CAPÍTULO III

EL AUTÉNTICO CULPABLE DEL SIGLO XX: EL LIBERALISMO

La defensa póstuma del comunismo tiene como aspecto suplementario acusar al liberalismo. Rehabilitar el comunismo como tal era una tarea difícil, por no decir imposible, por lo que se pensó en defender su causa de modo indirecto, demostrando que su contrario, el liberalismo, era todavía peor. Además de la nobleza de intenciones en que se inspiraba, el comunismo había tenido, pues, el mérito de servir de freno a la dominación exclusiva del liberalismo y limitar sus estragos. Y ahora que el dique comunista ha sido arrancado, el mal liberal es libre de expandirse por doquier y con su corolario, la mundialización, sume a la humanidad en la miseria o, al menos, en la injusticia.

De este modo, tras la descomposición de la Europa comunista se afirma en uno o dos años un “pensamiento único” según el cual, usando la frase de una socialista miembro del gobierno de Lionel Jospin, “el siglo XX ha asistido al fracaso del liberalismo”. Algunos ingenuos habían podido sacar de la observación de los hechos la vaga impresión de que, más bien, a lo que el siglo XX ha asistido es al fracaso de las economías administradas. Según la impresión de testigos e historiadores, las economías que habían fracasado de modo más trágico eran la de la Rusia de Stalin y de Bréznev o la de la China del Gran Salto Adelante. Daba la impresión de que, entre los países en vías de desarrollo, los que estaban en peor estado eran los que habían aplicado las recetas soviéticas o maoístas. A primera vista, uno estaba inclinado a creer que desde 1945 la vida había sido más soportable en Holanda que en Bulgaria, en Francia o Italia que en Rumania o Polonia; en la Alemania Occidental que en la Oriental; en Corea del Sur que en Corea del Norte e incluso en la India que en China.

Pues no, ¡no hay que caer en la trampa de esas estimaciones superficiales! Lo que la descomposición del comunismo ha probado es que el liberalismo no es viable. En Francia se califica generalmente de “pensamiento único” el pensamiento de los partidarios de la moneda europea y de la mundialización, es decir, de un cierto liberalismo. Pero a juzgar por la masa de las opiniones expresadas en sentido contrario, ¿no será más bien el pensamiento único el de los enemigos del liberalismo? En todo caso, raras veces se había visto publicar tantos libros que expresaban tantos juicios condenándole como durante los años que siguieron al fin, por bancarrota, del socialismo real y del dirigismo colectivista. Jamás una experiencia había desembocado en tan breve plazo en un fracaso tan absoluto y tan autónomo, como consecuencia única de sus vicios internos, sin necesidad de ayuda de ningún factor externo, ya sea cataclismo natural, epidemia o derrota militar.

La causa parecía tanto más extendida cuanto que hasta las versiones democráticas del socialismo o bien habían fracasado, o bien se habían visto obligadas a emprender una dolorosa revisión. Es el caso del laborismo británico desde 1980, de la “ruptura con el capitalismo” a la francesa desde 1983, de la socialdemocracia sueca entre 1985 y 1990.

Y, sin embargo, veinte años después de la vuelta de China al mercado, diez de la caída del Muro de Berlín, ocho del fin de la URSS, parece que la lección más importante que nos enseña la historia del siglo XX ¡no es la condena del colectivismo sino la del liberalismo! En los medios de comunicación, entre los intelectuales, en los medios políticos, el liberalismo se convierte además en ultra-liberalismo, en liberalismo salvaje, o desenfrenado. Incluso la derecha clásica acepta y utiliza el cliché de que el liberalismo es una “jungla”, expresión utilizada por Alain Juppé (en declaraciones a RTL el 27 de mayo de 1997). Los políticos franceses más liberales no se atreven a decir que son partidarios de Margaret Thatcher y prefieren ponerse bajo la bandera de Tony Blair. En 1994, un médico politólogo, Jean-Christophe Rufin, publica sin pestañear y sin provocar ninguna carcajada un libro titulado La dictadura liberal. En 1997, un jefe gaullista, Philippe Séguin, rebota este disparate contra los socialistas: “son ellos”, brama, “los que han provocado la ‘dictadura del liberalismo’”. También según Séguin (discurso en Bruselas el 6 de enero de 1997), Europa estaría amenazada por un “capitalismo totalitario”. La Iglesia católica, la mayoría de los obispos, adoptan este vocabulario de reprobación de la libertad económica. El mercado es el mal incluso en el ámbito cultural. Philippe Dagen trata en Le Monde (15 de febrero de 1997) poco menos que de nazi a Marc Fumaroli, el más importante de los historiadores vivos del siglo XVII literario y artístico por tener la osadía de alzarse contra la idea de una cultura totalmente dirigida por el Estado y financiada por sus subvenciones. Un escritor “chiraquiano”, Denis Tillinac, publica L'Horreur capitaliste.

