DE LA ILUSIÓN A LA RESPONSABILIDAD
El ensayo de François Furet El pasado de una ilusión, de 1995, y, por tanto, posterior al fin del comunismo, obtuvo el plebiscito del gran público. Y lo que es más notable, fue comentado favorablemente por casi toda la izquierda intelectual y periodística. Que libros muy críticos hacia el comunismo tuvieran éxito de público no era raro tras la guerra y antes de ella, pero aunque las “masas” de lectores les dieran su aprobación, las elites de izquierda los ejecutaban sin siquiera discutirlos. Que Le Monde des livres le diera el calificativo, raramente otorgado por este periódico, de “obra maestra” a una obra que desautorizaba en lo esencial la línea política seguida por Le Monde desde hace medio siglo inclinaba al optimismo y a pensar que por fin se había aprendido la lección del extravío comunista en este fin de siglo. Sólo el último reducto del pensamiento fósil, atrincherado en escasos órganos, entre ellos en la fortaleza medieval de Le Monde diplomatique, se administró un calmante decretando carente de toda seriedad el trabajo de Furet, autor notoriamente incompetente como historiador, según esos grandes inquisidores. Aparte, pues, de algunas sabrosas excepciones, debidas más a la simpleza que a la malicia, los aplausos surgieron en gran parte de las filas de unos lectores a los que el libro aconsejaba indirectamente que revisaran con energía sus convicciones de antaño y volvieran a evaluar sus compromisos de no hace tanto.
En su momento me pareció que esa aceptación inédita provenía del hecho de que tras la desintegración de la Unión y el Imperio soviéticos en 1991, la batalla ideológica había perdido todo objetivo político. Subestimaba, es cierto, la capacidad de la ideología para sobrevivir a toda perspectiva verosímil de aplicación a la realidad. A pesar de la longevidad de las ideologías, dotadas de la capacidad de dilatarse en el vacío, ese ponerse en situación (en el sentido sartriano) de El pasado de una ilusión difería profundamente del contexto histórico en el que se habían editado los libros de la misma inspiración anteriores a la caída del comunismo. Estos se habían publicado en una época en la que todavía había dos bandos enfrentadosy en la que los argumentos en ellos desarrollados podían tener consecuencias concretas por influir en las opciones militantes o electorales de la opinión pública de los países libres.
A diferencia de sus predecesores, Furet, como subraya explícitamente el título de su libro, trataba del pasado y no del presente. En pocas palabras, no se trataba ya de política sino de historia. De ahí, quizá, la levedad inicial de las resistencias. Con su acostumbrada lucidez, Furet confiaba sin rodeos a L'Événement du jeudi[31]: “Podría haber escrito sin duda este libro hace veinte años. Pero habría rozado lo impublicable. Habría provocado una espantosa polémica. En esa [reciente] época, en Francia era inconcebible ser a la vez de izquierda y anticomunista, la intimidación ideológica era implacable”[32].
Además de la protección que le proporcionaba el carácter retrospectivo, por no decir indoloro, de su análisis, François Furet gozaba del escudo de haber logrado seguir siendo “un hombre de izquierda” probablemente para los comunistas (de los que formó parte en su juventud) y, en todo caso, para los socialistas. Como es sabido, uno de los síntomas de la degeneración del debate de ideas en Francia es que la “posición” desde la que se habla es más importante que lo que se dice. François había logrado la hazaña de seguir “clasificado entre la izquierda”, en esa izquierda a la que él criticaba tanto como yo, e incluso más porque, entre otras cosas, la había despojado de su mito fundador: la Revolución Francesa. En la entrevista con L'Événement du jeudi, que precedió en poco a las elecciones presidenciales de 1995, tiene por otra parte el cuidado de precisar: “Votaré a Jospin sin problemas”. Con una paradójica falta de lógica de la que con seguridad no se engañaba, añade al punto: “Cuando hablo con los dirigentes de la izquierda sufro por su falta de inteligencia histórica”. ¡Un motivo innegable para votarles, evidentemente!
