CAPÍTULO VI

PÁNICO ENTRE LOS NEGACIONISTAS

Los negacionistas pronazis son sólo un puñado. Los negacionistas procomunistas, legión. En Francia hay una ley (la Ley Gayssot, nombre del diputado comunista que la redactó y que, como se puede comprender, sólo ha mirado los crímenes contra la humanidad con el ojo derecho) que prevé sanciones contra las mentiras de los primeros. Los segundos pueden negar con toda impunidad la criminalidad de su campo preferido. Hablo no sólo del campo político, en singular, sino también de los campos de concentración en plural: el gulag soviético de ayer y el laogai chino, hoy en plena actividad, con sus miles de ejecuciones sumarias anuales, que, por otra parte, no son más que los principales modelos de un tipo de establecimiento consustancial a todo régimen comunista.

Es comprensible que, acostumbrados a ese trato desigual, los negacionistas procomunistas se quedaran estupefactos con motivo de la publicación del Libro negro, que establece sólidamente dos verdades: el comunismo siempre fue, siempre es, intrínsecamente criminógeno; y, por ello, no se distingue del nazismo.

Un diluvio de imprecaciones cayó, pues, sobre los blasfemos. El director de Le Monde los acusó de “amalgama”, mientras que Lily Marcou no era consciente de estar cometiendo una al hablar, también sin mucha imaginación, de “regalo al Frente Nacional cuando se está celebrando el juicio a Papón”. Una de las astucias permanentes de la izquierda prototalitaria consiste en negarse a tomar en consideración los hechos con el pretexto de que, aunque estén probados, no es el momento adecuado para hablar de ellos porque beneficia al fascismo. Para el comunista Gilles Perrault, el libro constituía una “impostura intelectual” y para el trotskista Jean-Jacques Marie una “estafa”. Uno alucina con la pobreza de unas acusaciones que se repiten de modo invariable desde los años veinte, treinta, cuarenta, cincuenta, contra Panaït Istrati, Boris Souvarine, Víctor Serge, André Gide, Arthur Koestler, David Rousset, Victor Kravtchenko, Robert Conquest… Son las mismas injurias con las que se acogió Archipiélago Gulag —¡casi veinte años después del informe Jruschev!—. Si alguien quiere estudiar un sistema mental que funcione totalmente independiente de los hechos y elimine instantáneamente toda información que contradiga su visión del mundo debe estudiar el de los enemigos de la historia científica del comunismo. Constituyen unos ejemplos insustituibles.

Como sucede en ocasiones, los comunistas inscritos o sus periodistas juramentados se muestran más ágiles a la hora de esquivar que sus torpes aliados. A veces admiten que “no se pueden negar los crímenes de los que se informa en el Libro negro”, como hizo Régine Deforges en su crónica de L'Humanité[50]. ¿De qué se trata, pues? De sostener que esos crímenes no son representativos del comunismo. Es la táctica que aplicará, imperturbable, el secretario nacional del PCF, Robert Hue, a lo largo del mencionado programa “La Marche du siècle”, en el que participé en compañía de Stéphane Courtois, Andrei Gratchev, antiguo portavoz de Gorbachov y autor de L’Histoire vraie de la fin de l’URSS[51], de Jean Ferrat, estrella comunista de la canción y de Jacques Rossi. Este último, antiguo miembro francés de la Internacional Comunista casi nonagenario, estuvo detenido en Moscú antes de la guerra por motivos imaginarios como tantos otros buenos y fieles servidores comunistas, y luego fue enviado al gulag, en el que vivió unas instructivas jornadas durante diecinueve años. Acababa de publicar —motivo por el que Jean-Marie Cavada le invitó al programa— un Manuel du Goulag, “dictionnaire historique”[52]. En él demuestra, gracias a su experiencia de viejo cliente de ese tipo de veraneo, que el gulag era mucho más que un campo de concentración represivo y liquidador. “El gulag”, escribe, “servía de laboratorio al régimen soviético con el fin de crear una sociedad ideal: posición de firmes y pensamiento único” (la cursiva es mía).