Y esas sandeces no sólo circulan en Francia. El ministro de Trabajo alemán del gobierno de la CDU, Norbert Blüm, declara: “La economía de mercado sólo es aceptable si aporta un equilibrio entre la competencia y la solidaridad” (Time, 7 de julio de 1997). Lo que significa olvidar que los únicos Estados que han tenido la voluntad y los medios de construir un Estado providencia real eficaz con seguridad social, subsidios familiares, indemnizaciones por paro, jubilaciones, en resumen, todo un arsenal de prestaciones sustanciales y realmente pagadas son las grandes economías capitalistas. Por la misma razón, las sociedades liberales no son jamás “salvajes”. Constituyen, por el contrario, los únicos Estados de derecho, los únicos en los que la economía se enmarca en severos principios jurídicos y realmente aplicados. La ignorancia histórica de nuestros contemporáneos es, a veces, abismal. Así, el multimillonario George Soros, americano de origen húngaro, condena el capitalismo en un artículo publicado en The Atlantic a comienzos de 1997 porque, según dice, durante su infancia en Europa vio cómo el liberalismo engendraba el paro y el paro, el totalitarismo. Ahora bien, el paro no se halla en el origen de la instalación del bolchevismo ruso en 1917-1918 ni del fascismo italiano en 1922. Desempeña un papel en la llegada de Hitler al poder en 1933, pero no es más que un factor entre otros mucho más importantes. Y, a fin de cuentas, la crisis económica y el paro de los años treinta provocaron que otros dos países nada despreciables reaccionaran no hacia la extrema derecha sino hacia la izquierda: Francia, con el Frente Popular de León Blum, y Estados Unidos con el New Deal de Franklin Roosevelt. Finalmente, las economías de esa época sólo eran liberales en parte, pues vivían parapetadas tras gruesas y altas murallas proteccionistas.

Por su modo de razonar, Soros da muestras de que intelectualmente sigue siendo europeo a pesar de haberse hecho norteamericano. ¿Cuál es el secreto de esa fobia del liberalismo que atenaza a la Unión Europea, con excepción del Reino Unido e Irlanda? El secreto es que Europa, en diferentes grados según los países —Francia es el más obtuso—, atribuye a un exceso de liberalismo los males que, en realidad, derivan de su exceso de regulación, de superfiscalidad, de redistribución, de protección sectorial y de intervención estatal. Es como si un sedentario sobrealimentado atribuyera la pesadez que siente a un abuso de ejercicio físico. En L’Horreur économique (París, Fayard, 1996), libro cuyo inmenso éxito demuestra hasta qué punto coincide con los prejuicios del público, Viviane Forrester sostiene que la mundialización y la liberalización destruyen empleo. Ahora bien, desde 1980, ambas han creado centenares de millones de empleos en todas partes salvo en Europa. Es en Europa donde, en ese periodo, el paro medio es más elevado y la creación de empleos más pobre. ¿Por qué? En lugar de plantearse esta cuestión, los europeos prefieren contarse historias inventando que los empleos americanos o británicos son “trabajillos” que ellos no querrían a ningún precio. Pero, en principio, es mejor integrarse con un trabajo poco pagado y con la esperanza futura de un salario mejor que ser un “excluido” que se va a pique, como hay millones en Europa. Y, además, el argumento no se sostiene si se estudian las cifras: cuando, como en Estados Unidos desde 1997, el paro cae a un 5 por ciento, la oferta de empleos supera la demanda y el asalariado se convierte en el dueño del mercado de trabajo. Como observa Alain Cotta[14], el paro estadounidense ha pasado de un elevado 7 por ciento en 1991 (aunque aun así estaba cinco puntos por debajo del paro socialista francés) a menos del 4,5 por ciento en 1998 y a un 4,1 por ciento a finales de 1999. Índice tanto más notable cuanto que la población activa ha aumentado en 10 millones de personas desde 1991.

