CAPÍTULO IV

UN DEBATE AMAÑADO: SOCIALISMO CONTRA LIBERALISMO

Un malentendido falsea casi todas las discusiones sobre los méritos respectivos del socialismo y del liberalismo: los socialistas se figuran que el liberalismo es una ideología. Y, mediante una sumisión mimética descrita ya en más de una ocasión en estas páginas, los liberales se han dejado inculcar esta visión groseramente errónea de sí mismos. Los socialistas, educados en la ideología, no pueden concebir otras formas de actividad intelectual. Arrojan por doquier esta sistematización abstracta y moralizadora que les habita y sostiene. Creen que todas las doctrinas que les critican copian la suya, limitándose a invertirla, y que, como la suya, prometen la perfección absoluta pero por vías diferentes.

Si, por ejemplo, un liberal dice a un socialista: “En la práctica, el mercado parece un medio menos malo para la asignación de los recursos que el reparto autoritario y planificado”, el socialista responde inmediatamente: “El mercado no resuelve todos los problemas”. ¡Claro! ¿Quién ha dicho esa sandez? Pero como el socialismo fue concebido con la ilusión de resolver todos los problemas, sus partidarios prestan a sus oponentes la misma pretensión. Ahora bien, felizmente, no todo el mundo es megalómano. El liberalismo jamás ha ambicionado construir una sociedad perfecta. Se contenta con comparar las diversas sociedades que existen, o han existido, y sacar las conclusiones pertinentes del estudio de las que funcionan o han funcionado menos mal. Sin embargo, numerosos liberales, hipnotizados por el imperialismo moral de los socialistas, aceptan discutir en el mismo terreno que ellos. “Creo en la ley del mercado, pero no es suficiente”, declara el economista americano Jeremy Rifkin[23]. “El mercado libre no puede resolverlo todo”, subraya el especulador George Soros[24]. Estas pobres perogrulladas emanan de un pensamiento estereotipado, según el cual el liberalismo sería una teoría opuesta al socialismo por sus tesis pero idéntica por sus mecanismos.

Pero no es ninguna de las dos cosas. Cuando digo que el liberalismo jamás ha sido una ideología quiero decir que no es una teoría basada en conceptos previos a toda experiencia, ni un dogma invariable e independiente del curso de las cosas o de los resultados de la acción. No es más que un conjunto de observaciones sobre unos hechos que ya se han producido. Las ideas generales que de ello se derivan no constituyen una doctrina global y definitiva que aspira a convertirse en el molde de la totalidad de lo real, sino una serie de hipótesis interpretativas relativas a acontecimientos que han tenido efectivamente lugar. Adam Smith, al comenzar a escribir La riqueza de las naciones, constata que algunos países son más ricos que otros. Se esfuerza en distinguir en su economía los rasgos y los métodos que pueden explicar ese enriquecimiento superior para intentar extraer indicaciones recomendables. Procede así del mismo modo que Kant quien, en la Crítica de la razón pura, dice a sus colegas filósofos: desde hace dos mil años intentamos elaborar teorías de lo real válidas para la eternidad. Regularmente son rechazadas por la generación siguiente debido a falta de demostración irrefutable. Ahora bien, desde hace un siglo y medio, nos hallamos ante una disciplina reciente que finalmente ha logrado establecer con certeza algunas leyes de la naturaleza: es la física. En lugar de obstinarnos en nuestro estéril dogmatismo metafísico, observemos qué han hecho los físicos e inspirémonos en sus métodos para intentar igualar su éxito.

Hay, pues, que negarse a concebir el enfrentamiento entre socialismo y liberalismo como el enfrentamiento entre dos ideologías! ¿Qué es una ideología? Es una construcción a priori elaborada antes de y pese a los hechos y los derechos, es lo contrarío de la ciencia y de la filosofía, de la religión y de la moral. La ideología no es ni ciencia, por la que ha querido hacerse pasar; ni moral, de la que ha creído tener las llaves y arrogarse el monopolio, ensañándose en destruir su fuente y condición: el libre albedrío individual; ni religión, a la que con frecuencia y equivocadamente se ha comparado. El significado de la religión proviene de la fe en una trascendencia y la ideología pretende hacer perfecto este mundo. La ciencia acepta, incluso diría que provoca, las decisiones de la experiencia, y la ideología siempre las ha rechazado. La moral se basa en el respeto al ser humano, y la ideología no ha reinado más que para destrozarle. Esta funesta invención del lado negro de nuestra inteligencia, que tan cara ha costado a la humanidad, engendra, además, en sus adeptos ese curioso defecto que consiste en atribuir al otro la misma forma de organización mental. La ideología no concibe que se le pongan objeciones más que en nombre de otra ideología.

