín contra Taiwan pone en permanente peligro la paz en Extremo Oriente.
Las democracias capitalistas tragan toda esa quina con pretextos económicos. China es en potencia el primer mercado del mundo y nadie tiene derecho a relegarlo, dicen. Quizá. Pero es un cliente que, como la difunta URSS y como la actual Rusia, nos compra productos sobre todo con el dinero que le prestamos y del que no devuelve nada, o casi nada. China no devuelve las deudas (en enero de 1999 su bancarrota ascendía todavía a cuatro mil millones de dólares) o las “escalona”, jerga púdica con la que se expresa que la devolución se ha postergado ad calendas graecas. Sólo Estados Unidos desembolsa cada año al régimen chino sesenta mil millones de dólares en préstamos de alto riesgo o irrecuperables.
Además, el Occidente crédulo cae en la trampa de las estadísticas chinas, enormemente falsificadas y que exageran la amplitud del despegue de China y, por tanto, de su capacidad de compra. El economista y demógrafo Jean-Claude Chesnais, director de investigación del Instituto Nacional de Estudios Demográficos, ha desmenuzado las razones por las que las estadísticas chinas que embellecen la situación del país son poco fiables[80]. A diferencia de India, China carece de tradición estadística moderna. Su instituto de estadística central no se creó hasta 1952 y se cerró doce años después debido a la Revolución cultural. Las autoridades querían con ello evitar la posibilidad de medir los daños económicos y demográficos provocados por dicha revolución, así como los estragos del Gran Salto Adelante que la había precedido. El instituto, que se volvió a abrir en 1978 debido al giro liberal, carece hoy de especialistas competentes y no cumple los requisitos internacionales. Sus publicaciones son indigentes, siempre dependientes de las sacudidas políticas y de las consignas dictadas por la propaganda. Acumulan evaluaciones incoherentes y contradictorias tanto en lo que respecta a la esperanza de vida o la mortalidad como en lo que afecta al desarrollo. Y aunque el auge económico chino desde comienzos de los años ochenta es innegable, su importancia está sobreestimada por unas estadísticas inventadas cuyo fin esencial es divulgar la fábula de que China habría alcanzado un nivel de vida por habitante superior al de India. La realidad es lo contrario. Desgraciadamente, la falta de clarividencia o la complacencia política de los expertos internacionales les lleva con frecuencia a dar por buenas las mentiras chinas y, por tanto, a inducir a error a los agentes económicos occidentales. El Atlas de la banca mundial de 1998 atribuye a China un índice de crecimiento de la renta por habitante del 11 por ciento anual entre 1990 y 1996. Pero, replica Chesnais, “una magnitud de tal orden no tiene equivalentes, por lo que hay que pensar que se trata de una estimación grosera y poco verosímil, proporcionada por las autoridades chinas”.
No aprendemos. Hoy servimos a China el cóctel que las democracias elaboraron durante sesenta años para agasajar a la URSS: un tercio de indulgencia frente a las violaciones de los derechos humanos, un tercio de indolencia ante las amenazas estratégicas, un tercio de complacencia económica para regar las tierras estériles del colectivismo con créditos de una largueza que roza la candidez.
El rechazo de la historia, la amputación de la memoria, inspiran la misma “sorpresa”, la misma cólera en la izquierda cada vez que se siente contrariada porque aparece otra obra que instaura la lista de los crímenes del comunismo contra el hombre y su inepcia económica. A esta voluntaria ignorancia y huida frente a todo lo que puede trastornarla se suma, tanto a derecha como a izquierda, la incapacidad de aprovechar las lecciones del pasado para mejorar la política del presente. Como dicen Vladimir Bukovsky y el disidente chino Wei Jingsheng[81], “la historia ha dado abundantes pruebas de que las estrategias de la détente eran falsas. Y, sin embargo se vuelve a afirmar, como hace veinticinco años, esta vez respecto a China, que el comercio con Occidente y unas cuantas sonrisas más bastarán para transformar una sociedad totalitaria en una democracia”.
Como los regímenes comunistas sólo han sido fuertes gracias a nuestra debilidad, la de las democracias, no les preocupa lo más mínimo explotarla. China pretende imponer su censura no sólo en su tierra, algo acorde con una dictadura, sino también en el extranjero, en las producciones e informaciones que atañen a China, especialmente las películas, y sobre todo aquellas que tratan de la historia reciente del Tíbet o del budismo tibetano. Y, con bastante frecuencia, la oligarquía china consigue que se obedezcan sus caprichos. En 1996, Rupert Murdoch, el magnate internacional de prensa y medios de comunicación, obedeciendo las órdenes chinas, suprimió en el “World Service” de la BBC el enlace de “Star TV” en Asia, por él controlado. ¿Por qué? Porque la BBC tuvo la osadía de emitir tres programas que Pekín consideró “antichinos”. Léase: que decían la verdad. Uno trataba de los orfelinatos-cementerios de la China contemporánea; el segundo, de las fábricas cuya mano de obra está compuesta por prisioneros-esclavos; el tercero hablaba de los recuerdos del que fuera médico de Mao, el doctor Li Zhisui, retirado en Estados Unidos[82]. El doctor Li pintaba a Mao como un tirano despiadado, paranoico y obseso sexual, con una vida privada disoluta. Resultaba que el “Gran Timonel” poseía una deslumbrante pobreza intelectual, como, por otra parte, no era difícil comprobar desde hacía tiempo mediante la simple lectura de sus textos[83]. En 1998, Murdoch llevó todavía más lejos su servidumbre sinófila prohibiendo a una de sus editoriales, Harper-Collins, publicar un libro de Christopher Patten, que había sido el último gobernador británico de Hong Kong, por considerarlo demasiado crítico hacia China. Gesto tan cobarde como estúpido porque el libro, inmediatamente publicado por otro editor, se benefició de la publicidad que le suministró la abusiva ruptura del contrato[84]. Patten demuestra especialmente en él la falta de correlación racional entre los intercambios económicos, que deberían ser realistas, con China, y las carantoñas frenéticas de Occidente. De hecho, dice, es Occidente y no China quien está en posición de superioridad desde el punto de vista económico. Pero la obsesión por el “mercado” chino hace que prevalezca la obsequiosidad, como si un mercado tan poco solvente mereciera todas esas consideraciones. Todos los años, desde la represión de la plaza de Tiananmen en 1989, algún país democrático presenta ante la comisión ad hoc de la ONU una tímida resolución de condena de la violación de los derechos humanos en China: regularmente, de 1989 a 1999, han sido rechazadas.