En sus políticas llamadas, por antífrasis, “de empleo”, la mayoría de los gobiernos europeos se empeñan en botar un barco demasiado pesado para flotar. Por eso se arruinan remolcando, desencallando, intentando subir el barco a la superficie e indemnizando a los náufragos. La peor de las cegueras es la ceguera voluntaria. No sólo se rechaza la constatación de los éxitos del capitalismo cuando los tiene, sino que se le imputan desgracias que le son ajenas. Hasta una mente tan fina como la de Hubert Védrine, ministro de Asuntos Exteriores en el gabinete Jospin, atribuyó, durante una visita a Moscú el 11 de enero de 1999, la crisis rusa del verano precedente al “abuso de tics ultraliberales”. Ver ultraliberalismo en la pesada maquinaria estatal de los aparatchiks formados bajo Bréznev, reconvertidos en ladrones que conforme llega el dinero prestado por el Fondo Monetario Internacional lo expiden a sus cuentas suizas, denota una lectura del mundo contemporáneo, de la historia y de la economía un tanto inquietante por venir de un ministro cuyo trabajo consiste en conocer los asuntos internacionales. Hubert Védrine tiene la excusa de no ser en absoluto el único que cometió ese contrasentido sobre la crisis rusa de 1998 y, en general, sobre la incapacidad que Rusia tenía, entre otras, de superar las consecuencias del comunismo[15]. Más adelante volveré sobre este tema.

Es cierto que fustigar los defectos del liberalismo, sus fallos e injusticias es muy útil. Pero deja de serlo si se hace con la esperanza de reflotar el socialismo. El socialismo ha naufragado y no es de sus restos de donde podrán extraerse los remedie para las enfermedades sociales, económicas y políticas del liberalismo. Además, los partidos socialistas de finales del siglo XX sólo tienen de socialistas el nombre y una cierta habilidad para impedir el desarrollo de la economía. Han tenido que renunciar a construir el socialismo en el sentido exacto del término, tal como fue inventado en el siglo XIX y aplicado en el XX. Ese socialismo, el único auténtico, ha muerto.

Hoy sólo existen diferentes modos de aplicar el capitalismo, con más o menos mercado, propiedad privada, impuestos y redistribución. Y también, la corrección de los vicios de funcionamiento del liberalismo sólo podrá venir del propio liberalismo.

La deliciosa paradoja del antiliberalismo es que la izquierda ha sabido utilizarlo para empujar a la derecha a suicidarse renegando de sus convicciones, a pesar de que cuando ella estaba en el poder se alejó poco a poco del socialismo para adoptar subrepticia e insensiblemente la economía de mercado. Esta evolución fue siempre demasiado lenta y retrasada respecto a lo que era necesario. Dejó prolongarse demasiado tiempo el estatalismo redistribuidor, basado en el impuesto confiscatorio y en el déficit público. Pero la izquierda, al verse obligada y forzada, no dejó de tomar el camino liberal mientras que la aterrorizada derecha seguía repitiendo su condena del “modelo anglosajón”. “No es posible llamarse gaullista cuando se es partidario de un liberalismo desenfrenado”, proclama Charles Pasqua, político gaullista que en las elecciones europeas de 1999 presentó una lista disidente del partido gaullista oficial. El cabeza de la lista centrista (UDF), François Bayrou, declara por su parte: “Finalmente, al lado de un partido conservador liberal [se trata de la lista única formada por el RPR, partido gaullista, y la Démocratie Libérale, partido de Alain Madelin] vamos a ocupar el vasto centro con un partido europeo, reformador, solidario”. Es evidente que aquí solidario se opone a liberal e implica, una vez más, esa falsa idea según la cual las sociedades liberales son incompatibles con la solidaridad, cuando son ellas, y sólo ellas, las que han inventado y puesto en marcha los grandes sistemas de protección social y el Estado providencia.