Toda ideología es un extravío. No puede haber ideología justa. Toda ideología es intrínsecamente falsa por sus causas, motivaciones y fines, que consisten en realizar una adaptación ficticia del sujeto a sí mismo; a ese “sí mismo”, al menos, que ha decidido no aceptar la realidad ni como fuente de información ni como juez del correcto fundamento de la acción.

Carece, pues, de sentido decir que cuando una ideología está muerta hay que sustituirla urgentemente por otra. Sustituir una aberración por otra aberración es ceder de nuevo al espejismo. Poco importa qué espejismo sustituya al anterior porque lo que cuenta no es el contenido de una ilusión sino la ilusión misma.

El liberalismo no es el revés del socialismo, no es un totalitarismo ideológico regido por leyes intelectuales idénticas a las que él critica. Este error hace que el diálogo entre socialistas y liberales sea absurdo. Así, a lo largo de toda la entrevista con Frédéric Martel (relatada en el capítulo precedente), mi simpático interlocutor estaba obsesionado por la idea de que, como viejo “visceral”, sólo he combatido el comunismo para promocionar el liberalismo. Como la caída del comunismo ha vuelto caduca mi panoplia guerrera, ahora tengo que hacer, como dice más adelante al hacer la reseña de mis memorias, mi autocrítica como sectario del fanatismo liberal, ahora inútil. Pero, además de que el liberalismo jamás ha sido un fanatismo lanzado contra nadie, yo no he luchado jamás contra el comunismo en nombre del liberalismo. Ante todo, he luchado contra el comunismo en nombre de la dignidad humana y del derecho a la vida. El que el fracaso permanente y ridículo de las economías administradas diera algunos argumentos a los economistas liberales —aunque todavía hoy muchos socialistas lo nieguen empecinadamente— era incontestable pero no era lo esencial. Cuando uno se encuentra ante una prisión a la que se suma un manicomio y una asociación de asesinos no se pregunta si hay que destruirla en nombre del liberalismo, la socialdemocracia, de la “tercera vía”, del “socialismo de mercado” o del anarcocapitalismo. Tales argucias son incluso indecentes, y el debate sobre liberalismo o social-estatalismo sólo puede renacer legítimamente en una sociedad que ha vuelto a la libertad. He combatido el socialismo movido por la misma “obsesión” que antaño me hizo combatir el nazismo: la “idea fija”, “visceral”, del respeto al ser humano. No para saber si tiene razón Margaret Thatcher o Jacques Delors, Alain Madelin o Lionel Jospin, Reagan o Palme. Esta segunda cuestión supone el restablecimiento previo de una civilización de la libertad.

Los socialistas contemporáneos, totalitarios light, al menos en sus estructuras mentales y verbales, yerran cuando imaginan que los liberales proyectan, como ellos, la creación de una sociedad perfecta y definitiva, la mejor posible, pero de signo contrario a la suya. En esto yace el contrasentido del debate postcomunista. No merece la pena aplaudir a Edgar Morin cuando recomienda el “pensamiento complejo” frente al “pensamiento simplista” si después se refuerza el simplismo más desmesurado.

Articulemos, en un paralelismo pedagógico, la siguiente afirmación: “La libertad cultural es más propicia a la creación literaria, plástica y musical que el dirigismo estatal”. Este enunciado empírico, basado en una amplia experiencia pasada y presente, no implica el compromiso de que todas las producciones nacidas en condiciones de libertad (o en el seno de los regímenes totalitarios, en condiciones de disidencia) hayan sido, sean o vayan a ser siempre obras de arte. ¡Pues eso es lo que entiende el socialista! Inmediatamente citará miles de libros, de cuadros, de obras de teatro y de películas mediocres o pésimas nacidos en un contexto de libertad. Exclamará: “¡Como verá, el liberalismo no funciona!”. En otras palabras, atribuye al liberalismo su propio totalitarismo. Considerándose propietario de un sistema que resuelve todos los problemas, incluido el de la belleza, cree que basta suprimir el mercado para suprimir la fealdad. El totalitarismo cultural no ha producido, por su parte, más que fealdad. Esto no le molesta. ¿Acaso el estatalismo no ha roto también los desechos del arte capitalista? Que haya habido que cargarse el arte mismo, al meterse a dirigirlo, ¿no era acaso el precio que había que pagar por ese saneamiento?