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En las sociedades comunistas de primer orden, es decir, las que han servido de prototipo para copias más pequeñas y de metrópoli a filiales satélites, se da una convergencia de componentes cuyos resultados acumulados tienden todos a la aniquilación de las poblaciones. El primer componente lo forman las purgas periódicas, las ejecuciones masivas, lo que se podría denominar la destrucción directa. El segundo es una destrucción indirecta o diferida, mediante la deportación de poblaciones, privaciones y malos tratos científicamente infligidos, internamiento en campos de reeducación o de trabajo, métodos todos que provocan un aumento de la mortalidad. El tercer componente es la curiosa inteligencia que despliegan todos los regímenes comunistas para lanzarse con implacable determinación a unas transformaciones económicas, especialmente agrícolas, de una estupidez tan imaginativa que impide considerarla totalmente involuntaria. Consiguen que la producción de las tierras más fértiles descienda de un 80 por ciento a un 50 por ciento, hasta provocar hambrunas que cuestan la vida a millones de seres humanos. El cuarto componente es la saña con que se destruye toda cultura y se impide toda creación que se aparte de los dogmas marxistas-leninistas. En el caso del Tíbet, los chinos, que son mil doscientos o mil trescientos millones, no se conforman con aplastar a un pequeño pueblo de seis millones de individuos, con ocuparlo, con sojuzgarlo y con robarle sus escasos recursos, sobre todo forestales. Están además patológicamente obsesionados por la idea fija de aniquilar su civilización y su cultura[85]. Algunas sociedades comunistas sobresalen en una de las cuatro especialidades totalitarias, otras brillan unas veces por una y otras por otra, y las mejores en las cuatro a la vez y constantemente. Pero ninguna de ellas abandona jamás totalmente alguna. Parece claro, pues, que el fundamento constitutivo, estructural y funcional de todo poder comunista, en cualquier latitud y contexto histórico, reside en la reunión de esos cuatro elementos de base.
¿Se puede llamar “genocidio” al conjunto de consecuencias de ese sistema? Vista la amplitud cuantitativa de la destrucción de vidas humanas lograda, la cuestión parece bastante obvia. Tanto más cuanto que, como acabo de recordar, en esos regímenes, al aplastamiento físico del hombre se añade su aniquilación cultural, absolutamente obligatoria en cualquier dictadura totalitaria. Adoptar o no el término de genocidio dependería entonces de una consideración puramente cualitativa, cuya conclusión, eminentemente conceptual, no cambiaría el destino de las víctimas. ¿Van a resucitar las que nosotros decidamos que no han perecido por genocidio? ¿Van a convertirse, por un milagro, en guarderías infantiles las fosas comunes en las que millones de ellos se han podrido?
Algunos de los rasgos del totalitarismo comunista, como los exterminios programados, están también presentes en el totalitarismo nazi. Pero no el fracaso económico deliberadamente perseguido. Al confiscar la producción de los países vencidos para alimentar a su propio ejército, los nazis provocaron el hambre de las poblaciones conquistadas. Jamás provocaron el hambre de su propia población, mataron a sus propios campesinos o devastaron su propia agricultura en tiempo de paz imponiéndoles decisiones estrambóticas. En la Alemania nazi, la penuria provenía de la guerra, no de la voluntad de sus dirigentes.
Según un informe de la asociación budista Good Friends, tres millones de coreanos habrían muerto entre 1994 y 1999 víctimas de una hambruna cuya única explicación es el propio comunismo, aunque sus dirigentes se la hayan atribuido a las inundaciones de 1994. Un subterfugio tan viejo como el comunismo consiste en imputar sus propios efectos desastrosos a las inclemencias naturales. Mengistu lo utilizó muy bien en Etiopía durante diez años. La escasez coreana no impidió a Pyongyang obtener el dinero necesario para desarrollar una industria nuclear de guerra, alegando que en realidad se trataba de una industria nuclear de paz, indispensable para la producción de energía. De acuerdo con la costumbre democrática de resignarse ante tales amenazas, en lugar de aprovecharse de la posición de debilidad de Corea del Norte, Estados Unidos se ofreció de inmediato a proporcionarle, además de ayuda alimentaria, reactores nucleares civiles y petróleo gratuito, todo a cambio de que abandonara la industria militar. No menos acorde con las costumbres comunistas, Corea del Norte se embolsó los regalos —que, como ya es clásico, se destinaron al confort de los dirigentes y no a las necesidades del pueblo— y trabajaron con más ahínco en su bomba atómica, en secreto, en lugares subterráneos. Rechazaron cualquier inspección a no ser que se les pagara por llevarla a cabo. Sus dirigentes, cada vez más exaltados a medida que su población estaba más hambrienta, llegaron incluso a amenazar con destruir Estados Unidos y borrar del mapa “de una vez por todas” a América[86]. En esa tierra prometida del comunismo dinástico, el “líder bien amado” Kim Jong Il, lo mismo que su difunto padre, Kim Il Sung, se comporta como fiel discípulo de Stalin y de Mao. Pero lo penoso es que las democracias no reconocen el pasado cuando se disfraza de presente.
Vemos, pues, que el beneficio de no inventario de que gozan los comunismos pasados, y el pasado de los comunistas presentes, sirve de soporte a la indulgencia con que tratamos a los regímenes de su obediencia que todavía están en pie. Los dos maquillajes se complementan. De ahí las resistencias a un conocimiento demasiado preciso de la historia y de la actualidad. Dicho conocimiento, si fuera imparcial y dada la filosofía hoy preponderante de los “derechos humanos”, nos llevaría a armonizar nuestros criterios políticos con nuestros principios morales. Nos obligaría a la universalidad en la condena de crímenes idénticos, algo que queremos evitar por encima de todo.
Si la izquierda es presa del mismo “estupor” cada vez que un nuevo libro le vuelve a enseñar que Lenin fue tan criminal como Stalin, e incluso más, es porque se había apresurado a olvidar el libro anterior.
Los pensadores autorizados se quedaron estupefactos con el Lénine de Hélène Carrère d’Encausse en 1998[87]. ¿En tan pocos meses había escapado de sus mentes el recuerdo de la sacudida que les había infligido el año precedente El libro negro? Tampoco les quedaba ningún rastro del pasmo que les había causado en 1982 la tesis de Dominique Colas, Le Léninisme[88]. Como no les había dejado ningún estigma psíquico la violenta conmoción que les produjo en 1975 El terror bajo Lenin de Jacques Baynac[89], obra en la que se calcula el número de víctimas debidas a la benevolencia leninista, de 1918 a 1920, en unos dos millones y medio de muertos. Por lo demás, los intelectuales progresistas sufrieron el choque original en el momento mismo en que esos crímenes se estaban cometiendo pues la Liga de los Derechos Humanos ya tenía pleno conocimiento de ellos en 1918, en París, como demuestra Christian Jelen en La ceguera voluntaria[90], aunque fue un golpe del que se repusieron rápidamente. Esos amigos del género humano y de Lenin no han dejado, pues, de ir de sorpresa en sorpresa, sin que por ello se agotara su capacidad de quedarse fulminados por el pasmo cada vez que se les recordaba unos acontecimientos conocidos desde hacía tiempo. Cuando se trata de comunismo, su memoria se convierte en un colador. Rechazar la historia con tan infatigable tenacidad sirve a un doble propósito: negar o atenuar la responsabilidad, al menos intelectual, de sus partidarios y cómplices de antaño; lograr que prevalezca la imagen del nazismo como único totalitarismo intrínsecamente criminógeno. Además, los dos aspectos de la receta son recíprocos. Puede leerse en los dos sentidos. Por esa razón se perpetúan en los medios de comunicación y en las instituciones culturales del mundo democrático las versiones falaces de la historia que el comunismo forjó sobre sí mismo en el momento de máxima dominación.