Duras palabras para los comunistas presentes en el programa. Por ello, a lo largo de la velada, Robert Hue aplicó su plan de batalla en dos partes. “En primer lugar”, dijo, “reconocemos la existencia de los horrores relatados en el Libro negro. En segundo, esos horrores no tienen nada que ver con el comunismo. Son su perversión. No se derivan de él, lo traicionan”.

Hay que admirar la ingenuidad con que estos socialistas “científicos” defienden la existencia de fenómenos históricos sin causa, y cómo son presa de la desagradable costumbre de repetirse con la regularidad de la rotación de un astro. La represión de un campo de concentración o de una cárcel, los juicios amañados, las depuraciones asesinas, las hambrunas provocadas, acompañan a todos los regímenes comunistas, sin excepción, a lo largo de su camino. ¿Puede ser fortuita esa asociación constante? ¿Residirá, por el contrario, la esencia verdadera del comunismo en lo que jamás ha sido, en lo que jamás ha producido? ¿En qué consiste ese sistema, que, como nos dicen, es el mejor concebido nunca por el hombre pero que está dotado de la propiedad sobrenatural de hacer realidad, únicamente y por doquier, lo contrario de sí mismo, su propia perversión?

El 7 de noviembre, los comunistas presentes en el programa “Bouillon de culture” habían sostenido ya que la historia del comunismo, tal y como había sido, no tenía ninguna relación con el comunismo. ¿Por qué se obstinan ustedes entonces en negar los crímenes de esos regímenes totalitarios si, según dicen, no son comunistas? Si les tienen tanto apego es que al menos lo eran un poco… En caso contrario, tendríamos por una parte una serie de causas portadoras de la más sublime perfección y, por otra, una serie de efectos que se cuentan entre los más execrables de la historia humana. Yeso no es materialismo histórico, es magia negra. A pesar de lo inverosímil de su delirio razonador, los comunistas presentes en “Bouillon de culture” lograron su propósito: cortar constantemente la palabra a los historiadores y que los telespectadores no lograran enterarse del contenido del Libro negro. Misión cumplida. ¡Y para colmo, un comunista encontró el modo de acusar a Stéphane Courtois de… antisemita!

En “La Marche du siècle”, Robert Hue nos sirvió la misma cantinela: el comunismo era un hermoso cerezo que, por el más incomprensible azar, no daba más que setas venenosas. Para adornar este razonamiento tan poderosamente racional, Jean Ferrat jugó al sentimentalismo llorón. Se enterneció con la generosidad, la fraternidad, la esperanza, etcétera…, comunistas. Robert Hue había venido a andarse por las ramas y Jean Ferrat a lloriquear. Era dúo bien ensayado. El broche final consistió en la repetición de la jugarreta de “Bouillon de culture”. Fue el momento, ya narrado, en el que el secretario nacional se sacó de la manga y blandió ante la cámara un ejemplar del periódico lepenista National Hebdo, mientras nos acusaba, a Stéphane Courtois, a Jacques Rossi y a mí de hacer el juego al fascismo. Dentro de la despreciable conspiración de nuestra “banda de los tres”, había que condenar como especialmente hipócrita la ingeniosa treta de Jacques Rossi. ¿No había llevado su vicio reaccionario hasta lograr que lo encerraran durante diecinueve años en el gulag con el único fin de que en un futuro sirviera para la propaganda anticomunista de un futuro Frente Nacional que entonces ni siquiera existía? Por otra parte, ¿quién no es fascista para los comunistas en algún momento su vida? ¿Es necesario recordar que, hasta la consigna de unidad de acción que dio lugar al nacimiento del Frente Popular de 1936, el PCF y la Internacional Comunista denominaban normalmente a los socialistas los “social-fascistas”?

