LOS ORÍGENES INTELECTUALES Y MORALES DEL SOCIALISMO
El recurrente pugilato en torno a la cuestión: “¿Es posible comparar el nazismo con el comunismo?” degeneró en una riña indecente —no sólo en Francia sino también en otros países, especialmente, como se puede comprender, en Alemania e Italia— tras la publicación en 1997 del Libro negro del comunismo. La izquierda no comunista, a menudo más dispuesta a quemar brujas que los comunistas mismos, se lanzó desatada contra los profanadores. Puso en la misma hoguera a Stéphane Courtois, culpable del sacrilegio de haber ligado “los dos totalitarismos”, y a Alain Besangon, quien, en un discurso pronunciado en el Institut de France en 1997, tuvo también el valor de saltarse la prohibición y situar al mismo nivel nazismo y comunismo[58]. Muchos integristas se siguen poniendo de rodillas ante la momia.
Sin embargo, durante toda esta disputa, la defensa de la izquierda no trató prácticamente acerca de la materialidad de los crímenes del comunismo, ahora difícilmente negables. Sobre todo invocó la pureza de los móviles que llevaron a perpetrarlos. ¡Vieja cantinela! Desde el primer instante de la revolución bolchevique hemos tenido que estar ingurgitando hasta la náusea esta insulsa poción. Se trata de la evasiva de costumbre: las abominaciones del socialismo real se presentan como desviaciones, traiciones, perversiones del “verdadero” comunismo, que no puede por menos que emerger aún más fuerte de la oleada de calumnias con la que se le aplasta.
Esta versión de la salvación a través de las intenciones queda minada tras una exploración imparcial y, sobre todo, total, de la literatura socialista. Es en los orígenes más auténticos del pensamiento socialista, en sus más antiguos doctrinarios, donde se encuentran las justificaciones del genocidio, de la depuración étnica y del Estado totalitario, que se blanden como armas legítimas indispensables para el éxito de la revolución y la preservación de sus resultados. Cuando Stalin o Mao llevaron a cabo sus genocidios no violaron los auténticos principios del socialismo: aplicaron, por el contrario, esos principios con un escrúpulo ejemplar y con una total fidelidad tanto a la letra como al espíritu de la doctrina.
Es lo que demuestra con precisión George Watson[59]. La hagiografía moderna ha rechazado toda una parte esencial de la teoría socialista. Sus padres fundadores, empezando por el propio Karl Marx, dejaron enseguida de ser estudiados de manera exhaustiva por los mismos creyentes que los reivindicaban sin cesar. Sus obras parecen disfrutar en nuestros días del raro privilegio de ser comprendidas por todo el mundo sin que nadie las haya leído en su totalidad, ni siquiera sus adversarios, a los que el miedo a las represalias despoja normalmente de toda curiosidad. Generalmente, la historia es una recomposición y una selección, y, por tanto, una censura. Y la historia de las ideas no escapa a esa ley.
El estudio no expurgado de los textos nos revela, por ejemplo, escribe Watson, que “el genocidio es una teoría propia del socialismo”. Engels pedía en 1849 el exterminio de los húngaros que se habían levantado contra Austria. Da a la revista dirigida por su amigo Karl Marx, la Neue Rheinische Zeitung, un sonado artículo, cuya lectura recomendaba Stalin en 1924 en sus Fundamentos del leninismo. Engels aconseja en él que, además de a los húngaros, se hiciera desaparecer a los serbios y otros pueblos eslavos, a los vascos, bretones y escoceses. En Revolución y contrarrevolución en Alemania, publicado en 1852 en la misma revista, el mismo Marx se pregunta cómo desembarazarse de “esos pueblos moribundos, los bohemios, caríntios, dálmatas, etcétera”. La raza cuenta mucho para Marx y Engels. Este escribe en 1894 a una de las personas con las que mantenía correspondencia, W. Borgius: “Para nosotros, las condiciones económicas determinan todos los fenómenos históricos, pero la raza es en sí un dato económico…”. En este principio se basaba Engels, siempre en la Neue Rheinische Zeitung (15 de febrero de 1849), para negar a los eslavos toda capacidad de acceder a la civilización. “Aparte de los polacos”, escribe, “los rusos y, quizá, los eslavos de Turquía, ninguna nación eslava tiene porvenir pues a los demás eslavos les faltan las bases históricas, geográficas, políticas e industriales necesarias para la independencia” y para la capacidad de existir. Naciones que no han tenido nunca su propia historia, que apenas han alcanzado el nivel más bajo de la civilización…, no tienen capacidad de vida y no pueden alcanzar jamás la mínima independencia. Es cierto que Engels atribuye parte de la “inferioridad” eslava a circunstancias históricas, pero considera que el factor racial imposibilita la mejora de esas circunstancias. ¡Imaginémonos la indignación que provocaría un “pensador” al que se le ocurriera formular el mismo diagnóstico sobre los africanos! Según los fundadores del socialismo, la superioridad racial de los blancos es una verdad “científica”. En las notas preparatorias del Anti-Dühring evangelio de la filosofía marxista de la ciencia, Engels escribe: “Si, por ejemplo, los axiomas matemáticos son en nuestros países perfectamente evidentes para un niño de ocho años, sin ninguna necesidad de recurrir a la experimentación, es como consecuencia de la ‘herencia acumulada’. Por el contrario, sería muy difícil enseñárselos a un bosquimano o a un negro de Australia”.