Otro de los ángulos de la defensa retrospectiva del comunismo se basa en este error histórico. Consiste en conferir un papel positivo al comunismo, no sólo por sí mismo, tal y como se realizó, sino como motor del progreso social en las sociedades en las que no se realizó. En una palabra, si el comunismo de Estado fue un fracaso, el comunismo de oposición habría sido un factor de justicia. Ésta es la tesis sostenida por Jean-Denis Bredin en un artículo titulado “¿Está permitido?” (se sobreentiende: añorar el comunismo), publicado en Le Monde el 31 de agosto de 1991, pocos días después del golpe de Estado, falso o verdadero pero en cualquier caso fracasado, perpetrado contra Gorbachov, acontecimiento que muchos sintieron, con razón y a menudo con pena, como anunciador de la próxima disolución de la Unión Soviética. “¿Está permitido avanzar tímidamente”, dice Bredin, “que el comunismo, tan detestable cuando tenía el poder, ha sido útil para algunas democracias, las que no avanzan si no se las zarandea…? El progreso social, en nuestro viejo país conservador [Francia], le debe mucho”. E incluso, “el socialismo no hubiera sido quizá aquí más que un radicalismo denominado de otro modo si no hubiera estado vigilándole el comunismo”.

Es fácil reconocer en este razonamiento la teoría según la cual sólo las “luchas”, las huelgas, las ocupaciones de fábricas, es decir, los tumultos, habrían permitido el progreso social arrebatándoselo a los propietarios de los medios de producción. Se trata de la reconstrucción de la historia por la imaginación marxista. Fueron los liberales del siglo XIX los que, decenas de años antes de la aparición de los primeros partidos comunistas e incluso de los primeros teóricos socialistas, plantearon ante el mundo entero la entonces denominada “cuestión social” y respondieron elaborando numerosas leves fundadoras del derecho social moderno. Fue el liberal François Guizot, ministro del rey Luis-Felipe, el que elaboró en 1841 la primera ley que limitaba el trabajo de los niños en las fábricas. Fue Frédéric Bastiat, ese genial economista al que hoy se calificaría de ultraliberal rabioso o desenfrenado, el que en 1849 intervino como diputado en la Asamblea legislativa para enunciar y pedir por primera vez en nuestra historia que se reconociera el principio de derecho de huelga. Fue el liberal Emile Ollivier quien, en 1864, convenció al emperador Napoleón III de que aboliera el delito de coalición (es decir, la prohibición a los obreros de agruparse para defender sus intereses), abriendo así la vía al futuro sindicalismo. Fue el liberal Pierre Waldeck-Rousseau quien, en 1884, a comienzos de la III República, hizo votar la ley que daba a los sindicatos personalidad civil. ¿Me está permitido subrayar, al recordarlo, que los socialistas de la época, llevados por su lógica revolucionaria (muy anterior a la aparición del más mínimo Partido Comunista) manifestaban una violenta hostilidad hacia la ley Waldeck-Rousseau? Porque, disertaba Jules Guesde, “con el pretexto de autorizar la organización profesional de nuestra clase obrera, la nueva ley sólo tiene un fin: impedir su organización política”. El tiempo desmentiría tan perspicaz pronóstico y mostraría, por el contrario, que una favorecía a la otra. Son los sindicatos obreros los que durante mucho tiempo sirvieron de base, e incluso de fuente financiera, al Partido Laborista británico, al Partido Demócrata estadounidense, al Partido Socialista alemán, así como a los diversos partidos socialistas reformistas de la Europa escandinava. Fue también en esos países, y sin ningún aguijón comunista, donde surgieron y se perpetuaron los sindicatos obreros más poderosos. Por el contrario, en los países en los que los partidos comunistas adquirieron un peso político importante, especialmente en Francia, éstos debilitaron el sindicalismo a fuerza de ideologizarlo. Como es sabido, los trabajadores afiliados a sindicatos representan en Francia un porcentaje ínfimo de la población activa. Por otra parte, el sindicalismo francés, sea cual sea la ideología de sus diversas centrales, pasó rápidamente a no defender más que los intereses de las categorías, especialmente los de los agentes de la función pública y de los servicios públicos, trabajadores ya privilegiados respecto de los asalariados del sector comercio. Hace ya muchas décadas que los sindicatos franceses no cumplen los criterios de representatividad definidos por la ley a comienzos de los años cincuenta, especialmente el criterio según el cual un sindicato sólo es legítimo si puede vivir de las cotizaciones de sus afiliados. Desde hace muchísimo tiempo los sindicatos franceses subsisten gracias a las subvenciones, directas o indirectas, del Estado, es decir, gracias al dinero sustraído a los contribuyentes, la inmensa mayoría de los cuales no está sindicada. El papel de aguijón del progreso que habrían desempeñado los partidos comunistas no parece, pues, demostrable. Se puede incluso decir que en muchos casos, la presencia en el juego político de un fuerte partido comunista, en lugar de acelerar, ha frenado el progreso social. Por ejemplo, a finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta, el PCF se empeñó en defender encarnizadamente la estúpida teoría de la “pauperización absoluta” de la clase obrera, justo cuando un despegue económico sin precedentes en la historia de Francia estaba, por el contrario, permitiendo a la clase obrera acceder a un nivel de comodidad que no había ni osado soñar veinte años antes, durante el Frente Popular. De hecho, la única pauperización absoluta de la clase obrera que el siglo XX nos ha permitido contemplar se produjo en los países comunistas y sólo en esos países.