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Otra de las lecciones que se desprenden de la lectura del Libro negro fue aún mucho más indigesta para la izquierda: ponía en pie de igualdad al comunismo y al nazismo. Como precisamente dice Jacques Rossi en su Manuel du Goulag: “Es inútil tratar de saber cuál de los totalitarismos de nuestro siglo fue más bárbaro puesto que ambos impusieron el pensamiento único y dejaron montañas de cadáveres”. Este parentesco entre el comunismo y el nazismo es un tema recurrente en la izquierda aunque se entierre periódica y sabiamente. Romain Rolland, partidario relativamente lúcido de la revolución bolchevique, dijo en 1927 antes de que ésta cayera en la decadencia estaliniana: “No he variado en lo que al bolchevismo se refiere. El bolchevismo, portador de altas ideas [o, dado que el pensamiento nunca ha sido su fuerte, representante de una gran causa] la ha y las ha arruinado debido a su sectarismo estrecho, su inepta intransigencia y su culto a la violencia. Ha engendrado el fascismo, que es un bolchevismo a la inversa”[53]. François Furet, que cita este texto en El pasado de una ilusión, da otros ejemplos que demuestran cómo, hasta en los momentos en que dominaba el tabú casi inviolable de la solidaridad antifascista con los comunistas, algunos demócratas tuvieron el valor de seguir recordando el parentesco entre los dos totalitarismos. En junio de 1935, cuando Stalin envió al comunista de oposición Victor Serge a Siberia, un gran profesor antifascista italiano, Gaetano Salvemini, exiliado por Mussolini, subió al estrado y, ante una sala controlada casi en su totalidad por el Comintern y su delegado, Willy Münzenberg, tuvo el valor de declarar: “No me sentiría con derecho a protestar contra la Gestapo y contra el OVRA fascista si me esforzara en olvidar la existencia de una policía política soviética. En Alemania hay campos de concentración, en Italia islas que son penitenciarías y en la Rusia soviética está Siberia… Es en Rusia donde Victor Serge está preso”. El mismo Victor Serge escribiría en 1944: “El totalitarismo estalinista es el relevo terrible del totalitarismo nazi”. Y Léon Blum escribe en enero de 1940 en Le Populaire, órgano del Partido Socialista: “Parece como si Stalin tuviera desde hace tiempo, ante los ojos y con el conocimiento de Hitler, una preferencia, una clara tendencia hacia la alianza germano-soviética. Esa tendencia, añadida al odio y desprecio hacia las democracias occidentales, fue señalada en incontables ocasiones por nuestros camaradas mencheviques o por comunistas desengañados como Boris Souvarine”. Se observará de paso cómo el apestado Boris Souvarine vuelve a ser (provisionalmente) citable. En 1935 le había costado un enorme trabajo encontrar un editor para publicar su libro Stalin, monumento de la historiografía sobre el bolchevismo, que, tras la guerra y su recaída en el infierno del anticomunismo visceral, fue imposible de encontrar hasta su reedición en… 1977. Sin duda el artículo de Blum fue inspirado en parte por el terrible golpe sufrido por la izquierda el verano precedente con el pacto germano-soviético. Pero sólo en parte porque la línea socialista antitotalitaria se remonta hasta el congreso de Tours de 1920. Otros muchos documentos podrían apoyar la siguiente afirmación: el paralelismo entre los dos totalitarismos no data del Libro negro de 1977 y se estableció con frecuencia, a pesar del terror intelectual que reinaba cuando los dos regímenes coexistían.

Si después fue objeto de un veto cada vez más estricto se debió a dos razones. La primera, que la Unión Soviética participó en la guerra contra Hitler. La segunda está relacionada con el carácter único e incomparable de la Shoah.

Al primer argumento se puede replicar, y de hecho así se ha hecho con frecuencia, que Stalin se encontró en el bando de los aliados a su pesar, y que lo que más le hubiera gustado hubiera sido disfrutar en paz los regalos territoriales que le hizo Hitler en 1939 como pago de su neutralidad. Fue Alemania quien atacó Rusia en junio de 1941 y no a la inversa. La falta de preparación con la que la ofensiva sorprendió a unos dirigentes soviéticos muertos de miedo es de sobra conocida. Además, el argumento según el cual el comunismo es democrático porque contribuyó a la lucha antifascista es de tan poco recibo como el que considerara que el nazismo fue democrático porque participó en la lucha contra el estalinismo. No se ha absuelto a los colaboracionistas franceses que lucharon al lado de los nazis o que les apoyaron ideológicamente, con el pretexto de que llevaban a cabo una “cruzada antibolchevique”, aunque se considerara, como ellos, que el comunismo es inaceptable. Pero, si se otorga el título de demócratas a los comunistas que lucharon contra el fascismo habrá que darles retrospectivamente la razón. Una tiranía puede muy bien luchar contra otra, Saddam Hussein guerreó contra el imán Jomeini sin que ninguno de los dos se convierta por ello en demócrata. Y los auténticos demócratas que, por las circunstancias que sean, se encuentren asociados a un campo totalitario deben guardarse muy bien de olvidar que los móviles de su aliado provisional no tienen nada en común con los suyos.