De este modo, en 1990, la Unesco organizó una celebración de la “memoria” de Ho Chi Minh con motivo del centenario del nacimiento del dictador. Todos los temas de dicha conmemoración reproducen sin ningún tipo de examen las falacias de la vieja propaganda comunista provietnamita de los años sesenta y el mito de Ho Chi Minh fabricado en su tiempo a base de ocultación e invenciones de los “órganos”. Las siglas Unesco significan “Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura”. Si la Unesco sirviera a la ciencia habría convocado a auténticos historiadores que no hubieran podido por menos que dejar por los suelos la leyenda forjada para transfigurar a Ho Chi Minh. Si sirviera a la educación, no se habría puesto al servicio de un lavado de cerebro totalitario. Si sirviera a la cultura, en lugar de a la censura, no habría cerrado a cal y canto ese coloquio para impedir cualquier falsa nota “anticomunista visceral”. Antes de que se celebrara el acontecimiento, y poco convencido ante esa “memoria” con salsa Unesco, Olivier Todd, uno de los mayores especialistas mundiales en Vietnam, donde estuvo varios años como enviado especial e incluso fue hecho prisionero por el Vietcong, dedicó un estudio al “mito Ho Chi Minh” en el que deplora “la extraordinaria ingenuidad adulona de numerosos publicistas y diplomáticos, prueba de las manipulaciones políticas en el seno de la Unesco. Esta organización internacional, que emana de la ONU, se dispone a celebrar a Ho Chi Minh como un ‘gran hombre de Estado’, un ‘hombre de cultura’, un ‘ilustre liberador’ de su pueblo. Se ha invitado a la comunidad internacional a subvencionar la elevación a categoría de héroe y de mito del ‘Tío’ comunista, y ello va a tener lugar al año del paso del comunismo mundial al basurero de la Historia”[91].
Esta broma de la ONU era tanto más divertida cuanto que había pasado tiempo más que suficiente para que afloraran los rasgos fundamentales del régimen surgido del pensamiento de Ho Chi Minh, primero en Vietnam del Norte y después, tras la caída de Saigón en 1975, en todo el país. Unos rasgos que no se distinguían en absoluto de los del estalinismo más opresor. Ese parecido no había pasado desapercibido ni siquiera para un admirador de Ho Chi Minh como el escritor y periodista Jean Lacouture. Cuando la revista L'Histoire[92] le preguntó: “¿También fue la ignorancia la que le llevó a equivocarse respecto a Vietnam del Norte?”, respondió: “No, sobre este tema estaba informado. Lo que les falta a mis artículos de entonces es la mención constante del carácter estalinista del régimen”. No está muy claro qué otro “carácter” podía haber tenido dado que su fundador, que surgió a la luz del día en 1945 bajo el nombre de Ho Chi Minh, era agente internacional del Comintern desde hacía tres décadas bajo la identidad de Nguyen Ai Quoc. La apertura de los archivos soviéticos nos ha permitido conocer mejor su carrera oculta y su auténtica misión en Indochina[93]. Indiferente a esos documentos que renuevan nuestros conocimientos históricos, la Unesco, siempre con su original manera de servir a la “ciencia”, parece ignorar además que, desde 1975, el régimen comunista vietnamita había hecho realidad al pie de la letra todas las predicciones que desde el comienzo hizo Solzhenitsin en una memorable emisión del programa de televisión “Apostrophes”. Su lucidez le valió entonces el sarcasmo de la izquierda. ¿Tenía la Unesco, en 1990 cuando ya se sabía toda la verdad, el derecho moral de celebrar una misa tan ciegamente laudatoria en memoria de Ho Chi Minh? Durante quince años, el régimen inspirado en sus enseñanzas había ido pasando una a una las cuentas del lúgubre rosario de las hazañas del “ogro filantrópico”, como decía Octavio Paz: terror policial, ejecuciones sumarias, condicionamiento ideológico, campos de concentración en los que el índice de mortalidad era mayor o menor en función de su emplazamiento geográfico y del grado de severidad de la “reeducación”, torturas, penuria, huida de la población, esta vez por mar (lo mismo que entre China y Hong Kong durante la Revolución cultural), martirio de los boat people, gran número de los cuales murieron ahogados o asesinados por piratas. Siendo prudente en el cálculo, se pueden estimar en más de un millón los muertos, víctimas directas o indirectas del régimen, desde abril de 1975. Mientras se realizaba este remake de un guión “culto”, los ministros y otros políticos occidentales —a cuya cabeza se hallaban los franceses— se inclinaban a Hanoi con un aire falsamente ingenuo, para entregar el dinero de los contribuyentes capitalistas a los nomenklaturistas locales, quienes —otra característica de todos los comunismos— se revolcaban sin vergüenza en la corrupción más indecente. Nuestros ministros llevaban su cinismo hasta el extremo de acusar de “reaccionarios” a los franceses de origen vietnamita que tenían el valor de escandalizarse ante su ruinosa servidumbre a ese trono del despotismo asiático.
A pensamiento único, comportamiento único. Juzguen si no. Jacques Toubon declaró cuando condecoró, como ministro de Cultura y Comunicación de un gobierno de derecha, a la escritora Duong Thu Hyong: “Desde su más tierna infancia usted sufrió al invasor japonés y el colonialismo francés. Pero fue el imperialismo americano el que le llevó, a la edad de veinte años, a ponerse al servicio de la lucha por la independencia y la reunificación de su país [las cursivas son mías]… Es natural que nuestros dos países, que actúan juntos en la escena internacional, que son socios importantes del mundo francófono —Hanoi tiene el propósito, además, de ser anfitrión en 1997 de una cumbre de jefes de Estado y de gobierno que comparten el francés— desarrollen una relación privilegiada en el ámbito de la literatura. Os impongo, pues, con agrado las insignias de caballero de las Artes y las Letras”. Una advertencia para los jóvenes: aunque en este memorable discurso sobre la evolución del sureste asiático desde 1945, Jacques Toubon haga suyas las fábulas comunistas (las de la época de Bréznev, no de Gorbachov), jamás ha pertenecido a la Internacional. Actuó, pues, más por conformismo que por convicción. Sin embargo, su anuencia no le evitó sufrir el vilipendio de Hanoi ya que Duong Thu Hyong, menos dócil que las autoridades francesas que la condecoraban y, pese a haber sido miembro del Partido Comunista Vietnamita, tuvo el valor de decir en su discurso de agradecimiento: “Ho Chi Minh es el ídolo del pueblo vietnamita pero no es mi ídolo”. La oligarquía del PCV llegó prácticamente a acusar a nuestro ministro de Cultura de ser cómplice de una operación de desestabilización del Estado vietnamita. Justa compensación a los mil millones de ayuda francesa…
Si nada de lo que se había sabido sobre el comunismo en veinte años había hecho mella en el intelecto de la Unesco o de los dirigentes políticos occidentales, ¿por qué iban a estar mejor informados o ser más honestos los medios de comunicación? Su papel “crítico”, tal y como ellos lo conciben, consiste normalmente en reproducir tal cual las “críticas” que se consideraban anticonformistas en la época de sus padres…, o de sus veinte años. Es lo que llaman tener sentido de la historia. Así, el 20 de febrero de 1995, la cadena franco-alemana Arte emitió, a las 20.40 horas, un “Gran documental” de más de una hora titulado Vietnam después del infierno. Se trataba de un film de propaganda grosera, ni siquiera hábil, que muy bien podrían haber confeccionado los servicios de comunicación más esclerosados de los burócratas de Hanoi. Se puede criticar la política francesa en Indochina hasta los acuerdos de Ginebra de 1954. Se puede criticar la política de Estados Unidos en Vietnam tras su intervención, debida a la violación de dichos acuerdos por Vietnam del Norte. En su momento, ni en Francia ni en Estados Unidos se dejó de hacer ninguna de las dos críticas. Pero lo que se plantea en 1995, año del “documento” de Arte, la cuestión con la vista puesta en el presente, es ésta: ¿los regímenes que se instauraron en Vietnam, en Camboya y en Laos tras la derrota occidental fueron realmente regímenes de liberación? ¿No fueron más bien regímenes de esclavitud y, especialmente en el caso camboyano, regímenes de genocidio? ¿Se puede sacar el significado histórico y político del período 1945-1975 si se hace abstracción de lo que de él ha resultado, es decir, del balance del período 1975-1995? Respuesta: sí, porque ésa fue la proeza de la cadena Arte. Su “ángulo de memoria” equivale a juzgar el régimen nazi haciendo abstracción de la Noche de los Cristales Rotos, de Oradour y de Auschwitz; ¿qué valor histórico y ético puede tener la incesante evocación del genocidio nazi si sirve para acallar a los que evocan los genocidios comunistas? Y el recíproco no existe: ninguno de los historiadores de los genocidios comunistas intenta ocultar los genocidios hitlerianos, a no ser los providenciales Le Pen y Faurisson, que no son representativos de casi nadie y a quienes condenan casi todos. A pesar de todas las negaciones, siempre volvemos, pues, a esa introducción solapada del postulado: los crímenes “de izquierda” no son crímenes; sólo lo son los crímenes nazis y los de Pinochet.