Ya en el siglo XX, algunos intelectuales socialistas, grandes admiradores de la Unión Soviética, como H. G. Wellsy Bernard Shaw, reivindican para el socialismo el derecho a liquidar física y masivamente a las clases sociales que obstaculizan o retrasan la revolución. En 1933, en el periódico The Listener, Bernard Shaw, clan muestras de gran capacidad de anticipación, llega a urgir a los químicos para que “descubran un gas humanitario que cause muerte instantánea e indolora, en suma, un gas refinado —evidentemente mortal— pero humano, desprovisto de crueldad”, destinado a acelerar la depuración de los enemigos del socialismo. Recordemos que durante su juicio en Jerusalén en 1962, el verdugo nazi Adolf Eichmann invocó como defensa el carácter “humanitario” del zyclon B con el que se gaseó a los judíos durante la Shoah. El nazismo y el comunismo tienen como objetivo común la metamorfosis, la redención “total” de la sociedad, es decir, de la humanidad. Por ello, se sienten con derecho a aniquilar a todos los grupos raciales o sociales que se considera que obstaculizan, aunque sea involuntaria e inconscientemente —“objetivamente” en la jerga marxista—, la sagrada empresa de la salvación colectiva.
Si el nazismo y el comunismo han cometido genocidios comparables por su amplitud, por no decir por sus pretextos ideológicos, no es en absoluto debido a una determinada convergencia contra natura o coincidencia fortuita debidas a comportamientos aberrantes sino, por el contrario, por principios idénticos, profundamente arraigados en sus respectivas convicciones y en su funcionamiento. El socialismo no es más o menos “de izquierda” que el nazismo. Y si ello se ignora con demasiada frecuencia es porque, como dice Rémy de Gourmont, “cuando un error entra en el dominio público, no sale jamás. Las opiniones se transmiten hereditariamente; y termina por formar parte de la historia”.
Si es cierto que toda una tradición socialista, que data del siglo XIX, preconizó los métodos que más tarde harían suyos tanto Hitler como Lenin, Stalin y Mao, también lo es su recíproco: Hitler siempre se consideró un socialista. Como confiesa a Otto Wagener, sus desacuerdos con los comunistas “son menos ideológicos que tácticos”[60]. El problema de los políticos de Weimar, declara también a Wagener, “es que no han leído a Marx”. Prefiere los comunistas a los insulsos reformistas de la socialdemocracia. Y, como se sabe, aquéllos se lo devolvieron con creces votándole en 1933. Lo que le enfrenta a los bolcheviques, dice, es sobre todo la cuestión racial. Se engañaba: la Unión Soviética siempre ha sido antisemita. Digamos que, a pesar del panfleto que Marx publicó con ese título contra los judíos, “la cuestión judía” no era para los soviéticos, como lo era para Hitler, una prioridad. Pero por todo lo demás, la “cruzada antibolchevique” de Hitler fue en gran parte una fachada que ocultaba una connivencia con Stalin muy anterior, como ahora se sabe, al pacto germano-soviético de 1939.