Por el contrario, el argumento que pone de relieve el carácter excepcional del exterminio de los judíos de Europa debe ser admitido y se impone a todo observador de buena fe. Pero de ello no se deriva que haya que considerar la Shoah el único crimen contra la humanidad, o el único genocidio jamás perpetrado. En 1945, el fiscal general francés en Nuremberg, François de Mentón, decía, subrayando la motivación ideológica de los crímenes nazis: “No nos enfrentamos a una criminalidad accidental, ocasional, nos hallamos ante una criminalidad sistemática derivada directa y necesariamente de una doctrina”. Esta definición de crimen contra la humanidad, enunciada a propósito de los crímenes nazis es válida palabra por palabra para los de los comunistas. Es más, el Código Penal francés de 1992 corrobora plenamente dicha adecuación cuando introduce en el concepto de crimen contra la humanidad la deportación, la reducción a esclavitud, la práctica masiva y sistemática de ejecuciones sumarias, de secuestros de personas seguidos de su desaparición, de tortura, de actos inhumanos inspirados por causas políticas, filosóficas, raciales o religiosas y organizados como ejecución de un plan concertado contra un grupo de población civil”. Pues bien, toda la historia del comunismo está jalonada de masacres y deportaciones sistemáticas de grupos sociales o étnicos por lo que son y no por lo que hacen. Por ejemplo, el 27 de diciembre de 1929, Stalin anunció “una política de liquidación de los kulaks como clase”[54].

Siempre según el Código Penal francés, es un crimen contra la humanidad “todo crimen cometido en nombre de un Estado que practica una política de hegemonía ideológica” y “como ejecución de un plan concertado tendente a la destrucción total o parcial de un grupo nacional, étnico, racial o religioso, o de un grupo determinado a partir de cualquier otro criterio arbitrario”. Uno creería estar leyendo un breve memento de la historia de los principales regímenes comunistas. ¿Hay que volver a repetirlo tras la publicación del Libro negro? En la URSS, el método que seguía la GPU, antecedente del KGB, era el de las cuotas: cada región debía detener, deportar o fusilar a un porcentaje determinado de personas pertenecientes a determinadas capas sociales, ideológicas o étnicas. No era el individuo ni su eventual culpabilidad personal (por otra parte, ¿respecto a qué?) lo que contaba sino el grupo al que pertenecía. Y, sin embargo, periódicamente se rechaza la comparación nazismo-comunismo de suerte que, cuando un nuevo autor vuelve a hacerla, la izquierda repite las mismas fastidiosas argucias para volverla a enterrar.

De este modo, cuando, en noviembre y diciembre de 1996, France 3 emitió una serie de tres capítulos sólidamente documentados sobre las relaciones y la colaboración entre Hitler y Stalin, Hitler-Stalin, relaciones peligrosas, realizada por Jean-François Delassus y Thibauld d’Oiron, en la que quedaba palmariamente demostrado que esa complicidad política y esa admiración recíproca eran muy anteriores al pacto germano-soviético de 1939, la respuesta fue el silencio. Pero un año después dicho silencio se rompió debido al éxito del Libro negro del comunismo, al que, en un primer momento, una parte de la izquierda intentó, sin embargo, desautorizar. Algunos de los autores de este libro llegaron incluso a retractarse y decir en L'Humanité lo contrario de lo que habían demostrado en su texto. Por su parte, Madeleine Rebérioux, presidenta de honor de la Liga de los Derechos Humanos, en la ya citada entrevista publicada en Le Journal du Dimanche declara que no se puede asimilar el comunismo al nazismo porque el comunismo, aunque masacró a un buen centenar de millones de seres humanos, no lo hizo por un principio de discriminación racial, lo que es falso en algunos casos. Además, asesinar a un grupo humano, sea el que sea, en función de lo que es y no en función de la eventual culpabilidad individual de cualquiera de los que lo componen, es un crimen totalitario y su esencia es la misma ya se trate de nazis o de comunistas.