Evidentemente, y espero que me concedan el beneficio de pensar que no lo ignoro, siempre ha habido artistas a los que el mercado no les permitía vivir y que han sido pensionados por príncipes, subvencionados por repúblicas o ayudados por mecenas privados. Pero también ha sido inmenso el número de aquellos a los que su éxito les bastaba para alimentarse, cuando no para enriquecerse. Sin embargo, tampoco perdamos de vista el hecho de que ni el mercado ni la subvención garantizan el talento, ni su ausencia. El mercado puede hacer que les llueva una fortuna a Carolus Durand o a Pablo Picasso. La subvención estatal puede dar la necesaria seguridad a un auténtico genio tanto como dinero fácil a un falso creador cuyos méritos principales son la amistad con un ministro, el compadreo político y la cara dura en las relaciones públicas. Decretar que el mercado es en sí reaccionario y la subvención progresista no sólo es una muestra de pensamiento simplista sino interesado, el de los virtuosos del parasitismo del dinero público.

Cuando Juan Pablo II visitó Polonia en junio de 1999 oí a un periodista de France-Info “informar” a sus oyentes diciendo en sustancia: el Papa sabe que la vuelta de los polacos al capitalismo les ha proporcionado cierta prosperidad, aunque en detrimento de la justicia social. Lo que da por sobreentendido que el comunismo les había proporcionado justicia social. Numerosos estudios han demostrado cuánta hipocresía se escondía tras ese mito. Es cierto que el capitalismo no proporciona igualdad, pero el comunismo, menos, y además sobre una base de pobreza general. Pero, una vez más, se juzga al comunismo por lo que se suponía que iba a proporcionar y al capitalismo por lo que efectivamente proporciona. Y ni siquiera por eso. Porque si así fuera se constataría (también hay innumerables análisis sobre ello) que en 1989, último año del comunismo, un parado con subsidio do Occidente cobraba entre diez y doce veces más, en poder adquisitivo real, que un obrero del Este con un supuesto “empleo”. Dicho de otro modo, son las sociedades del capitalismo democrático las que han establecido los sistemas de protección social con más capacidad de corregir las desigualdades y los accidentes de la vida económica. Pero se está negando esta realidad cuando se persiste en comparar la perfección de lo que no existe —la utopía comunista— con las imperfecciones de lo que existe —el capitalismo democrático.

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Este combate de boxeo entre socialismo y liberalismo está tanto más amañado cuanto que en él domina la confusión entre liberalismo político y económico, economía de mercado y capitalismo, laissez-faire y “selva” sin ley. Es desolador, por ejemplo, que un premio Nobel de economía, Maurice Allais, cometa la falta de ortografía de poner “laisser-faire” en infinitivo y tronar contra las “perversiones laisser-fairistas[25]. Todo el mundo sabe o debería saber que el célebre laissez faire, laissez passer de Turgot y los fisiócratas es sinónimo de libertad de empresa y de libertad de comercio. Está en imperativo y con una connotación de actividad que no tiene ninguna relación con el abandono apático de los infinitivos sustantivados, unidos por un guión, el laisser-faire, degradado después a laisser-aller. Fue, según se dice, un comerciante, François Legendre (o Le Gendre) el primero que dijo a Colbert, que le preguntaba de qué modo podía ayudar al comercio el gobierno del rey: “Dejadnos hacer”[26]. En efecto, puede muy bien existir un capitalismo sin mercado. Incluso el sueño de muchos capitalistas consiste en lo privado sin mercado, lo privado protegido de la competencia por un poder político cómplice y retribuido. Ese fue el sistema practicado durante décadas en América Latina, un capitalismo al que erróneamente se calificó como “salvaje” cuando estaba admirablemente organizado para servir a los intereses de una oligarquía. Es la razón por la cual cuando el “subcomandante Marcos” hincha el pecho denominándose “jefe de la lucha mundial contra el neoliberalismo”, al que califica de “crimen contra la humanidad”, en realidad está sirviendo al capitalismo privado sin mercado, al capitalismo asociado al monopolio político del Partido Revolucionario Institucional que, durante cuarenta años y en nombre del socialismo ha alimentado la pobreza del pueblo mexicano en beneficio de una oligarquía.

El capitalismo antiliberal fue también durante mucho tiempo la especialidad de Japón y, como nadie ignora, de Francia. En Francia, los enemigos del liberalismo se dan la mano en un popurrí en el que se mezclan comunistas, trotskistas, extremistas de derecha del Frente Nacional, una parte de socialistas y otra de antiguos gaullistas, muchos neokeynesianos, proteccionistas y subvencionistas culturales, privilegiados del sector público, unidos todos por los más heteróclitos motivos en una payasada ideológica disparatada y, sobre todo, interesada.