Porque no hay que olvidar que, como el fascismo italiano, el nacional-socialismo alemán se veía y se concebía como una revolución y una revolución antiburguesa. “Nazi” es la abreviatura de Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes”. En su État omnipotent[61], Ludwig von Mises, uno de los grandes economistas vieneses a los que el nazismo obligó a emigrar, compara divertido las diez medidas de emergencia preconizadas por Marx en el Manifiesto comunista (1847) con el programa económico de Hitler. “Ocho de los diez puntos”, señala irónicamente Von Mises, “fueron ejecutados por los nazis con un radicalismo que hubiera encantado a Marx”.
En 1944, Friedrich Hayek consagra también en su Camino de servidumbre[62] un capítulo a las “raíces socialistas del nazismo”. Señala que los nazis “no se oponían a los elementos socialistas del marxismo sino a sus elementos liberales, al internacionalismo y a la democracia”. Con certera intuición, los nazis habían comprendido que no hay socialismo completo sin totalitarismo político.
François Furet se “asombraba” en una carta dirigida el 16 de agosto de 1996 a un historiador especializado en Alemania, Louis Dupeux, de que “su contribución no sea más conocida: la razón es, evidentemente, que usted toca un tabú”. ¿Qué tabú? En este caso se pueden violar al menos dos: el primero atreviéndose a afirmar, o, más bien a constatar, la naturaleza intrínsecamente criminógena del comunismo; el segundo, sacando a la luz las similitudes entre comunismo y nazismo. Y fue este supremo sacrilegio el que Dupeux cometió en 1974 en su tesis doctoral: Le National-Bolchevisme allemand sous la République de Weimar[63], que completó en 1998 con un artículo de elocuente título: “Lectura del totalitarismo ruso vía el nacional-bolchevismo alemán (1919-1933)”[64].
Los nacional-bolchevistas, cuyo representante más ilustre era Ernst Jünger, contribuyeron a alimentar la ideología hitleriana propiamente dicha apoyándose en el modelo leninista. “Todo observador” dice uno de los intelectuales de esa corriente, Friedrich Lenz, “se da cuenta de que con Lenin surgió un jefe de Estado que, si bien niega teóricamente la idea de Estado, en la práctica la lleva a cabo con una frialdad y decisión inauditas. Ligó el marxismo ruso al destino de su Estado”. Otro “pensador” nacional-bolchevista, Ernst Niekisch, aprobaba, como todos sus amigos de ese grupo, la colectivización a marchas forzadas emprendida por los bolcheviques rusos, porque había comprendido que la colectivización es el medio más rápido de construir el “Estado total” que esos filósofos alemanes juzgaban indispensable para la recuperación de su país. Niekisch añade: “El bolchevismo ruso es hasta ahora la revuelta más radical contra las ideas de 1789. Rusia no es individualista. No es liberal. Sitúa la política por encima de la economía. No es parlamentaria, no es democrática ni ‘civilizadora’. El bolchevismo es el rechazo del humanismo y de los valores ‘civilizadores’. Las formas externas, a menudo teñidas de occidentalismo, de ese cambio, no pueden engañarnos en cuanto a su contenido ‘bárbaro y asiático’”.
Como en el comunismo, el “Estado total” se propone apoyarse en la liquidación del capitalismo privado. En el punto IX del Programa nacional-socialista de 1920, Hitler anuncia “la abolición de las rentas adquiridas sin trabajo y sin esfuerzo”. Uno creería estar oyendo a Mitterrand cuando condenaba a “los que se enriquecen mientras duermen”. Otro teórico de esa escuela, Hans von Henting, uniendo el nacional-socialismo al bolchevismo comunista, insistía en lo que enfrentaba sin solución a los socialdemócratas con los nacional-socialistas y los comunistas: “Lo que necesita Alemania”, dice, “es una forma salvaje y brutal de rearme espiritual y material… No el socialismo de negocios de pequeños burgueses, sino un socialismo profundo, que arrastre, acorazado, que ponga una energía salvaje al servicio de la nación y del pueblo”. El profesor Paul Eltzbacher, otra de las brillantes mentes de esa pléyade, precisa: “El bolchevismo es el Estado fuerte… Comprende perfectamente que el Estado constriñe. Se ha liberado por completo de ese excesivo respeto a la libertad individual y a la molicie sentimental que sufre la socialdemocracia”.