Es lo que ha suscrito oficialmente la justicia francesa con motivo del “caso” Boudarel. Georges Boudarel, militante comunista durante la guerra de Indochina, ejerció, de 1952 a 1954 las funciones de “reeducador” de sus propios compatriotas, prisioneros franceses, en un campo del Vietminh[94]. Como los acuerdos de Ginebra provocaron un ajuste de personal en esa profesión, Boudarel se encontró en el paro y se puso al día en la enseñanza para terminar como profesor de Historia en la Universidad París VIII donde, como tuvieron el rostro de decir algunos de sus colegas en su defensa, “era muy estimado como especialista… en cuestiones vietnamitas”. Un día, durante un coloquio público, fue reconocido por unos ex prisioneros supervivientes del campo 113 en el que había ejercido su talento (70 por ciento de muertos) quienes, el 3 de abril de 1991, interpusieron una querella contra él por crímenes contra la humanidad. Inmediatamente, la izquierda se moviliza: artículos y peticiones por doquier a favor de Boudarel. La justicia francesa —independiente del poder del Estado pero no del poder ideológico— no fue sorda a esa campaña, dictada por tan elevado sentido de los derechos humanos. El 1 de abril de 1993, el Tribunal Supremo rechazó el recurso de los antiguos prisioneros del campo 113. Declaró que se había cometido un error al considerar que los hechos de los que se acusaba a Georges Boudarel constituían crímenes contra la humanidad (y, por tanto, que no habían prescrito y a los que no afectaba la ley de amnistía de 1966) pues, dice el tribunal, “los crímenes contra la humanidad son crímenes cometidos durante la II Guerra Mundial por parte de los países europeos del Eje”. No sólo se trata de una falsificación de la historia sino de un llamamiento al asesinato. ¿Para qué preocuparse si no son punibles los crímenes contra la humanidad cometidos tras la II Guerra Mundial y por otros Estados criminales que no sean las potencias del Eje? ¿Todos los demás asesinos tienen de antemano asegurada la impunidad? ¿Por qué se persigue entonces a Pinochet o a Milosevic?
Como ministro de Educación Nacional cuando tuvo lugar este excepcional número de monos amaestrados, un Lionel Jospin ya mutante salvo el honor de la izquierda. Cuando le pidieron que apoyara a ese torturador buenazo, para muchos el único mártir, respondió: “Pienso que la opción del anticolonialismo era justa. Comprometerse con el bando de los que, al fin y al cabo, eran enemigos de nuestro país, a pesar de lo que, en el fondo, se piense sobre la necesaria evolución del imperio colonial, es una decisión que ahora no voy a juzgar, pero que no hay obligación de tomar aunque se sea anticolonialista”. Ahora veamos la conclusión —por desgracia muy aislada— del futuro primer ministro, unas palabras que hicieron que en mí renaciera la esperanza de que quizá podía un día resucitar en Francia una izquierda a la que yo podría de nuevo pertenecer: “Pero sobre todo”, prosiguió Jospin, “nada puede justificar, en mi opinión, que un intelectual, un profesor, se convierta en el capo de un campo de prisioneros, de un campo de concentración en el que morían hombres que pertenecían a su propio país. Siento que ese hombre no se merece ningún comité de apoyo”. El simple empleo de la palabra capo rompe el tabú que prohíbe la comparación.
¿Habían leído esta profesión de fe los magistrados del Tribunal Supremo cuando redactaron sus considerandos? Para medir la amplitud de la falsificación o, en el mejor de los casos, de la incompetencia histórica y jurídica de la que dichos considerandos dan muestra, basta releer el texto fundador del tribunal de Nuremberg en el que se definían “los crímenes contra la humanidad que son el asesinato, el exterminio, la reducción a esclavitud, la deportación y todo acto inhumano cometido contra toda población civil antes o durante la guerra; o bien las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos”. Los crímenes cometidos contra los prisioneros de guerra son susceptibles de la misma definición.
Michel Moracchini, asistente de Casamayor, un miembro francés del tribunal de Nuremberg, añade comentando este texto: “El profesor Donnedieu de Vabres, miembro francés de esta jurisdicción, siempre subrayó en sus comentarios el carácter universal, independiente de las circunstancias de tiempo y lugar, del concepto de crímenes contra la humanidad. Todos los que han escrito o trabajado sobre este tema, incluida la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, han estado de acuerdo con él y se han inspirado en sus ideas”[95].
Limitar la definición a las potencias del Eje y sólo al periodo de la guerra es, pues, contrario a toda la evolución del derecho que tuvo lugar después de Nuremberg y que recientemente ha desembocado en la instauración de un Tribunal Penal Internacional[96]. Es, además, tan absurdo como lo sería limitar, en derecho común, el asesinato con premeditación a los actos cometidos durante el período, pongamos, del 1 de enero de 1930 al 31 de diciembre de 1935, y, además, con la condición de que el asesinato haya tenido lugar en los departamentos cuyos números vayan del 1 al 30. Semejante tontería por parte de unos juristas tan eminentes sólo la explica el postulado, imperativo, subyacente y omnipresente, de que los crímenes comunistas no deben en ningún caso clasificarse en la categoría de crímenes contra la humanidad, ni siquiera en la de crímenes realmente existentes.