A los dos años largos de El pasado de una ilusión, en octubre de 1997, se publicó El libro negro del comunismo, suma de ochocientas páginas sobre los crímenes del comunismo, de todos los comunismos que existen o han existido en el planeta, realizada por un equipo de historiadores bajo la dirección de Stéphane Courtois[33]. La obra obtuvo un éxito de ventas aún mayor que el obtenido por Furet; pero, a diferencia de este último, el Libro negro provocó el furor inmediato y duradero de las elites de la izquierda pensante y periodística. Se desplegaron todos los ardides, estratagemas, trapacerías y fraudes del viejo arsenal estalinista, para desacreditar el libro sin discutirlo, incluso antes de que se pusiera a la venta. La izquierda no comunista dirigió esa campaña de denigración con una astucia en el subterfugio, un ardor en la calumnia y una exuberancia en la vulgaridad que a menudo superaba la de los propios comunistas. Hubo autoridades universitarias en posición de arruinar la carrera de algunos autores, como Nicolas Werth y Jean-Louis Margolin, que les presionaron para que se desmarcaran del libro que habían contribuido a escribir.
¿Por qué esa diferencia de reacción frente a los dos libros? La sustancia de ambos era la misma aunque se abordaba desde dos ángulos distintos. François Furet debía prologar El libro negro pero se lo impidió su muerte repentina en julio de 1997. ¿A qué se debía que una de las caras de un mismo balance se contemplara sin entusiasmo pero con calma y la otra se rechazara sin examen y entre convulsiones furibundas? Creo que una explicación plausible es que el ser humano puede reconocer a veces que ha sucumbido a la seducción de una “ilusión” pero jamás que ha sido cómplice de un crimen. Furet trataba el comunismo como un error intelectual. De hecho, El pasado de una ilusión llevaba como subtítulo: “Ensayo sobre la idea comunista en el siglo veinte”. Y Courtois y su equipo hacen el cómputo macabro de los cerca de 80 millones de muertos —aparte de los muertos violentos debidos a las dos guerras y otras catástrofes “normales”, si es que así se pueden considerar— directamente imputables a la lógica misma del sistema comunista. Y, repitámoslo, si bien es posible la confesión de un error, se confiesa mucho menos voluntariamente haber cometido un crimen, o haber sido cómplice o haber cerrado los ojos cuando era imposible ignorar que se estaba cometiendo. Es cierto que, como los comunistas occidentales jamás llegaron al poder, no pudieron rivalizar en el mal con sus modelos extranjeros; que tampoco son los autores de los crímenes perpetrados en la Unión Soviética, en China, en Cuba, en Vietnam, en Camboya, en Etiopía y en otros paraísos sobre la tierra. Pero hoy hay innumerables pruebas que demuestran que, en su mayoría, estaban informados o habían podido estarlo si no hubieran cultivado una ceguera voluntaria. ¿Acaso uno de los maestros de la posguerra, Jean-Paul Sartre, no inculcó a la izquierda intelectual su teoría de la responsabilidad? ¿No le enseñó que no era necesario ser el autor personal de un crimen para tener que responder por él? ¿Que bastaba con haber dejado que se perpetrara sin intentar impedirlo ni denunciarlo? ¿Y que si se había ignorado era porque se había elegido permitir que se cometiera? El compromiso sartriano no es una simple posibilidad: es un hecho, es un dato. No es agradable encontrarse ante ese dato cuando se ha sido militante, partidario, simpatizante o simplemente indulgente frente a la criminalidad comunista militante. De ahí el contraste entre el resentimiento lleno de odio provocado por El libro negro y las lánguidas y tristemente soñadoras confesiones murmuradas de boquilla por El pasado de una ilusión.
No quiero agotar con esto la riqueza histórica e intelectual de ese gran libro al que rendí homenaje con motivo de su publicación[34]. Me limitaré a recordar las dos principales explicaciones que da Furet de la “ilusión” pasada y con las que se quedaron los lectores que se sintieron afectados por dicha ilusión o por su herencia actual. La primera se refiere al papel preponderante, organizador y clasificador, desempeñado por la “pasión revolucionaria”, desde 1789, primero en Francia, después en otros países europeos —Italia, Alemania, España y Rusia en primera fila— y finalmente en el mundo entero. La idea de que no se puede mejorar una sociedad mediante una reforma gradual; la convicción de que, para progresar, hay que destruir íntegramente todas las sociedades existentes y sustituirlas por otras, construidas a partir de cero; estas concepciones redentoras de la política permiten entrever por qué el orgullo de ponerse al servicio de tan “brillante porvenir” pudo matar tanto el espíritu crítico como el sentido moral de miles de personas, ya se tratara de los taimados como de los engañados. No puedo por menos que estar de acuerdo con este análisis dado que yo mismo lo desarrollé en El renacimiento democrático en 1992[35].