No haré más citas. Demuestran que explicar la adhesión al comunismo por la necesidad de combatir el nazismo fue sólo una impostura. No se puede entender la discusión sobre el parentesco entre el nazismo y el comunismo si se pierde de vista que no sólo se parecen por sus consecuencias criminales sino también por sus orígenes ideológicos. Son primos hermanos intelectuales.
Todos los regímenes totalitarios tienen en común ser ideocracias: dictaduras de la idea. El comunismo reposa en el marxismo-leninismo y el “pensamiento de Mao”. El nacional-socialismo en el criterio de raza. La distinción más arriba establecida entre el totalitarismo directo, que anuncia de antemano claramente lo que pretende realizar, como el nazismo, y el totalitarismo mediatizado por la utopía, que anuncia lo contrario de lo que va a hacer, como el comunismo, se convierte en secundaria pues el resultado, para los que los sufren, es el mismo en los dos casos. El rasgo fundamental, en los dos sistemas, es que los dirigentes, convencidos de estar en posesión de la verdad absoluta y de dirigir el transcurso de la historia para toda la humanidad, se sienten con derecho a destruir a los disidentes, reales o potenciales, a las razas, clases, categorías profesionales o culturales, que consideran que entorpecen, o pueden llegar un día a entorpecer, la ejecución del designio supremo. Por eso es muy curiosa la pretensión de los “socialistas” de hacer una distinción entre los totalitarismos, atribuyéndoles méritos diferentes en función de las diferencias de sus respectivas superestructuras ideológicas, en lugar de constatar la identidad de sus comportamientos efectivos. Deberían leer mejor a Marx, que decía que no se juzga a una sociedad por la ideología que le sirve de pretexto, como tampoco se juzga a una persona por la opinión que tiene de sí misma.
Como buen conocedor, Adolf Hitler fue de los primeros en darse cuenta de las afinidades entre el comunismo y el nacional-socialismo porque no ignoraba que hay que juzgar una política por sus actos y sus métodos y no por los perendengues oratorios o los pompones filosóficos que la envuelven. Hermann Rauschning en su Hitler me dijo relata cómo Hitler le declaró:
“No soy únicamente el vencedor del marxismo… soy su realizador”.
“No voy a ocultar que he aprendido mucho del marxismo… Lo que me ha interesado e instruido de los marxistas son sus métodos. Siempre he tomado en serio lo que habían imaginado tímidamente esas mentes de tenderos y mecanógrafas. Todo el nacional-socialismo está contenido en él. Fíjese bien: las sociedades obreras de gimnasia, las células de empresa, los desfiles masivos, los folletos de propaganda redactados especialmente para ser comprendidos por las masas. Todos estos métodos nuevos de lucha política fueron prácticamente inventados por los marxistas. No he necesitado más que apropiármelos y desarrollarlos para procurarme el instrumento que necesitábamos…”
La ideocracia desborda ampliamente la censura ejercida por las dictaduras ordinarias. Estas ejercen una censura principalmente política o sobre lo que puede tener incidencia política. Algo que, por otra parte, pueden llegar a hacer las democracias, como se vio en Francia durante la guerra de Argelia, tanto bajo la IV República como bajo la V República. Pero la ideocracia quiere mucho más. Quiere suprimir —y necesita hacerlo para sobrevivir— todo pensamiento que se oponga o sea ajeno al pensamiento oficial, no sólo en política o en economía, sino en todos los ámbitos: la filosofía, las artes, la literatura e incluso la ciencia. Para un totalitario, la filosofía sólo puede ser, evidentemente, el marxismo-leninismo, el “pensamiento de Mao” o la doctrina de Mein Kampf. El arte nazi sustituye al arte “degenerado” y, paralelamente, el “realismo socialista” de los comunistas pretende cargarse al arte “burgués”. La apuesta más arriesgada de la ideocracia, que llega a caer en el ridículo, es la que hace sobre la ciencia, a la que niega toda autonomía. Recordemos el caso Lyssenko en la Unión Soviética. De 1935 a 1964, ese charlatán acabó con la biología en su país, mandó a paseo a toda la ciencia moderna, de Mendel a Morgan, acusándola de “desviación fascista de la genética” o incluso de desviación “trotskista-bujarinista de la genética”. Según él, la biología contemporánea cometía el pecado de contradecir al materialismo dialéctico, de ser incompatible con la dialéctica de la naturaleza según Engels, quien, como