Una verificación experimental de hasta qué punto este postulado es todopoderoso se produjo con motivo de la demanda de extradición de Pinochet por un juez español. Usándolo como precedente, los vietnamitas de la diáspora tuvieron la idea, durante el tercer trimestre de 1998, de presentar una querella contra cierto número de dirigentes de Hanoi. La respuesta fue que no se podía admitir a trámite porque los casos que habían presentado entraban dentro de la prescripción que afecta a los actos que se remontan a más de diez años, incluso los asesinatos, torturas y secuestros de que habían sido víctimas los padres de los querellantes. Los actos del mismo tipo que se le imputan a Pinochet también se remontan a hace más de diez años. La conclusión es que los crímenes contra la humanidad no prescriben cuando los comete un dictador clasificado como “fascista” y, de repente, prescriben cuando los autores son comunistas. La doctrina de la “excepción comunista” es muy clara, pero viola tanto las leyes internacionales en vigor como el nuevo Código Penal francés[97].
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La ambivalente actitud de los dirigentes y los medios de comunicación democráticos frente a los totalitarismos alcanza la cima del cinismo y comicidad políticos en sus relaciones con Fidel Castro. En efecto, en nuestras democracias no se ignora prácticamente nada de las violaciones de los derechos humanos debidas al caudillo de La Habana. La prensa, incluso de izquierda (excepto la propiamente comunista y Le Monde diplomatique) no oculta ya el carácter ferozmente represivo de su régimen policial. Y, sin embargo, Castro es invitado, recibido y agasajado por doquier. Los primeros ministros, los obispos y hasta el Santo Padre hacen cola para tener el honor de ser recibidos por el barbudo sanguinario. El bufón exterminador les toma el pelo con promesas vanas, de esas que les entusiasman a los idiotas útiles. Los ilusos se despiden dando encantados una rueda de prensa en la que se felicitan por las buenas intenciones del dictador. Y apenas su avión ha despegado cuando una vuelta de tornillo suplementaria de la policía cubana pone en ridículo su patética credulidad. Es lo que podría llamarse la paradoja cubana. La izquierda protege a Castro sin que ello signifique que alimenta ninguna ilusión hacia él. Este es incluso el título de un excelente artículo de Le Monde: “Cuba: la fin d'une illusion”.[98] Se me podrá decir que esperar a 1999 para perder la ilusión sobre Cuba no es síntoma de una excepcional precocidad. Pero estamos tan poco habituados a que se viole el tabú que protege las dictaduras marxistas, pasadas o presentes, que uno no puede por menos de alegrarse al verlo de vez en cuando superado. El autor del artículo, Alain Abellard, nos enseña en él cómo la represión aumenta en la isla. Una evolución, añadiría yo, que va exactamente en la dirección opuesta a la que nos anuncian desde hace cuarenta años los amigos de Cuba. “Ya ni siquiera se tolera una oposición moderada”, precisa Abellard. Un nuevo texto legal castiga con veinte años de prisión “la colaboración directa o a través de terceros con los medios de comunicación extranjeros”.
¡Y con razón! Algunos medios se han liberado de la consigna de silencio que prohibía la mínima mención a las torturas y ejecuciones, normales en Cuba. El 8 de enero de 1999, la cadena Arte emitió[99] un documental sobre el juicio amañado que tuvo lugar en 1989 por el que Castro condenó a muerte a cuatro de sus generales con el pretexto de que traficaban con droga —tráfico del que el dictador era jefe y principal beneficiario—. Razón por la cual Forbes Magazine, en su lista anual de las principales fortunas del mundo, evalúa la de Castro en unos dos mil millones de dólares. En realidad, los cuatro generales fueron inmolados por haber osado criticar la masacre de la juventud cubana provocada por las intervenciones en Etiopía y Angola, por orden soviética. El estalinoide del Caribe organizó en La Habana un juicio, copia de las comedias sangrientas que antaño se llevaban a cabo en Moscú, Budapest o Praga, una reconstrucción tropical de La confesión. En efecto, tras prometer al general Arnaldo Ochoa y sus compañeros que les perdonaría si “confesaban”, lo que hicieron con ingenua confianza, les mandó fusilar. Y como buen aficionado, asistió en persona a la ejecución de los seudo-“traidores” a través de un vídeo.
A diferencia de las ejecuciones de la URSS, Checoslovaquia, Bulgaria o Hungría, que les valieron a sus instigadores los aplausos de la Liga de los Derechos Humanos, y la perspicaz conformidad de un ramillete de escritores e intelectuales célebres de Occidente, la reposición de la macabra obra bajo la dirección de Castro no tuvo el éxito, y ni siquiera la discreta connivencia, que esperaba. Incluso el semanario de televisión más a la izquierda de Francia, Télérama[100], publicó, antes de la emisión de Arte, una entrevista con la hija del general Antonio de la Guardia, fusilado junto con Arnaldo Ochoa el 13 de julio de 1989. Basándose en el precedente Pinochet, del que toda la prensa hablaba a finales de 1998, Ileana de la Guardia anunció su intención de querellarse contra Castro por el asesinato de su padre y por el encarcelamiento arbitrario de su hermano, condenado a veinte años… por no haber denunciado a su padre. La obligación de denunciar a los miembros de la propia familia es también un rasgo, otro más, común al sistema nazi y a los sistemas comunistas.
Al invocar las diligencias contra Pinochet, la hija de uno de los cuatro generales asesinados da muestras de no haber entendido todavía el funcionamiento moral y mental de la izquierda internacional —y de la derecha, que, petrificada por el canguelo, se limita generalmente a seguir los pasos de la izquierda—. Como Boudarel, y por las mismas razones, Castro no puede ser procesado. Fue el azar, es decir, la accidental coincidencia entre la orden de detención contra Pinochet, entonces en una clínica de Londres, y la cumbre anual iberoamericana que en ese momento se celebraba en Oporto la que instaló el impresionante telón de acero jurídico que separa la criminalidad de izquierda y la de derecha. Fidel Castro se pavoneaba en dicha cumbre ante las tiernas miradas de los otros ministros y jefes de Estado hispánicos y lusitanos. ¡Qué tristeza ver a un hombre tan respetable como el rey de España, un campeón de la democracia, dar la mano a uno de los peores enemigos de la libertad! Tan repugnante como los abrazos que le prodigó, en otras circunstancias, en París, el presidente de la Asamblea Nacional francesa. No hay que decir que al juez español que había dictado la orden contra Pinochet ni siquiera se le pasó por la cabeza hacer lo mismo contra Castro y aprovechar la presencia en Europa del dictador cubano para acelerar la operación. Esa púdica discreción transformaba instantáneamente en impostura la acción contra Pinochet. Una vez más, se ponía de manifiesto que la eventual culpabilidad de los responsables políticos no se aprecia con la vara de los crímenes contra la humanidad, efectivamente cometidos, sino con la del color político de la ideología en nombre de la cual se han cometido.