La segunda explicación de Furet, y sin duda la central, o, en todo caso, la más pertinente para el siglo XX, el siglo del comunismo hecho realidad, consiste en mostrar cómo, a partir de los años treinta, el deber sagrado de la lucha antifascista provoca una Santa Alianza de todas las fuerzas de izquierda, alianza que se tornó en beneficio para los comunistas por la eficacia con la que la manipularon. Furet desmenuza[36] la estrategia del Comintern que a partir de 1934 “se especializa en utilizar la acusación de fascista contra todos sus adversarios, ya sean de derecha o de izquierda”. Hasta ese momento, los comunistas calificaban de “fascistas” no sólo a los mussolinianos y hitlerianos sino también a los liberales y socialistas de los países democráticos. A partir de entonces, admitían que se pudiera ser sinceramente antifascista sin ser comunista, pero a condición de no ser tampoco anticomunista. Obligan a la izquierda, a todos los demócratas, a tomar la siguiente decisión: sólo pueden criticar a Hitler si renuncian a criticar a Stalin[37]. Los comunistas ponen en cierto modo las esposas a toda la izquierda, a todos los demócratas, haciéndoles suscribirse a este principio, que resistirá incluso el pacto entre Hitler y Stalin en 1939: ser anticomunista significa necesariamente ser fascista o, al menos, reaccionario. Fue en esa época cuando cristalizó un persistente interdicto que se expresaría, veinte años más tarde, por el famoso y lastimoso “todo anticomunista es un perro” de Jean-Paul Sartre. Incluso en el año 2000, y a pesar de que el comunismo real se ha hundido en la infamia y el ridículo, se sigue considerando “reaccionarios” a los que lo combatieron cuando era poderoso. ¡A los cincuenta y cinco años de la desaparición del nazismo y a los diez de la del comunismo, sigue funcionando la máquina de descerebrar fabricada por el Comintern[38] en los años treinta!
Así pues, nada más publicarse el Libro negro del comunismo proliferaron las acusaciones de fascismo contra sus autores. La revista L'Histoire[39] (que nos tenía acostumbrados a actuar con más ética) subraya la extraña coincidencia entre la aparición del libro y la celebración de una reunión del Frente Nacional dedicada al proceso del comunismo. Ese mismo reproche se hace, evidentemente, en L'Humanité[40], pero este periódico tiene la excusa de estar para eso. Incluso diré que, desde siempre, es un indicador muy útil para distinguir lo verdadero de lo falso, puesto que nadie ignora que desde el momento en que publica algo, basta tomar su contrario para obtener la mayor aproximación posible a la verdad. Es enormemente cómodo. Pero, desgraciadamente, a L'Humanité la siguieron Témoignage Chrétien[41] y Le Monde[42]. En este último, Patrick Jarreau nos fulmina con el anatema fatídico: la “referencia al crimen contra la humanidad y al juicio de Nuremberg recuerda las declaraciones hechas en más de una ocasión por Jean-Marie Le Pen, presidente del Frente Nacional”. Lo extraño de este eructo ritual es su pobreza. ¿Cómo es posible que en ochenta años la izquierda no haya encontrado nada mejor que acusar de fascistas a todos los seres pensantes que se permiten ponerle ante los ojos su auténtico currículum vitae, es decir, no estar de acuerdo con sus juicios, no sólo políticos sino literarios, filosóficos, económicos o artísticos? Para el director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, el Libro negro sirve de “excusa para los que quieren demostrar que un crimen y otro son equivalentes, las últimas barreras que nos protegen de la legitimación de la extrema derecha están caducas”. ¡Curiosa concepción utilitaria de la investigación científica! ¿Acaso el trabajo de los historiadores sobre los crímenes de los colonizadores franceses tenían como función exculpar a los colonizadores españoles o ingleses? Para Madeleine Rebérioux[43], presidenta de honor de la Liga de los Derechos Humanos, el objetivo de Stéphane Courtois es “en cierto modo” (¿cuál?, precisemos, por favor) exculpar a Papón, el prefecto del gobierno de Vichy cuyo juicio tenía lugar esos días en Burdeos. No merece la pena contarnos en sesión continua que no hay que confundir el comunismo con el estalinismo, que es una deformación del primero, porque los más burdos golpes bajos estalinistas siguen siendo de uso común de la intelligentsia parisina, alta y baja, y de sus sosias políticos[44].