hemos visto, seguía afirmando en el Anti-Dühring, veinte años después de la publicación de El origen de las especies de Darwin, su creencia en la herencia de los caracteres adquiridos. Apoyado, o más bien fabricado por los dirigentes soviéticos, Lyssenko llegó a ser presidente de la Academia de Ciencias de la URSS. Excluyó a los biólogos auténticos cuando no los deportó o fusiló. Todos los manuales escolares, todas las enciclopedias, todos los cursos universitarios fueron expurgados a favor del lyssenkismo. Lo que, además, tuvo consecuencias catastróficas para la agricultura soviética, ya bastante mal tras la colectivización estalinista de la tierra, pues la burocracia impuso en todos los koljoses la “agrobiología” lyssenkista, que prohibía los abonos, y utilizaba el “trigo fourchu ahorquillado” de los… faraones, que hizo que la producción descendiera a la mitad. Se prohibieron las hibridaciones, porque, como peroraba Lyssenko, era notorio que una especie se transformaba espontáneamente en otra y no había necesidad de cruzarlas. Sus locas elucubraciones dieron el tiro de gracia a una producción ya esterilizada por lo absurdo del socialismo agrario. Hicieron irreversibles esa hambre crónica, o “escasez controlada” (como decía Michel Heller) que acompañó a la Unión Soviética hasta su caída.
Sin embargo, la conclusión más importante que se debe sacar del lyssenkismo es que la ideocracia se suicida si no subordina a la política toda la vida del espíritu, incluida la ciencia. Aragon, que no perdía ocasión de faltarse al respeto, se puso a favor de Lyssenko en Les Lettres françaises y gritó: “¡Me niego a politizar los cromosomas!” Que, sin embargo, era lo que hacía. La distinción vital, “ontológica”, para los ideócratas comunistas, hasta en la ciencia, era una distinción de clase; la famosa antítesis entre “ciencia burguesa” y “ciencia proletaria”.
El criterio extracientífico de la verdad científica en los nazis deriva del mismo esquema mental, con la única diferencia de que para ellos ese criterio es la raza en lugar de la clase. Pero los dos planteamientos son intelectualmente idénticos en la medida en que niegan la especificidad del conocimiento como tal a favor de la supremacía de la ideología.
A propósito de este tema, Hermann Rauschning recoge en su libro Hitler me dijo, publicado en 1939[65], las siguientes consideraciones del canciller alemán: “No existe la Verdad, ni en el terreno de la moral ni en el de la ciencia”.
“La idea de una ciencia separada de toda idea preconcebida sólo ha podido nacer en la época del liberalismo: es absurda.”
“La ciencia es un fenómeno social…”
“El eslogan de la ‘objetividad científica’ es sólo un argumento inventado por los queridos profesores…”
Una vez más, se puede ver la diferencia, más fenomenológica que ontológica, entre totalitarismo utópico y totalitarismo directo. Mientras que los comunistas, en su deseo de someter el conocimiento al poder, lo hacen en nombre de una pretendida ciencia auténtica de la que sólo ellos poseen la clave, el dictador nacionalsocialista no se anda con remilgos y decreta que la Verdad no existe y que, por tanto, es el poder quien la define, o, al menos quien la subordina. Hitler prosigue:
“Lo que se denomina crisis del Saber no es más que el hecho que esos señores comienzan a darse cuenta de que su ‘objetividad’ y su ‘independencia’ les han llevado a un callejón sin salida. La cuestión elemental que hay que plantearse antes de emprender cualquier actividad científica es: ¿quién quiere saber alguna cosa, quién quiere orientarse en el mundo que le rodea? La respuesta es entonces evidente: no puede haber ciencia más que en relación a un tipo humano preciso, a una época determinada”.
“Existe claramente una ciencia nórdica y una ciencia nacionalsocialista, y deben oponerse a la ciencia judeo-liberal que, además, ha dejado de cumplir su función y está destruyéndose a sí misma.” Hay que señalar de pasada que esa explicación de la presunta “verdad” científica por sus orígenes sociales o geográficos, ese negarse a reconocer en ella una “objetividad” propia, corresponden exactamente a la tesis de varios filósofos llamados “posmodernos” del fin del siglo XX. Así, Bruno Latour escribe a propósito de Einstein: “La teoría de la relatividad es social de cabo a rabo”. Es más: la verificación experimental de las leyes depende del sexo de quien experimenta, según defiende Luce Irigaray en su libro Le sujet de la sciencie est-il sexué?