Por lo que a la Liga de Derechos Humanos se refiere, durante el Gran Terror, en 1936 con motivo de los primeros procesos de Moscú, creó una comisión de investigación a petición de su presidente, Victor Basch, de la que él mismo formaba parte así como un abogado de la Liga, Raymond Rosenmark. Este, tras un viaje a Moscú, llegó a la conclusión de que los acusados eran culpables. Para encubrir los juicios amañados se apoyó en un sublime argumento de Emile Kahn, secretario general de la Liga: “Si el capitán Dreyfus hubiera confesado, no habría habido caso Dreyfus”. Invocar a Dreyfus para justificar la condena a muerte de inocentes es un monumento al cinismo y la hipocresía. Algunos ingenuos mostraron su asombro. La Liga los redujo inmediatamente al silencio. Les Cahiers de la Ligue censuraron las cartas de protesta de algunos de sus miembros y, en particular, rechazaron la publicación de un artículo de Magdeleine Paz, criticando el informe Rosenmark. Tras el segundo juicio, en enero de 1937, la Liga rehusó una proposición de interceder ante la embajada de la URSS. Más tarde, la supuesta comisión de investigación se desvaneció en la nada, de donde, a decir verdad, nunca debió salir pues únicamente sirvió de portavoz del fiscal Vychinski. El recuerdo de esa complicidad con crímenes contra la humanidad debería haber inspirado a Rebérioux un poco más le “arrepentimiento” por cuenta de sus predecesores y un poco menos de altanería por la suya propia. No está claro por qué el negacionismo y la puesta en duda de los crímenes contra la humanidad son delitos penales cuando se trata de crímenes nazis y no lo son cuando se trata de crímenes comunistas.

O, más bien, sí lo está. En La tentación totalitaria me esforcé en plantear este problema y en esbozar una respuesta. La clave de estas estúpidas discordias se halla en un fenómeno fácilmente observable. En toda sociedad, incluidas las sociedades democráticas, hay una proporción importante de hombres y mujeres que odian la libertad —y, por tanto, la verdad—. La aspiración a vivir en un sistema tiránico, ya sea para ser partícipe del ejercicio de dicha tiranía, ya sea, lo que es más curioso, para sufrirla, es algo sin lo cual no se explica el surgimiento y la duración de los regímenes totalitarios en el seno de los países más civilizados, como Alemania, Italia, China o la Rusia de comienzos del siglo XX, que no era en absoluto la nación de salvajes pintada por la propaganda comunista.

La genialidad del comunismo ha residido en autorizar la destrucción de la libertad en nombre de la libertad. Permitía aniquilarla a sus enemigos o justificar a los que la aniquilaban en nombre de una argumentación progresista. Y a partir del momento en que historiadores o filósofos políticos rechazan esa argumentación, limitándose a registrar los comportamientos de los dirigentes y el número total de víctimas, y constatan la identidad cronológica, estructural y criminal entre el nazismo y el comunismo, el subterfugio de los adversarios “progresistas” de la libertad y la verdad desaparece de un plumazo.

Por eso es por lo que combaten tan encarnizadamente esa asimilación, repitiendo sin cesar penosos sofismas de una lastimosa indigencia intelectual. Sempiternos sofismas que consisten en negar la naturaleza intrínsecamente criminógena del comunismo o en exigir a gritos la apertura de un “libro negro del capitalismo”. Es innegable que los Estados capitalistas han cometido crímenes. Todos los Estados los cometen. Pero, dejando a un lado el hecho de que los crímenes de las democracias capitalistas no tienen el carácter masivo y constante de los crímenes nazis o comunistas y son, cuantitativamente, mucho menores, la diferencia fundamental es otra. Es cualitativa: las democracias capitalistas no tienen necesidad de cometer crímenes para existir, mientras que los regímenes totalitarios, sean cuales sean, no pueden subsistir sin cometerlos. No se trata de saber si el capitalismo, el cristianismo, el islamismo, las monarquías o las repúblicas han cometido crímenes o no. La respuesta es sí. Se trata de saber si la comisión de esos crímenes era un acompañamiento permanente de su actividad. La respuesta es no. Por el contrario, la criminalidad va asociada constantemente al comunismo. Fue la condición intrínseca de su existencia y de su supervivencia. Y la objeción de que las matanzas fueron menores en Hungría o en Checoslovaquia que en la URSS o en China no es más que una penosa excusa. Aparte de que las condenas a muerte judiciales, los juicios amañados tan caros a nuestra Liga de los Derechos Humanos también florecieron allí (como en Cuba), se trataba de colonias periféricas ocupadas por el Ejército Rojo y en las que se desencadenaba una represión sangrienta cada vez que surgía un desorden. Según sus defensores, el comunismo habría engendrado crímenes, por doquier y siempre, sin ser criminógeno. Curiosa aplicación del principio de causalidad.