A diferencia de la tarjeta postal turística que se tragan los tontos, Cuba no abriga una dictadura campechana edulcorada por el clima tropical, sino una réplica de los métodos estalinistas cuya dureza jamás se ha relajado. Desde 1959 han sido fusilados en la isla de quince a diecisiete mil prisioneros políticos. Sólo durante 1974 perecieron en el mar siete mil cubanos que intentaban huir de la isla, esos balseros que “votan con sus remos” y cuyas frágiles embarcaciones Castro bombardea desde helicópteros. A título de macabra comparación, se calcula en un total de 3.197 las ejecuciones debidas a la DINA (policía política chilena) durante toda la dictadura de Pinochet. Nadie pone en duda que la cantidad no es un criterio moral. Que un único asesinato basta para constituir el crimen contra la humanidad de un régimen o de un dictador. Pero el mayor o menor número de esos crímenes permite medir el peso real del terror que ejerce una dictadura y debería llamar más la atención de aquellos cuya profesión es informar. Recordar que Castro mandó fusilar a 17.000 personas en un país de 10 millones de habitantes y Pinochet a 3.197 en uno de 15 millones permite comparar un terror con otro, sin excusar por ello a ninguno de los dos. En Cuba hay todo tipo de prisiones, más o menos atroces, en las que se emplea la tortura como medio cotidiano de mantener el orden. Hay todo un abanico de campos a la vez de concentración, reeducación y trabajo “de régimen severo”, copias fieles del modelo soviético de la gran época. Hay, como en la Alemania de Hitler, campos especialmente reservados a los homosexuales, otros a los enfermos de sida, como quería Le Pen para Francia en 1987, con gran indignación de la izquierda. No me alargaré más en esta lúgubre contabilidad cuyo detalle se puede encontrar en El libro negro del comunismo[101]. Insistiré, en cambio, sobre la originalidad de las reacciones extranjeras ante el fenómeno cubano. En el caso de los otros comunismos, la táctica defensiva de la izquierda consistía en negar la evidencia y ocultar los testimonios. En el caso de Cuba, si dejamos de lado a algunos marginales, la izquierda ni siquiera se molesta en hacerlo. Admite los hechos. Menos afortunada o menos peligrosa que China, Cuba no se escapó en 1998 de una condena de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU: 21 votos contra 20 y 12 abstenciones. Hay un dato que no es indiferente: la resolución fue presentada por Polonia y la República Checa. Y, sin embargo, la izquierda francesa persiste en su actitud protectora hacia el estalinismo cubano. Se preocupa de salvaguardar la inmunidad de que disfruta Castro. Me siento incluso tentado a decir: ¡al menos antes mentía! Ahora reconoce que el régimen castrista se apoya totalmente en las mayores violaciones de los derechos humanos y, sin embargo, no le retira su solidaridad. Es casi peor. No toda la gente de izquierda suscribe las palabras de Danielle Mitterrand: “Cuba representa el súmmum de lo que el socialismo puede hacer”, frase que constituye la condena más abrumadora del socialismo jamás enunciada. Pero todos —también la derecha— confirman cada vez más su adscripción a este principio (ya respetado en el caso de los antiguos jefes de los jemeres rojos y de Erich Honecker): aunque se sepa todo acerca de sus crímenes, el verdugo totalitario “de izquierdas” debe permanecer exento de las penas e incluso de la censura que, por “deber de memoria”, se debe infligir a los verdugos totalitarios “de derecha”.
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La excepción cubana lleva a los amigos del caudillo a reivindicar la acusación en lugar de rechazarla. “Sabemos que Castro es un asesino, pero es de los nuestros. No se atreva a tocar a mi colega”. Pero esta aceptación de la realidad no llega a abarcar el ámbito de la economía, en el que la izquierda —también en esto seguida religiosamente por la derecha— niega con rabia la constatación del desastre cubano. Para los socialistas, la miseria no puede, no debe, tener otra causa que el capitalismo y el mercado. Así, nos machacan los oídos hablándonos de la pobreza de Marruecos, país donde, aunque hay pobreza, nunca han faltado los bienes de primera necesidad, mientras que se pasa de puntillas por la penuria, crónica desde hace tres décadas, de Argelia, país potencialmente mucho más rico e improductivo gracias al socialismo. Para disimular o exorcizar la pesadilla permanente de las economías administradas, los socialistas les han lavado la cara al describirlas o forjado explicaciones fantasiosas.
La guinda de ese lavado de cara fueron las visiones místicas de la economía de Alemania del Este que corrían por las redacciones antes de la caída del Muro. En Le Monde del 18 y 19 de mayo de 1976, Manuel Lucbert publicó en dos capítulos un artículo titulado “La RDA, quinta potencia de Europa”. En él se puede leer que ese país “representa la forma más lograda de un socialismo ciertamente autoritario pero desarrollado”, en el que “el guante de terciopelo” del consumo hace que se acepte el “guante de hierro” político.
Todos los que viajaron a la RDA durante los quince últimos años de su existencia sabían a qué atenerse con sólo ver el estado de deterioro del país: edificios que se caían a pedazos hasta el punto de que había que tender cuerdas a lo largo de las aceras para impedir que los peatones pasaran por debajo, por miedo a que les cayera un cascote en la cabeza; infraestructuras deplorables; industria inadaptada, que trabajaba con máquinas de los años veinte y que escupía por sus viejas chimeneas una contaminación negruzca y venenosa. Inmediatamente después de la reunificación alemana, la izquierda atribuyó ese cataclismo socialista a… ¡la entrada en la economía de mercado! No olvidemos que entre 1990 y 1998 se transfirieron a los länder del Este 1,3 billones de marcos, es decir, cada año, el equivalente a un tercio del presupuesto anual de Francia. A ese dinero público hay que añadir las inversiones privadas. En 1999, a pesar de ese flujo de capitales, los länder del Este, que, por otra parte, han mejorado considerablemente, no habían alcanzado el nivel de vida de la ex Alemania del Oeste. Así de difícil es curarse del socialismo.
Y a sus aduladores también les cuesta. Michel Tournier, copiando, por otra parte, un libro de Lothar de Maizière, último primer ministro de la ex RDA, afirma plácidamente que la Alemania del Este era una “zona de prosperidad” y que Konrad Adenauer, que “lanzó la República federal en brazos de la americanización, será considerado como uno de los jefes políticos más nefastos de este siglo”[102]. Esa “prosperidad” notoria incitaba a Lucbert a finalizar en 1976 su artículo de Le Monde en estos términos: “Frente a una Alemania del Oeste marcada por el paro y la violencia, el contramodelo del Este ha fortalecido su credibilidad”. En 1976, el paro en la RFA era inferior al 5 por ciento de la población activa —y en lo que a la violencia se refiere, Lucbert estaba pensando sin duda en la banda Baader, llamada Fracción del Ejército Rojo, tan apreciada por Jean Genet, Jean-Paul Sartre y por toda una intelligentsia parisina—. Hoy sabemos por los archivos de la Stasi que esa organización terrorista era una creación de los servicios secretos de la RDA y que recibía a menudo órdenes directas del propio Erich Honecker.