No creo, pues, que, como dice Bredin, todos los que se han alegrado de la caída del comunismo sean “los que han temido, aquí o allá, que una noche siniestra los oprimidos tomen el poder, aquellos a los que el comunismo ha hecho temblar, menos por sus armas que por su ideología”. Mal que le pese a Jean-Denis Bredin, escritor a quien estimo y considero amigo, muchos de los que se han alegrado por la caída del comunismo lo han hecho por solidaridad con la clase obrera, por amor a los oprimidos por fin liberados de uno de los despotismos más crueles e ineptos de toda la historia humana. ¿Se me permite también subrayarlo?

* * *

Una vez abierto así el camino, unos espíritus menos sutiles se precipitaron en él. Abandonando toda precaución de lenguaje, se sintieron libres para afirmar sin rodeos que habían sido testigos de lo contrario de lo que había sucedido. Se había hecho creer a los ingenuos que tras 1989 habíamos entrado no en el postliberalismo sino en el postcomunismo. Había que desengañarlos. L’Aprés-Libéralisme es, de hecho, el título de un libro de Immanuel Wallerstein[16]. La contraportada nos informa, para nuestro estupor, que el autor dirige el Centro Fernand-Braudel en la Universidad de Binghampton y enseña en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. ¿Y qué enseña? Que con el hundimiento de la Unión Soviética hemos vivido, sin saberlo, la “implosión del liberalismo”. Tal es, en efecto, el título del capítulo tercero de su libro. “El año 1989 es”, dice, “el año del denominado fin de los denominados comunismos”. Esa fecha marcaba, según Wallerstein, el fin del liberalismo. En esa frase hay que señalar la presencia implícita de la incombustible e ineluctable evasión: el comunismo que ha fracasado no era el verdadero comunismo, el cual, por lo mismo, continúa y continuará hasta el fin de los tiempos permaneciendo tan imposible de sustituir como de encontrar, y por ello, inmune a toda crítica.

La crítica que había que hacer, y que se convertía en la tarea más urgente era, por el contrario, la del liberalismo, consecuencia evidente de la caída del socialismo. Y a ella se dedicaron sin descanso gran número de intelectuales de la vieja y nueva, moderada y ultra izquierda. Esos intelectuales eran, si no me equivoco, los triunfadores del momento, aquellos a los que los acontecimientos habían dado razón. Los demás eran presuntos liberales que debían comparecer ante el tribunal de la Historia y, previamente, ser examinados por los jueces de instrucción impregnados de la ideología difunta.

Así, pocos meses después de la publicación de mis memorias, Le Volear dans la maison vide[17], recibí la visita de un joven autor de talento cuyo original libro sobre el movimiento reivindicativo de los homosexuales en Francia desde 1968 acababa de provocar animados debates y de tener un merecido éxito[18]. Venía a pedirme una entrevista sobre mis memorias para la revista Politique Internationale, fundada y dirigida por Patrick Wajsman. Acepté de buen grado, por simpatía tanto hacia el interlocutor como hacia la revista.

Desde el primer momento me sorprendió que, tratándose de unas memorias esencialmente y por definición narrativas, en las que se hablaba de unos personajes que en su mayoría no eran públicos y que hablaban de unos acontecimientos básicamente de orden privado, mi juez de instrucción sólo me hizo preguntas políticas. Es cierto que cuando las circunstancias de la vida que relataba las hacía inevitables me veía forzado a reconstruir momentos y a dibujar el retrato de actores políticos. Pero, incluso en esos casos, había tenido mucho cuidado en permanecer fiel al registro del libro, huyendo del análisis teórico al que había consagrado tantos libros anteriores. ¡Para una vez que había escrito un libro lo más ajeno posible a la política en su inspiración fundamental se me quería reducir a ella!