El Estado totalitario se considera el único productor cultural y, por ello, tiene un enemigo personal al que sus portavoces no cesan de denunciar: el individuo. En su célebre conferencia “De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes”, Benjamín Constant creía poder celebrar, en 1819, la entrada del animal político en la era de la independencia privada y definir la ciudadanía moderna como garantía de libertad individual. Ahora bien, en ese momento, la humanidad entraba en un ciclo de crecimiento ininterrumpido del Estado, incluso en las democracias. Y los regímenes totalitarios, cuyos precursores intelectuales más recientes se escalonan a lo largo del siglo XIX, tendrán por obsesión principal el aniquilamiento completo del individuo.
Desde 1840, Pierre-Joseph Proudhon, faro del socialismo “libertario”, proclama que “fomentar el individualismo es preparar la disolución de la comunidad”[66]. En ¿Qué es la propiedad? Proudhon subraya, con acierto, la interdependencia de la propiedad privada, del liberalismo y del individualismo pero proponiéndose aplastarlos a todos. Curioso libertario… Por su parte, Benito Mussolini que, como es sabido, se formó en el socialismo durante toda la primera parte de su vida política, e incluso en el ala izquierda del Partido Socialista Italiano, estableció con lucidez la misma conexión entre el liberalismo y el individualismo. En El Fascismo, 1929, se expresa sin ambages sobre este punto: “El principio según el cual la sociedad sólo existe para el bienestar y la libertad de los individuos que la componen no parece estar conforme a los planes de la naturaleza. Así como el siglo XIX ha sido el siglo del individuo [liberalismo significa individualismo], es posible pensar que el siglo actual es el siglo colectivo”.
Nadie ignora que Karl Marx, como haría en el siglo siguiente su discípulo Lenin, preconizaba la supresión del Estado como medio de emancipación del individuo. Nadie ignora tampoco, y este rasgo nos es ahora familiar, que lo propio del totalitarismo utópico, a diferencia del totalitarismo directo, es hacer lo contrario de lo que dice su programa, en nombre de ese programa, y especialmente instaurar la tiranía en nombre de la libertad. Lo mismo que se ha descrito a la sociedad liberal como “el derecho sin Estado” (Cohen-Tanugi, 1985), la sociedad socialista se puede describir como el Estado sin derecho elevado a su punto máximo. También Marx es lógico consigo mismo cuando, en La cuestión judía, en 1843, lanza contra los derechos humanos: “Ninguno de los supuestos derechos humanos va más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, un individuo separado de la comunidad, únicamente preocupado por su interés personal y que obedece a su capricho privado”.
Volveremos a hallar, sin que ello nos sorprenda, la misma coherencia filosófica en Adolf Hitler hacia el que la ingratitud de los pensadores socialistas actuales no deja de ser chocante. Hitler confía a Otto Wagener en el libro de entrevistas citado más arriba: “Ahora que ha acabado la era del individualismo, nuestra tarea es encontrar el camino que lleva del individualismo al socialismo sin revolución”. Marx y Lenin, añade el canciller, no se equivocaron en el objetivo que había que alcanzar pero eligieron un camino equivocado. Un eminente nacional-socialista, ministro de Abastecimientos y próximo al Führer, Richard Walther Darré, amplía esta meditación insistiendo en que la “teoría política judía” siempre ha estado “orientada hacia el interés individual mientras que el socialismo de Adolf Hitler está al servicio del conjunto de la sociedad”[67].
Esta delirante asociación entre identidad judía, individualismo y capitalismo motiva los exabruptos antisemitas de Karl Marx, en su ensayo Sobre la cuestión judía (1843). Ensayo demasiado poco leído pero que, sin embargo, Hitler había estudiado con atención. Llegó casi a plagiar literalmente los pasajes en los que Marx vomita contra los judíos furibundas invectivas como ésta: “¿Cuál es el fondo profano del judaísmo? La necesidad práctica, la codicia (Eigen-nutz). ¿Cuál es el culto profano del judío? El mercadeo. ¿Cuál es su dios? El dinero”. Y Marx enlaza instigando a ver en el comunismo “la organización de la sociedad que haría desaparecer las condiciones del mercadeo y haría imposible al judío”. Parece difícil hacer un llamamiento al asesinato más irresistible.