En el caso cubano, el lavado de cara está desaconsejado. Demasiados turistas visitan la isla y son testigos de la penuria reinante. La mascarada consiste aquí en atribuir la penuria cubana a una causa imaginaria. En los otros países del socialismo real esa causa generalmente era de orden meteorológico. Se volvió a exponer cuando, en 1997, diez mil niños murieron de hambre en Corea del Norte: Pyongyang invocó una desconcertante mezcla de lluvias torrenciales y de sequía. En Cuba es imposible acusar al clima. El santo y seña salvador hay que conectarlo, pues, con la acción humana. Pero no se preocupen: no se trata de la acción socialista. ¡Ningún fracaso socialista puede ser imputable al socialismo! El origen siempre es externo a la economía administrada. A falta de la meteorología, la izquierda ha encontrado otra explicación del marasmo cubano. Se dice con una sola palabra, una palabra sagrada: bloqueo. Incluso en un testimonio muy crítico respecto a Cuba de François Maspero publicado en Le Monde (6 de julio de 1999), “Le bel hier et les ombres d’aujourd’hui”, se puede leer como presentación: “Hace treinta y cinco años, François Maspero creyó ver en Cuba otra manera de vivir. El bloqueo sigue presente, Castro también” (la cursiva es mía).
No pretendo hacer aquí la historia de Cuba y de los otros países comunistas. Es demasiado banal y demasiado conocida. Hago un bosquejo del cuadro de los mecanismos psicológicos que llevan a tantos y tan buenos razonadores a absolver el hambre, la tortura y el crimen con la única condición de que la causa sea comunista. Esta investigación me condena a la triste tarea de tener que volver una y otra vez sobre monótonas verdades, por lo que pido al lector que me perdone ese descorazonador aburrimiento repetitivo. No soy el autor de esas realidades, sólo soy el escriba.
La trampa elaborada con el fin de disculpar a Castro consiste en jugar con la confusión entre “bloqueo” y “embargo”. Se trata de hacer creer que a Cuba, que en 1959 ocupaba el tercer lugar en nivel de vida de toda América Latina, justo detrás de Uruguay y Chile, con el mayor índice de alfabetización y médicos por mil habitantes, no la arruinó el socialismo sino el “bloqueo americano”.
Abramos el Petit Larousse: “Bloqueo: cerco de una ciudad, de un puerto, de todo un país para impedir su comunicación con el exterior y su avituallamiento. Bloqueo económico: conjunto de medidas tomadas contra un país para privarle de toda relación comercial” (la cursiva es mía). Es una realidad flagrante que Cuba jamás ha sido objeto del menor “bloqueo”. Es objeto de un embargo que afecta exclusivamente a las relaciones comerciales con Estados Unidos. Un embargo, precisa el Larousse, es “la suspensión de las exportaciones de uno o varios productos hacia un Estado como sanción o medio de presión”. Estados Unidos decidió no vender ni comprar ningún producto a Cuba. Jamás cercaron la isla para cortarla de cualquier posible relación con el exterior. Un Estado, lo mismo que un particular, es libre de elegir sus clientes y sus proveedores. ¿Por qué ese contrasentido del “bloqueo” aparece regularmente incluso en los periódicos más serios?
No sólo Cuba fue mantenida con generosidad hasta 1991 por la Unión Soviética, que le compraba su azúcar a un precio más alto que el mundial y le entregaba petróleo a un precio inferior al mundial, sino que la isla siempre ha sido libre de comerciar con América Latina, Canadá y Europa, especialmente España. Estos países proveedores han manifestado normalmente una “comprensión” respecto a los plazos de los pagos, cuando no al pago mismo o a su ausencia, que linda con la ayuda económica. Los inversores extranjeros son numerosos en Cuba. Fidel Castro, en la inauguración de la XVI Feria Internacional de La Habana, en 1998, se felicitaba por la presencia de más de 1.400 firmas extranjeras, síntoma, decía, del fracaso del “bloqueo americano”[103]. Además, Cuba recibe del exterior una ayuda propiamente dicha —varios miles de millones de dólares anuales— bajo la forma de donaciones de la ONU y de diversas organizaciones no gubernamentales, a las que se añade el dinero (unos mil millones de dólares anuales) que envían los exiliados a sus familiares que se han quedado en la isla, contribuyendo así a que el nivel de vida no caiga aún más bajo de lo que está. Todo ello hace de Cuba, con una población apenas superior a diez millones de habitantes, uno de los países que más ayuda reciben del mundo. Si, a pesar de ello, su economía está inmersa desde hace cuarenta años en un marasmo incurable es debido a la falta de viabilidad del sistema y no a ningún “bloqueo”, al que se ha demonizado tanto más cuanto que no existe.
Pero se puede apostar a que, el día del naufragio definitivo, cuando, en el postcastrismo, también Cuba se vea forzada a regresar a la economía de mercado, la lentitud de su curación y sus persistentes enfermedades socialistas se atribuirán a los… excesos del liberalismo.
Con motivo de su viaje a Varsovia, el 16 de julio de 1999, Lionel Jospin exhortó a los polacos a “desconfiar de la ideología”. Naturalmente se trataba de la “ideología” liberal. Una vez más, un socialista da muestras de no haber entendido que el liberalismo no es una ideología. Aparte de lo chusco que es ver a un marxista o ex marxista poner en guardia contra los ideólogos a las antiguas víctimas del comunismo, sus consejos no son oportunos en Polonia, ya que, como saben los observadores, de todos los países sovietizados es el país en el que, desde la vuelta a la libertad, el mercado ha dado mejores resultados. El “pragmatismo” al que Jospin exhortaba a adherirse sólo podía significar, dado el contexto, la vuelta a “más Estado”. El pecado supremo sigue siendo, pues, el beneficio. El periodista de la emisora de radio en la que yo escuchaba esta información abundaba, además, en el sentido de nuestro primer ministro. Estigmatizaba el “utilitarismo” y el “materialismo” actuales de los polacos. Lo que significa que los potentados que habían erradicado, en los viejos y buenos tiempos, esa economía de mercado, los Gomulka o los Gierek, eran modelos de desinterés, místicos que irradiaban la más alta espiritualidad.
Nadie duda que la nueva economía polaca ha atravesado y atravesará crisis. Los socialistas no dejarán con ese motivo de proferir gritos denunciando en ese fenómeno el fracaso del liberalismo “salvaje”, como lo hicieron cuando la crisis asiática, hoy reabsorbida. La economía liberal, evidentemente, no marcha siempre. ¿Pero qué es mejor? ¿Adoptar una economía que no marcha siempre, como la economía liberal, o una economía que no marcha nunca como la economía socialista?
La memoria socialista no sólo está truncada en el ámbito de la criminalidad totalitaria. También lo está en el ámbito económico. Así, el movimiento de la ultraizquierda francesa, bautizado “Droits devant”, ve en su libertad de inversión y de circulación internacional de los capitales, inherente a la mundialización, un ejemplo de “la barbarie liberal y de un mundo basado en la tiranía del mercado”[104]. Hay que deducir, pues, que para el autor de esta frase, las economías colectivistas han sido civilizaciones refinadas y que, en ellas, la sustitución del mercado por la distribución autoritaria de los recursos ha engendrado regímenes políticos de libertad. Una vez más, la amnesia llega hasta el límite de constituir una provocación. Los enemigos de la economía liberal quieren olvidar que su modelo ha sido experimentado. Que incluso todavía se aplica en algunos países fósiles. ¿Ignoran su resultado? Cuesta creerlo. ¿Saben que la miseria de numerosos países subdesarrollados proviene también de que los dirigentes no han puesto en marcha el capitalismo de mercado sino, con frecuencia, el modelo dirigista y colectivista a pesar de que no fueran todos oficialmente comunistas?