El historiador Pierre Vidal-Naquet ve en los autores del satánico Libro negro la voluntad de “sustituir los crímenes del nazismo por los del comunismo, y no sólo los del estalinismo, como repelente universal”[45]. ¿Está permitido hacer la observación de que, hasta el presente, son más bien los crímenes del nazismo los que han sido sistemáticamente “instrumentalizados” para ocultar, minimizar, es decir, justificar los del comunismo? ¿Está también permitido asombrarse ante la idea de que la pintura de la serie comunista de los crímenes totalitarios pueda servir para atenuar la gravedad de la otra serie? La descripción exacta de los crímenes del comunismo no absuelve los crímenes del nazismo ni viceversa. ¿Merecen llamarse investigadores científicos esos sectarios que razonan así, es decir, que posponen el conocimiento de la verdad a las consecuencias que dicho conocimiento puede tener para su querida causa si ilumina demasiado la opinión de la gente? Sin embargo, la socióloga Annette Wieviorka iza esa misma bandera, en cierto modo estandarte de un lyssenkismo histórico-sociológico. En efecto, según ella, el Libro negro tiende a “sustituir en la memoria de los pueblos la criminalidad nazi por la criminalidad comunista”[46]. ¡Qué fabuloso engaño! ¿Desde cuándo el estudio de un fenómeno histórico sustituiría “en la memoria de los pueblos” a otro fenómeno histórico? Uno sonríe con indulgencia cuando ve lo grosero de la trama con la que tejen los politicastros mediocres. ¡Pero cuando lo hacen los investigadores científicos! La clave del enigma es que quieren para ellos lo mismo que reprochan, sin razón, a los otros de hacer en sentido contrario: utilizar el nazismo para impedir que salga a la luz del día la verdadera historia del comunismo.
El 4 de diciembre de 1997 participé en el programa de Jean-Marie Cavada “La Marche du siècle”, dedicado a El libro negro. Más adelante me extenderé sobre él pero me gustaría recordar desde ya el gesto, tan significativo, de Robert Hue, secretario nacional del Partido Comunista Francés, quien al final de la emisión exhibió de repente un ejemplar del periódico lepenista National Hebdo e increpó a Stéphane Courtois, también presente, acusándole (como empieza a ser habitual) de hacer el juego a la extrema derecha que “pide un nuevo juicio de los comunistas y de los judíos”. Que se siga tolerando esa manera de proceder, que no deshonre definitivamente a los que la utilizan, y que el primer responsable de un partido presente en el Parlamento y partícipe en el gobierno, que además pasa por ser un comunista “moderado”, un cerebro marxista de “nuevo tipo”, pueda emplearlos sin problema en una cadena de televisión denominada pública muestra lo lejos que está la izquierda francesa de poner sus relojes en hora respecto a la historia contemporánea. Esta izquierda prefiere juzgar a la historia, por haberse equivocado al despachar el comunismo, más que a sí misma, porque ella estaba y sigue estando en el buen camino. En el coloquio de intelectuales del Este y del Oeste, mencionado anteriormente, se oyó a una dama exclamar: “¿Hemos cometido errores? ¡En absoluto! Es la historia la que ha cambiado de dirección”.