Para cualquier totalitarismo, el individuo, sea o no judío, debe ser aniquilado. El “hombre nuevo” soviético debe ser idéntico a los demás hombres soviéticos. Es una pieza de la gran maquinaria socialista. El “hombre-pieza” tan querido por Stalin merece un brindis que el “padrecito de los pueblos” no duda en hacerle. “Bebo”, exclama, “por esa gente sencilla, corriente, modesta, por esos engranajes que mantienen en funcionamiento nuestra gran máquina del Estado”[68]. La cosificación y la uniformización del individuo, su reducción al papel de instrumento en manos del partido hacen las veces para él de libertad, de pensamiento y de moral. “En nuestra sociedad, es moral todo lo que sirve a los intereses del comunismo”, enuncia Leónidas Bréznev. Esta aniquilación del individuo es la del ser humano mismo, al que nadie ha visto jamás existir bajo otra forma que la individual. La semejanza entre comunismo y nazismo también en ese punto ha sorprendido a todos los viajeros, al menos a aquellos que no estaban descerebrados por la propaganda o entrenados por su partido para la mentira profesional. En 1936, André Gide regresó desengañado de una visita a la Unión Soviética a la que antes admiraba a distancia. Confesó su desilusión en un libro que sentó como una patada a la izquierda francesa: “Dudo que en ningún otro país, incluso en la Alemania de Hitler, el espíritu sea hoy menos libre, más doblegado, más temeroso, aterrorizado [que en la URSS]”[69]. Gide es enormemente injusto con Hitler, que esa época llevaba apenas tres años en el poder y no había tenido tiempo de aplicar adecuadamente su modelo, a diferencia de los comunistas, que habían tenido casi veinte años para aplicar el suyo y hacer añicos al hombre normal, metamorfoseado por ellos en Homo sovieticus.
De ahí la idea de Estado, común a Lenin y a Hitler. En La revolución proletaria y el renegado Kautski, Lenin escribe: “En manos de la clase dominante, el Estado es una máquina destinada a aplastar la resistencia de sus adversarios de clase. En esto, la dictadura del proletariado no se diferencia, en lo que a su fondo se refiere, de cualquier otra clase de dictadura”. Y, más adelante, añade: “La dictadura es un poder que se apoya directamente en la violencia y que no está sujeto a ninguna ley. La dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido por la violencia, que el proletariado ejerce sobre la burguesía, un poder que no está sujeto a ninguna ley”. Si nos remitimos al segundo volumen de Mein Kampf veremos que, en el capítulo consagrado al Estado, Hitler se expresa en términos casi idénticos. La “dictadura del pueblo alemán” sustituye a la del proletariado. Pero, si se tienen en cuenta múltiples diatribas anticapitalistas del Führer, los dos conceptos no están muy alejados entre sí. Todo sistema político totalitario pone en marcha invariablemente un mecanismo represivo destinado a eliminar no sólo la disidencia política sino toda diferencia entre los comportamientos individuales. La sociedad totalitaria se sabe incompatible con la variedad.
La hostilidad hacia el individuo, debido a que por naturaleza está ligado al liberalismo y al capitalismo, se perpetuará en los socialistas mucho después de la caída del comunismo soviético y de la edulcoración del comunismo chino. Como sabemos, ante los ojos, aquejados de estrabismo, de la izquierda, la caída del comunismo sólo confirma el hundimiento del liberalismo. Así, para el marxista argentino Miguel Benasayag, autor de un ensayo de elocuente título, Le Mythe de l’individu[70] dicho mito está asociado a otro, el “mito del capitalismo”. Quizá inspirado, por error, en el pensamiento de René Girard, nuestro autor articula que “en toda sociedad sagrada” (¿la sociedad liberal?) “su principio no está explicado… El capitalismo no escapa a esta regla. Y su principio indivisible y fundador estará constituido por ese personaje bastante paradójico que es el individuo”.
Este filósofo argentino es bastante pesimista: el individuo es perfectamente divisible. La prueba de ello es que los nazis y los comunistas han roto decenas de millones en infinitos pedazos.