La “tiranía” del mercado es como máximo una metáfora mientras que la tiranía del totalitarismo, en las sociedades que han suprimido el mercado, es una realidad bien concreta y abundantemente documentada. Va incluso más allá del simple despotismo político. Pues, curiosa omisión —¡una más!—, raramente se menciona que las sociedades comunistas son las únicas que, en el periodo contemporáneo, han restablecido la esclavitud de sus propios ciudadanos allí donde había desaparecido desde hacía ya mucho tiempo. Los nazis restablecieron la esclavitud en tiempos de guerra, en campos de trabajo donde eran deportados los esclavos procedentes de países vencidos. Los comunistas lo han hecho mejor: en todos lados han reducido a la esclavitud a una parte sustancial de su propia población, y ello en tiempos de paz, al servicio de una economía “normal”, si se me permite decirlo de este modo. Este aspecto con frecuencia ignorado tiende a demostrar que la economía socialista real, ya de por sí improductiva, lo sería más si no recurriera a la mano de obra servil. Yuri Orlov ha puesto en evidencia el papel de ese “socialismo esclavista de la época estalinista en el que los prisioneros-esclavos suministraban alrededor de una cuarta parte de la mano de obra industrial”[105]. La necesidad de acudir, aunque sea para ir tirando, a una notable proporción de mano de obra prisionera y no pagada es un rasgo que hallamos en casi todas las economías comunistas, y en todo caso, en las más representativas. Jacques Rossi, con la gran experiencia que le proporciona haber pasado diecinueve años en el paraíso soviético, corrobora esta tesis al hacernos ver en vivo cómo no sólo el gulag sino también el laogai y los campos cubanos, vietnamitas o norcoreanos, lejos de ser perversiones de la sociedad comunista, son parte indispensable de ella e incluso su modelo. “El gulag”, escribe, “no era una aberración o una desviación, era la esencia misma del sistema”[106]. “El marxismo”, añade, “por su calidad de utopía, sólo puede hacerse realidad mediante la violencia y el terror”[107]. Muchos autores habían escrito las consecuencias de la utopía antes de que tomara el poder y confirmara sus previsiones. Citemos entre otros L’Histoire du communisme de Alfred Sudre (publicada en París en 1849); Le Communisme jugé par l'Histoire de Adolphe Franck (París, 1871) o Où mène le socialisme? de Eugene Richter, publicado en Alemania en 1891 y del que se publicó una traducción francesa prologada por Paul Leroy-Beaulieu en 1895[108]. Karl Jaspers, en su ensayo sobre Max Weber, cuenta la conversación siguiente entre Weber y Joseph Schumpeter:
“Los dos hombres se encontraron en un café de Viena en presencia de Ludo Moritz Hartmann y de Felix Somary. Schumpeter subrayó la gran satisfacción que le producía la revolución socialista de Rusia. A partir de ahora, el socialismo no se limitaría a un programa escrito, debería probar su viabilidad.
“A lo que Weber respondió, mostrando una gran agitación, que el comunismo en el estado de desarrollo en que se encontraba en Rusia constituía virtualmente un crimen, que seguir esa dirección llevaría a una miseria humana sin equivalente y a una terrible catástrofe.
“‘Eso es lo que ocurrirá’, respondió Schumpeter, ‘pero qué perfecto experimento de laboratorio’. ‘Un laboratorio en el que se apilarán montañas de cadáveres’, respondió Weber febrilmente. ‘Lo mismo se podría decir de cualquier sala de disección’, respondió Schumpeter”.
Este intercambio de opiniones se produjo en los comienzos del régimen bolchevique, dado que Weber murió en 1920. Así pues, uno de los más grandes sociólogos y uno de los más grandes economistas de nuestro siglo estaban de acuerdo en no alimentar de antemano ninguna ilusión sobre el comunismo y en darse cuenta de su disposición criminógena. Pero les separaba una cosa: Schumpeter conservaba todavía una ilusión que Weber no tenía, la ilusión de que los fracasos y los crímenes del comunismo servirían de lección para la humanidad. Exasperado, el pobre Weber no pudo contenerse. Jaspers continúa:
“Toda tentativa para desviarles hacia otros temas de discusión fracasó. Weber hablaba cada vez más fuerte y con violencia. Schumpeter permanecía silencioso y cada vez más sarcástico. Los otros dos participantes esperaban, escuchando con curiosidad, hasta que Weber se levantó bruscamente gritando ‘no puedo seguir escuchando’ y se fue, seguido de Hartmann, que le llevaba el sombrero. Schumpeter, que no se movió, observó sonriendo: ‘¿Cómo puede un hombre gritar tan fuerte en un café?’”[109].
Como economista, Schumpeter pensaba que fracaso significaría refutación. Como sociólogo, Weber sabía que ninguna utopía se siente jamás refutada por su fracaso. Si Max Weber viviera hoy, sin duda tendría el placer de contemplar la justificación de su pesimismo en la “vuelta a Marx” que algunas mentes agudas vieron venir apenas ocho años después de la caída del Muro de Berlín. Así, la portada de Télérama del 15 de marzo de 1997 es un gran retrato de Marx con su inmensa barba blanca y un grueso título: “¿Vuelve Marx?”. Esa “vuelta” se explica por “los estragos del capitalismo”. El diagnóstico no es de extrañar viniendo de una revista cuya ideología de izquierda no es secreta ni discreta. ¿Pero cómo reaccionar cuando un político como Francesco Cossiga, ex primer ministro y ex presidente de la República Italiana, miembro eminente de la difunta Democracia Cristiana, elogia, en enero de 1997, el Manifiesto comunista de Karl Marx en un debate televisado con Silvio Berlusconi (RAI, 18 de enero)?
Es cierto que, como jefe de gobierno y como jefe de Estado, Cossiga nos había dejado el recuerdo de un equilibrio mental relativamente intermitente. Multiplicaba iniciativas verbales inquietantes. Pero oír a un demócrata-cristiano, heredero de la doctrina de Alcide de Gasperi, Robert Schumann y Konrad Adenauer, proclamar, ocho años después del hundimiento de la URSS, que en el Manifiesto comunista de 1848 se encuentran las verdaderas soluciones del paro y otras plagas “causadas por el capitalismo”, tantos síntomas de una tan profunda insensibilidad para con el pasado, procedentes de todos los horizontes políticos, llevan a preguntarse si no se debería suprimir la enseñanza de la historia. ¿No es, en definitiva y como temían Tolstoi y Valéry, la más inútil de todas las ciencias? En todo caso, y en lo que a la historia del comunismo se refiere, la inutilidad parece ya demostrada.