Pero me apresuro a salvar al conjunto de la prensa y de los intelectuales de izquierda, una parte importante de los cuales, y la que tiene más autoridad, ha sabido mostrarse, por suerte para Francia, a la altura de la cuestión planteada por El libro negro o, más exactamente, de la respuesta dada por dicho libro a la cuestión de la criminalidad comunista. A diferencia de Pierre Bourdieu, que se ha apoltronado en una inepcia que sólo se puede encontrar en “la izquierda de la izquierda” (¡guardemos por mucho tiempo este tesoro, “punto de referencia” indispensable!) escribiendo en Le Monde[47] que nuestra sociedad “ultraliberal” (aplausos, por favor) estaba impregnada “de una tendencia rampante o declarada hacia el fascismo”, otros han salvado el honor de su familia política. Jean Daniel y Jacques Julliard en Le Nouvel Observateur, Jacques Amalric y Laurent Joffrin en Libération, se encuentran, junto a André Glucksmann, entre los que cumplieron con firmeza con el deber de honestidad intelectual y moral que impone, en primer lugar, levantar acta de los hechos y sacar conclusiones sin contorsionismos pasados de moda. Un deber que Jean-François Bouthors ha afianzado en este bello pasaje de un artículo publicado en La Croix[48]: “Hay que leer, una por una, todas las páginas de este libro y no lanzarse a la polémica sin haber respetado a las víctimas de las que se ocupa. Se leerá página tras página, de principio a fin. Diciéndose, quizá, que una página es un paso, modesto, entre los de los deportados y que siempre estaremos demasiado lejos de la realidad como para hacernos una idea del drama, del sufrimiento… Después de haberlo leído, hasta el final, hablaremos, discutiremos. Así cumpliremos con el deber de memoria y respetaremos el honor de las víctimas. Pues antes que hablar de ideología, de intenciones políticas, de lo que se trata es de las víctimas”.
Así, como no es raro, entre los intelectuales, los periodistas se han mostrado en este tema más escrupulosos hacia la verdad histórica que algunos historiadores oficiales orondamente instalados en las organizaciones universitarias de altos estudios y bajas obras. Ya he relatado cómo dos de los participantes en el Libro negro, Nicolas Werth. autor del capítulo sobre la Unión Soviética, y Jean-Louis Margolin, autor del capítulo sobre China, sufrieron las presiones de sus superiores universitarios, que prácticamente les chantajearon con el futuro de su carrera conminándoles a que se retractaran, cosa que hicieron, especialmente el 13 de noviembre de 1997 en la emisión de Bérnard Pivot “Bouillon de culture”.
Este abuso de poder es una buena ilustración de los estragos causados por el centralismo universitario francés y de sus efectos esterilizadores en la vida intelectual nacional. En los países en los que la enseñanza superior y la investigación se diseminan por decenas de universidades independientes entre sí y de un poder central englobador, una investigación puede ir sin problemas a contracorriente del humor ideológico de tal o cual universidad sin que ello le impida continuar sus trabajos o ganarse la vida. Si es valioso, otra universidad lo acogerá, sin caer en unos prejuicios capaces de chocar con los resultados de su investigación. No es eso lo que ocurre en Francia, donde cada ámbito de la investigación de alto nivel está bajo el control de un potentado situado en la cúspide, dueño absoluto de los nombramientos y los créditos, y frente al cual es indispensable la servidumbre intelectual y personal de todo aquel que quiera sobrevivir. Añado que, al obligarle a “retractarse”, el jefe de Nicolas Werth demostró el bajo nivel de su conciencia científica, porque es posible retractarse de una opinión, no de un hecho. Obligar a retractarse a un historiador que dice: “Napoleón perdió la batalla de Waterloo” es una prueba de bufonería totalitaria, no de controversia histórica.
Estas mezquinas peloteras no deben ocultarnos el fondo del problema. Si el Libro negro provocó la “horrible polémica” que François Furet se alegraba de haber evitado con El pasado de una ilusión es porque, por el simple hecho de agrupar el conjunto de los crímenes del comunismo dejando hablar solamente a la realidad, articula una acusación mucho más demoledora para el comunismo (y para los que lo aclamaron o aceptaron) que el libro publicado sólo un año antes.
La “pasión revolucionaria” que evoca Furet puede, como todas las pasiones, ser ciega. Es una debilidad en la que, en el caso del comunismo, hay que lamentar haber caído: no es un crimen. La solidaridad antifascista puede haber sido una trampa en la que se ha caído, pero es una trampa honrosa. Los ingenuos que cayeron en ella cometieron sin duda un error de juicio, no una falta contra la moral. No era agradable recordar gracias a Furet que uno había estado engañado, pero no era ser criminal.