Otra estratagema de defensa, cuando no hay más remedio que aceptar la existencia de crímenes comunistas contra la humanidad, consiste en negar que el régimen que los cometió fuera auténticamente comunista. La guinda en este terreno se debe a Jean Lacouture, quien, en su libro Survive Le peuple cambodgien (1978), tras deplorar, lo que no deja de tener su mérito, el elogio que había hecho con anterioridad de los jemeres rojos, niega llanamente que Pol Pot y sus cómplices se guiaran por una ideología comunista. Según Lacouture, el régimen de Pol Pot era un “fascismo tropical” y un “social-nacionalismo de arrozal”. Así, cuando es innegable que un ideólogo marxista de la más pura tradición leninista se comporta como un verdugo nazi, la explicación es simple: es, precisamente, porque era nazi y no comunista.

La batalla para privar de sus sórdidos subterfugios a los enemigos de la libertad sigue siendo hoy, pues, necesaria. Lo es, en primer lugar, porque el comunismo, con su andamiaje de estafas ideológicas, sigue matando. En el Tíbet, por ejemplo, se calcula en al menos 1,2 millones el número de tibetanos que han perdido la vida debido a la ocupación de su país por parte de China, tras la invasión. Y no es sólo la aniquilación o la esclavitud físicas del pueblo tibetano lo que el comunismo ha perpetrado, sino también su aniquilación cultural, con la destrucción de casi todos sus monasterios y bibliotecas, la prohibición, lograda en gran parte, de hablar y enseñar la lengua tibetana. El Tíbet cuenta actualmente con ocho millones de colonos chinos transportados a la fuerza frente a seis millones de tibetanos. La segunda razón para continuar luchando sin descanso contra la ocultación de la naturaleza intrínsecamente totalitaria y criminógena del comunismo es que, a pesar de haber retrocedido notablemente desde el hundimiento de la Unión Soviética, el comunismo sigue siendo una esperanza para los enemigos de la libertad, siempre ávidos de instaurar la opresión en nombre de la defensa de los oprimidos. Dos profesores, uno de Filosofía en la Universidad de París VIII y otro de Ciencias Políticas en el Instituto de Ciencias Políticas de Lyon, firmaban en Le Monde del 15 de octubre de 1997 un interminable artículo en el que se leía: “A diferencia de lo que parecía peas François Furet, la historia pasada de la liberación social no es portadora de catástrofes totalitarias ineluctables. De la lucha de los oprimidos afloran imágenes de una emancipación que puede llegar a ser efectiva en nuevos contextos” (la cursiva es mía). Declaración ejemplar, pues contiene una mentira y, a la vez, una amenaza. La mentira elude el hecho de que el comunismo no tiene nada que ver con “la historia pasada de la liberación social”, de la que, en la práctica, ha sido su peor enemigo. La amenaza es esa inquietante promesa de intentar que renazca “la emancipación” a través del gulag en unos misteriosos “nuevos contextos”. Siempre lo mismo: todo aquel que subraya la identidad del fascismo y del socialismo es de derecha y todo aquel que es de derecha es, en el fondo, de extrema derecha y, por tanto, fascista.