Rápidamente comprendí la razón. La finalidad del interrogatorio no era en absoluto hacerme hablar de mí, lo que, sin embargo, constituía el tema del libro, sino arrancarme una confesión sobre el sentido de mi itinerario ideológico. ¿Qué confesión? Enseguida me di cuenta del esquema rector implantado en el pensamiento de mi interlocutor y la intención que, por debajo del magnetófono, orientaba todas sus preguntas. Podían enunciarse así: defender el liberalismo era en última instancia una táctica aceptable siempre y cuando se utilizara como instrumento para subrayar las debilidades del colectivismo comunista. Pero desde el momento en que, tras la caída del adversario, esta arma estrictamente polémica y circunstancial había dejado de ser útil, ¿no les había llegado la hora a los liberales de hacerse autocrítica y reconocer la inepcia, por no decir nocividad, del liberalismo considerado en sí mismo? Volvíamos al sempiterno sofisma: el hundimiento del comunismo privaba de argumentación a los que lo habían combatido, y había llegado la hora de que se dieran golpes en el pecho denunciando el liberalismo, único y verdadero peligro largo tiempo ocultado por la obsesión anticomunista.

La obsesión, ésa era la tara mental con la que me recompensaba mi inquisidor en la crítica del libro que hizo más tarde en la revista[19]. Mis cerca de seiscientas páginas son, dice en el artículo, el relato de “cincuenta años de intensa reflexión diplomática en torno a una obsesión: el comunismo”. Afirmación que, ante todo, constituye un error material, como se infiere de mis memorias mismas. Jamás he pertenecido al Partido Comunista. Jamás lo he aprobado ni apoyado. Pero como muchos intelectuales de mi generación durante los diez o quince años siguientes a la guerra del 39-45, me adherí, al menos parcialmente, a la horma marxista de interpretación de la historia y la lucha de clases en las sociedades capitalistas. Afirmación que, además, muestra hasta qué punto el vocabulario estalinista ha impregnado las mejores cabezas de la izquierda no estalinista. Anticomunista “primario”, “obsesivo”, “visceral” son calificativos que desde siempre han blandido los estalinistas para desacreditar en lo personal a los autores de críticas al comunismo y hacerles pasar por paranoicos incapaces de reflexión e imparcialidad. ¿No es triste ver con qué servilismo plumas de la izquierda no comunista unen a los nombres de los heterodoxos unos adjetivos acuñados hace más de medio siglo en los despachos de la policía intelectual de los totalitarios? Incluso cuando el epílogo de la tragedia comunista confirmó los análisis de los que habían sabido, cuando tantos la aclamaban, juzgarla por lo que era, sigue sin aceptarse que sólo obedecieran a un escrupuloso análisis de los hechos y a la imparcialidad de una reflexión basada en la información. Cuando fui elegido miembro de la Academia Francesa (20 de junio de 1997), el diario Libération consagró un suelto a la noticia, declarando sobre mi persona: “Se convierte en los años setenta en un personaje reaccionario, amargo, paladín del anticomunismo”. De donde se deduce que, por el contrario, para la izquierda haber sido procomunista es haber sido progresista. ¡Y estamos en 1997! A pesar de su reivindicación de independencia respecto al grillete intelectual estalinista, la izquierda no (o ex) comunista sigue siendo esclava de sus procedimientos de etiquetaje previos a la salida hacia el matadero. En su fuero interno, todavía considera el anticomunismo como un pecado, el síntoma de una predisposición al fascismo, agravado por un ligero desorden cerebral.

El anticomunismo en la última década del siglo sirve todavía de criterio de discriminación. Es un índice de la lentitud con la que progresa la libertad de espíritu. Una mayoría de intelectuales siguen preguntándose en primer lugar no qué deben pensar sino qué van a pensar de ellos.