Durante más de medio siglo, el capitalismo francés ha sido, y sigue siendo hoy en gran parte, un capitalismo cerrado, un doble mimético del poder político. Todas las operaciones de fusión entre sociedades privadas, o así denominadas, todos los contratos que atañen a las empresas públicas y privadas sólo se decidían tras consulta y aprobación por el gobierno y, en muchos casos, del presidente de la República en persona. Esta tradición del capitalismo cerrado ha sido común a la derecha y a la izquierda. Las dos lo justificaban por la necesidad de defender la independencia nacional y la solidaridad social. Derecha e izquierda promulgaron leyes sociales y aumentaron la carga fiscal. Uno de los últimos aumentos masivos de impuestos se debió al gobierno Juppé. Como dice Nicolas Baverez[27], dio en 1995 a nuestra economía un golpe tan duro como el primer choc del petróleo, en 1973.

Por ello no puedo por menos de volver a indignarme cuando veo el siguiente pasaje intercalado en el ensayo de Alain Touraine citado más arriba: “El fin de la ilusión liberal”, le hacen decir, “debilitó y desorientó a la derecha, que fue violentamente rechazada por el sufragio universal”. En primer lugar, la derecha francesa fue rechazada en las elecciones legislativas de 1997 mucho menos violentamente de lo que lo había sido la izquierda en las de 1993. En segundo, como la izquierda, la derecha no ha sucumbido en absoluto en Francia a la “ilusión liberal”, si es que existe tal ilusión. Y si existe es, por el contrario, la Unión Europea la que cede a ella sin vuelta de hoja. Pues es Europa la única que nos lleva hacia el liberalismo y la que ha obligado a Francia a salir de la vieja cuneta “social-estatalista”, según expresión de Guy Sorman[28]. Más bien lo que hoy se rechaza, en los actos si no en todas las mentes, es la ilusión estatalista común a casi todos los partidos políticos de Francia.

Esto lo analiza muy bien Jacques Lesourne[29]. Ex director del diario Le Monde y presidente de la asociación Futuribles, fundada por Bertrand de Jouvenel (el ilustre autor de Vers l'économie dirigée), Lesourne es un economista y sociólogo al que difícilmente se puede calificar de ultraliberal sediento de sangre.

Con algo de provocación y, en mi opinión, de simplificación, sostiene que desde la Liberación hasta los años 1975-1980, Francia ha sido en el ámbito económico lo que él denomina una Unión Soviética con éxito. Este éxito se fraguó, dice, bajo la forma de un compromiso entre marxistas y socialcristianos en torno al Estado. Se caracterizó por un sector público muy vasto, por el control de precios, de salarios, de intercambio y circulación de capitales, por el control de los tipos de interés y la regulación del mercado de trabajo. Este modelo coincidió con los en ocasiones denominados “Treinta Gloriosos” años. Y a pesar de los gigantescos errores cometidos, se ha mantenido gracias a la eficacia de la Administración francesa y a haber dejado un apreciable margen e iniciativa a las empresas privadas. Hoy, dice Lesourne, este modelo está en desuso, quebrado, caduco. ¿Por qué? Por su incapacidad de adaptación a las dos grandes novedades del futuro: la mundialización y la sociedad de la información. El acontecimiento histórico al que hoy estamos asistiendo es la agonía del sovietismo a la francesa.

Cuando el secretario nacional del Partido Comunista Francés, Robert Hue, expresa el deseo[30] de que el gobierno de la llamada “izquierda plural”, en la que figuran ministros comunistas, se desprenda de la “empresa liberal”, se anticipa audazmente. Si hay empresa, es todavía estatal. Pero Hue expresa también temores fundados, desde su punto de vista, porque la erosión del sovietismo a la francesa, a pesar de los sólidos bastiones de privilegios en los que halla refugio, ha emprendido un camino sin retomo.

La economía de mercado, basada en la libertad de empresa y el capitalismo democrático, un capitalismo privado, disociado del poder político pero asociado al Estado de derecho, es la única economía que puede considerarse liberalismo. Es la que está estableciéndose en el mundo, con frecuencia a espaldas de los hombres que a diario la consolidan y la amplían. No se trata de que sea la mejor o la peor. Es que no hay otra —a no ser en la imaginación—. Es lo que, en 1989, quería decir Francis Fukuyama en su Fin de la Historia. Describía el “punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democratización liberal occidental como forma final de gobierno humano”. Debido a que expresaba una verdad tan evidente como escandalosa, su libro tuvo un éxito mundial instantáneo y, a continuación, pasó a ser objeto de oprobio en el momento en que los fieles de la ideología difunta se recobraron. Pues aunque ya no sea posible la opción de un mundo totalitario en funcionamiento, ello no obsta para que los que odian la libertad la combatan e intenten eliminarla. Incluso a pesar de que el mundo totalitario ha sido engullido, de que sus partidarios sólo abracen el vacío, siguen queriendo destruir la libertad como si su contrario siguiera siendo una perspectiva plausible y un programa realizable.