Nada ha cambiado desde 1975, época en la que Bernard Chapuis escribía en Le Monde: “Alexander Solzhenitsin lamenta que Occidente haya apoyado a la URSS frente a la Alemania nazi… Antes que él, occidentales como Pierre Laval pensaron lo mismo y gente como Doriot y Déat recibieron a los nazis como liberadores”. El autor de Archipiélago Gulag no era mejor tratado por la izquierda española. Cuando en marzo de 1976, seis meses después de la muerte de Franco y con las reformas democráticas del rey Juan Carlos en marcha, concedió una entrevista a la televisión en la que declaró que había muchas más libertades en la España de 1976 que en la URSS, un escritor de la izquierda no comunista, Juan Benet, le respondió: “Creo firmemente que mientras exista gente como Alexander Solzhenitsin deberán existir los campos de concentración. Incluso deberían estar mejor vigilados para que personas como Alexander Solzhenitsin no puedan salir” (Cuadernos para el diálogo, 27 de marzo de 1976). Juan Benet siguió siendo un intelectual “respetado”. En suma, una cierta izquierda, más numerosa de lo que se piensa, tiene necesidad de creer que el que no es socialista es nazi. Por eso es por lo que lucha tan ferozmente para impedir la constatación de una evidencia: la esencial identidad concreta de los dos totalitarismos. La polémica sobre la eventual equivalencia del nazismo y del comunismo seguirá siendo ininteligible y no tendrá solución mientras se pierdan de vista sus respectivas relaciones con lo que les une —sus comportamientos— y lo que les separa —sus ideologías.

En efecto, hay que distinguir dos clases de regímenes totalitarios. Aquellos cuya ideología es lo que yo denominaría directa y salta a la vista —Mussolini y Hitler dijeron siempre que eran hostiles a la democracia, a la libertad de expresión y de cultura, al pluralismo político y sindical—. Hitler, además, expuso ampliamente, antes de llegar al poder, su ideología racista y, especialmente, antisemita. Por ello, los partidarios y adversarios de esos tipos de totalitarismo se sitúan desde el primer momento a un lado y a otro de una línea divisoria netamente trazada. No ha habido “decepcionados” por el hitlerismo porque Hitler hizo lo que había prometido. Su caída se debió a causas externas. El comunismo es diferente de esos totalitarismos directos, pues utiliza la disimulación ideológica, que definiré recurriendo al vocabulario hegeliano, como mediatizada por la utopía. Ese desvío a través de la utopía permite a una ideología y al sistema de poder que de ella se deriva anunciar sin cesar éxitos cuando ejecutan exactamente lo contrario de su programa. El comunismo promete la abundancia y engendra la miseria, promete la libertad e impone la servidumbre, promete la igualdad y desemboca en la menos igualitaria de las sociedades, con la nomenklatura, clase privilegiada hasta un nivel desconocido incluso en las sociedades feudales. Promete el respeto a la vida humana y procede a ejecuciones en masa; el acceso de todos a la cultura y engendra un embrutecimiento generalizado; el “hombre nuevo” y fosiliza al hombre. Pero durante mucho tiempo, muchos creyentes aceptaron esa contradicción porque la utopía se sitúa siempre en el futuro. La trampa intelectual de una ideología mediatizada por la utopía es, pues, mucho más difícil de desmontar que la de la ideología directa porque, en el pensamiento utópico, los hechos que se producen realmente no prueban jamás, a los ojos de los creyentes, que la ideología sea falsa. Francia ya conocía, incluso la había inventado, esa configuración ideológico-política, en 1793 y 1794, con Robespierre y la dictadura jacobina. Esa sutil estratagema utópico-totalitaria ha sido desenmascarada en las obras de los escritores rusos disidentes con una precisión tanto más cruel cuanto que fue hecha por aquellos a los que quería alienar para siempre. Caídos en el abismo de los campos de concentración, esos intelectuales “orientales” se convirtieron en maestros nuestros, los intelectuales occidentales. Maestros con mucha frecuencia ignorados, deformados, calumniados debido a que los intelectuales occidentales que jamás han vivido en el comunismo real se aferraban obstinadamente a su fachada utópica.