Con el Libro negro pasamos de la amonestación paternal a la sala de lo criminal. Legiones de criminales comunistas desfilaban al completo por primera vez, inventariadas y reunidas en una síntesis exhaustiva. Cada uno de los informes reunidos en esa masa contiene informaciones que, en parte, se conocían desde hacía tiempo. Pero como llegaban a Occidente en pequeños paquetes separados y unas veces atañían a un país comunista y otras a otro, era relativamente fácil criticarlas, hacer como que no se veían, enterrarlas a toda velocidad. La historia de la autodesinformación de Occidente se ha ido escribiendo a lo largo de la historia del comunismo[49]. La novedad del Libro negro, la razón de su violento efecto de choque, es que nos presenta la suma total. Además, por ser fruto del trabajo de investigadores eminentes, añade nuevas informaciones a las ya sabidas. Controla, verifica, corrobora y completa. De ello surge una conclusión: el comunismo fue otra cosa, y mucho peor, que una “ilusión”: fue un crimen. Haber sido comunista significaba haber sido coautor o cómplice de un colosal crimen contra la humanidad.
Y además, la “connivencia”, como decía el pobre cardenal Decourtray, que amplias capas de la izquierda no comunista mantuvieron con el comunismo podía explicarse durante los años treinta por imperativo de la lucha antifascista. Pero (y es una objeción que he hecho a Furet, tanto en mi reseña de su libro como en varios debates posteriores, públicos o privados) esa justificación deja de ser pertinente tras la guerra y más aún después, en los años setenta. Y fue precisamente en esos años en que no sólo no había ningún peligro serio de fascismo en Europa sino que, por el contrario, acababan de desvanecerse el franquismo y el salazarismo, cuando los socialistas se dedicaron a remarxizarse, a acercarse al PCF, a la Unión Soviética y a arrojar al infierno de la reacción eterna a los pocos obstinados que analizaban sin condescendencia el comunismo. Furet fuerza un poco la mano cuando sugiere que los socialistas siempre han respetado el comunismo en virtud del precepto: “¡Ningún enemigo a la izquierda!”. Recordemos, sin necesidad de remontarnos al congreso de Tours, a los años veinte, al imperecedero “¡Fuego a Léon Blum, fuego a la socialdemocracia!” del perecedero Aragon, que la II Internacional y, en Francia, la SFIO volvieron, en la Resistencia y después de 1945, a su tradición antitotalitaria. El socialista Jules Moch, ministro del Interior de 1947 a 1950, no dio la impresión de que le paralizara el miedo a ser considerado anticomunista cuando reprimió sin miramiento las huelgas insurreccionales del invierno de 1947-1948, ni cuando desveló sin rodeos, en la tribuna de la Asamblea Nacional, los secretos de la Banca soviética en Francia y su papel en la financiación por Moscú del Partido Comunista Francés. Fue un presidente del consejo de ministros socialista, Paul Ramadier, el que en mayo de 1947 expulsó del gobierno a los ministros comunistas. Y es la época en la que el lema favorito de la SFIO era: “Los comunistas no están a la izquierda, están al Este”. El tabú de los años treinta que prohibía a la izquierda el anticomunismo y el antisovietismo había sido, pues, pulverizado. Acabó de desaparecer del todo cuando las revueltas populares de Berlín Este en 1953, de Polonia y Hungría, en 1956, revueltas reprimidas por el ocupante soviético con la ferocidad conocida. Durante los años cuarenta y cincuenta, la relación entre las dos izquierdas había dado un vuelco. Lejos de doblar el espinazo y de seguir tragando con el chantaje comunista: “Si sois anticomunistas, sois fascistas”, los demócratas de izquierda pasaron a ser fiscales y les llegó el turno de acusar a los comunistas exigiéndoles una explicación de la incalificable conducta de la Unión Soviética en Europa central. El “informe secreto” de Nikita Jruschev en 1956 terminó de desacreditar a los comunistas como paladines de las libertades. Y la construcción del Muro de Berlín, en 1961, fortaleció ese descrédito.