Al nazismo se le ve venir desde lejos. El comunismo esconde su naturaleza tras su utopía. Permite saciar el apetito de dominación o de servidumbre so capa de generosidad y amor a la libertad; la desigualdad so capa de igualitarismo, las mentiras, so capa de sinceridad. El totalitarismo más eficaz, y por ello el único presentable, el más duradero, no fue el que realizó el Mal en nombre del Mal, sino el que realizó el Mal en nombre del Bien. Es lo que le hace menos excusable, pues su duplicidad le permitió abusar de millones de buenas personas que creyeron en sus promesas. No se puede estar en contra de éstos. Pero tampoco se puede perdonar a los que, como jefes políticos o pensadores, les engañaron a sabiendas y hoy se siguen esforzando en hacerlo. Ellos sabían lo que pasaba, y apelar a la buena intención como circunstancia atenuante no es más que prolongar el juego del resorte utópico. Todavía oigo al gran director de orquesta de origen rumano, Sergiu Celibidache, que había conocido muy de cerca el orden totalitario, subir la calle Saint-Jacques de París, en donde vivía, vociferando: “¡Las intenciones!, ¡las intenciones!, ¡los ideales!, ¡los ideales!”. No se juzga un sistema político por la trapacería de los que se han beneficiado de él ni por la de la credulidad de los que han sido engañados. Esa capacidad infinita de autojustificación del totalitarismo utópico, por oposición al totalitarismo directo, explica por qué tantos de sus servidores siguen hoy considerando que no deben sentir ni vergüenza ni pesar. Elevándose sobre una utopía a sus ojos inmaculada, se absuelven de unos crímenes de los que han sido angélicos cómplices en nombre de unos ideales que han pisoteado sin vergüenza.

Por eso, la mínima mención a la realidad histórica del comunismo que anula su cobertura utópica les provoca de inmediato trances convulsivos. Esa epilepsia es la que sufrió el primer ministro socialista de Francia, Lionel Jospin, en otoño de 1997, cuando un diputado de la oposición se permitió preguntarle en la Asamblea Nacional qué conclusiones iba a sacar el Partido Socialista Francés del Libro negro, que entonces acababa de publicarse y del que todo el mundo hablaba. Fuera de sí y fuera de tono, comenzó por acusar a la oposición liberal… ¡de haber estado, en el siglo pasado, a favor de la esclavitud y en contra de Dreyfus! Pasemos por encima la falta de actualidad, cuanto menos mediocre, de esa diatriba. Pero su autor ignoraba visiblemente las ambiguas relaciones del Partido Socialista con el caso Dreyfus. Y respecto a la esclavitud, Víctor Schoelcher, que provocó su abolición definitiva en las colonias francesas en 1848, era un gran burgués liberal y no un socialista. Inglaterra se adelantó a la “patria de los derechos humanos” a la hora de poner en marcha esta medida de justicia. Castelreagh, primer ministro, comenzó por prohibir la trata de esclavos, en el congreso de Viena de 1815. Después, Londres emancipó a los esclavos de sus colonias en 1833, quince años antes de que Francia lo hiciera con los suyos. Es instructivo ver con qué buena conciencia la izquierda logra imaginar que ninguna de las buenas acciones que han mejorado la suerte de la humanidad ha manado de otra fuente que no sea el Partido Socialista o el Comunista. Lo que el jefe de la izquierda “plural”, que no coherente, francesa se guarda muy bien de decir es que la esclavitud fue restablecida en el siglo XX en la Unión Soviética, en la China comunista, en Cuba, en Corea del Norte y en Vietnam. Pero sobre todo, Jospin esbozó una historia imaginada de cabo a rabo de los comunistas, a los que pintó como inmarcesibles defensores de las libertades, adversarios sin tacha del nazismo y constantes aliados de los socialistas. Este patinazo muestra qué extravagancias puede llegar a proferir un hombre inteligente y moderado cuando es presa de la pasión ideológica. ¿Cómo se puede repetir con tanta frecuencia el “deber de memoria” y perder tan fácilmente la propia?[55] ¿Cómo, tras todo lo que se había visto y sabido, un primer ministro socialista podía unirse de este modo a la versión comunista de la historia, al cuento que el PC y la Internacional Comunista habían fabricado tras la guerra? François Furet lo ha dicho: “Los socialistas tienen una especie de superyó bolchevique, por eso recibieron la caída del Muro de Berlín con aire consternado”[56].

Pero este furor, este “superyo comunista” ¿proviene sólo del hecho de que la criminalidad comunista traicionara la utopía? ¿No provendrá más bien de la terrible sospecha de que esa criminalidad tiene raíces filosóficas más profundas y más ambiguas de lo que se piensa o se dice? ¿Y más próximas de las raíces filosóficas del nazismo de lo que se temía?[57]