No puede por menos de asombrar ver cómo, durante los años sesenta y, todavía más, en los setenta, se vuelve a instaurar el tabú que proscribe el anticomunismo a la izquierda —¡e incluso a la derecha!—. En Francia se adopta el “Programa común” social-comunista que, lejos de deberse sólo a causas electorales ligadas a los imperativos del escrutinio mayoritario, traducía una renovación de las convicciones marxistas-leninistas profundas en la nueva generación socialista. Willy Brandt en Alemania, Olof Palme en Suecia, Kalevi Sorsa en Finlandia, empujan a la socialdemocracia hacia el sentido prosoviético. Y, bajo ese impulso, la Internacional Socialista se dedicó, por primera vez en su historia, a hacer la corte a Moscú. De entre los dirigentes socialdemócratas europeos, sólo Mario Soares en Portugal y Felipe González en España se resistieron a esta evolución. En una época en que ya era imposible ignorar no sólo el carácter irremediablemente despótico de todos los regímenes comunistas sino también su fracaso económico y cultural crónico, los progresistas occidentales se dedicaron a copiar como nunca su doctrina. Así, en 1977, el PS francés dio a luz una Pequeña bibliografía socialista destinada a la formación teórica de sus afiliados. El folleto está enriquecido con un prefacio de Lionel Jospin, entonces secretario nacional y futuro primer secretario del PS, para luego ser ministro de Educación Nacional, candidato a la presidencia de la República y primer ministro. La lista de los “clásicos del socialismo” cuya lectura se recomienda a los militantes está, de hecho, compuesta prácticamente por clásicos… del comunismo. Excepto Jaurès y Blum, cuyas obras hubiera sido difícil censurar, la Bibliografía no menciona, según una lógica típicamente leninista, ninguno de los autores fundamentales de la tradición marxista reformista, Karl Kautsky, Otto Bauer o Édouard Bernstein. Siguiendo la tendencia del sectarismo bolchevique, esas bestias negras de Lenin desaparecen. Y sobreviven, además de Marx y Engels, sobra decirlo, el propio Lenin, Rosa Luxemburgo, Antonio Gramsci, Mao Zedong (cuyos crímenes, en 1977 ya estaban ampliamente documentados y su inanidad filosófica sacada a la luz del día por Simón Leys) y, finalmente, Fidel Castro, otro virtuoso de los pelotones de ejecución, a quien ni los soviéticos habían tenido el valor de elevar a la categoría de pensador. Uno llega a lamentar que el PS no haya empujado a sus militantes a impregnarse de las obras de esos titanes intelectuales llamados Kim Il Sung y Enver Hoxha.
Unir la excomunión de los anticomunistas con la necesidad de contrarrestar el fascismo me parece, pues, una muestra de lo que el propio Furet repudiaba en Pensar la revolución francesa como huera “explicación por las circunstancias”, a veces imaginarias.
Pero quiero precisar que todos los elementos destinados a cerrar el pico a los detractores del Libro negro se encuentran ya en El pasado de una ilusión. Furet no hubiera aceptado prologar el hercúleo trabajo emprendido por Stéphane Courtois y su equipo, y que sólo su prematura muerte le impidió hacer, si no hubiera estado convencido de la verdad de sus resultados. Hay que decir por último que, para el público, la imagen simplificada del ensayo de Furet descansaba en dos ideas: “ilusión” y “frente antifascista”. Toda obra de reflexión que logra una difusión masiva se ve reducida a un pequeño número de tesis tanto más sumarias cuanto más amplio es el círculo de su audiencia.
El misterio de las reacciones frente al Libro negro reside en que el alegato fariseo a favor del comunismo y la taimada rabia contra el anticomunismo han sobrevivido no sólo al peligro fascista ¡sino incluso a la esperanza comunista! Furet subraya con mucha claridad esta contradicción en el epílogo a El pasado de una ilusión: “En Occidente, es más universal la condena al anticomunismo en vísperas de la implosión del régimen fundado por Lenin que en los buenos tiempos del antifascismo victorioso”.
Ninguna de las justificaciones que desde 1917 se han hecho a favor del comunismo real ha resistido a la experiencia; ninguno de los objetivos que pretendía alcanzar ha sido alcanzado: ni la libertad, ni la prosperidad, ni la igualdad, ni la paz. A pesar de que su desaparición se debe más al peso de sus vicios que a los golpes de sus adversarios, posiblemente no ha estado nunca tan ferozmente protegido por tantos censores tan desprovistos de escrúpulos como después de su naufragio.
¡Cuánta abnegación se necesita para luchar a favor de un sistema político e ideológico que carece de futuro, y hasta de presente, y cuyo pasado es tan grotesco, estéril y sangriento! Llevar hasta tan lejos el sacrificio voluntario de la propia inteligencia conduce a la estima, pero sigue siendo un enigma: sin duda, el enigma del hombre mismo.