El informe de Frédéric Martel concluye con esa exhortación que ya nos es familiar, auténtica inversión de las responsabilidades históricas: “¿Qué va a ser”, se pregunta caritativamente, “de los antitotalitarios, uno de cuyos más activos y lúcidos representantes fue Revel, ahora que su gran adversario ha desaparecido…? En efecto, Revel sabe, mejor que nadie, que los liberales deben ahora volver a tomar posiciones [la cursiva es mía] y mostrarse capaces de inventar, a su vez, un lenguaje post-antitotalitario”. En resumen, a partir de ahora, a falta de pretexto que justifique en apariencia el liberalismo, tienen que hilar fino. En lo que a mi entrevista se refiere, indiqué a Frédéric Martel que no deseaba su publicación. No trataba en absoluto sobre Le Voleur dans la maison vide y me parecía fuera de lugar. Aunque no carecía de interés y he guardado una copia. Eventualmente, podría haber servido de comentario a otro de los cinco libros publicados con anterioridad, El renacimiento democrático, en el que precisamente intento “inventar un lenguaje post-antitotalitario”.

Alain Touraine, en un lúcido libro aparecido a comienzos de 1999, ha circunscrito bien el contrasentido o la alucinación mediante la que se fustiga como perteneciente al liberalismo lo que es su contrario. Denunciando en particular las contradicciones de la izquierda francesa, confiesa no “ver en absoluto cómo la defensa de los estatus protegidos o del Estado como actor económico puede mejorar la situación de los parados o ayudar a la creación de nuevos empleos”. La defensa de los estatus protegidos, y, digámoslo claramente, el fortalecimiento de los privilegiados, se han convertido en las principales causas de lo que la izquierda tiene todavía el valor de denominar movimientos sociales, cuando lo que son es antisociales. Touraine distingue con perspicacia entre la doblez de sus actores y la ingenuidad de sus víctimas. “Aquellos”, deplora, “que ven en el apoyo masivo de la opinión pública hacia la huelga [de los servicios públicos] de diciembre de 1995 el síntoma de la renovación de las luchas de clases o incluso de la combatividad sindical, confunden sus deseos con la realidad”. El autor sigue aquí el sabio consejo de Karl Marx (raramente o jamás seguido por los marxistas) de no confundir la realidad con la idea que de ella se hacen o quieren dar los actores sociales. Touraine se burla, pues, de los ofuscados que califican de ultraliberal el modelo económico francés. “¿No es ridículo”, dice, “oír hablar de liberalismo extremo en un país en el que el Estado gestiona la mitad de los recursos del país, bien directamente o a través de los sistemas de protección social, bien interviniendo en la vida económica?”.

Desgraciadamente, una lamentable errata tipográfica de la editorial, a pesar de ser una de las mejores, hizo que sobre la portada del libro figurara un título manifiestamente destinado a otro texto: ¿Cómo salir del liberalismo?[20]. Del contexto se deduce de manera clamorosa que al menos tres cuartas partes de los países del planeta y, especialmente Francia, ni siquiera han entrado en el liberalismo. ¿Cómo podrían, pues, salir? Estamos, dice el autor, en el “estatalismo más extremo”, “en particular en 1995, cuando la defensa del sector público se elevó a la categoría de un deber democrático para resistir a los ataques de una sociedad civil [y sobre todo de una economía gobernada, según se afirmaba, únicamente por la búsqueda del interés particular. ¡Qué grotesca imagen!”. Se diría que estamos leyendo a Frédéric Bastiat. Como éste, y en la gran tradición liberal francesa, Touraine nos hace pensar que el Estado es la fuente misma de las injusticias y privilegios más que el instrumento que permite combatirlas. Tales pasajes acaban por hacer odioso el inexplicable embrollo del título.

Me indigna que a un sociólogo francés tan eminente se le haya jugado esta mala pasada. ¿Le han engañado? ¿Drogado? Incluso ¿torturado? ¿Ha cedido a sus amenazas? ¿Tiene miedo? ¿De qué y de quién? Como siempre he mantenido con Touraine unas relaciones muy cordiales, me propongo fundar una asociación para la defensa de sus derechos individuales y de su libertad de expresión. Los “resistentes” antiliberales son, en efecto, capaces de lo peor con tal de evitar el peligro del pensamiento único. ¿No ha llegado un nicaragüense hasta el extremo de “estrangular a su mujer porque tenía simpatías hacia los liberales?”[21].

Parece evidente que, contra su voluntad, se ha enrolado a Alain Touraine en el complot para desacreditar el liberalismo con el fin de rehabilitar indirectamente el comunismo. Ensombrecer el liberalismo produce de modo natural una indulgencia retrospectiva hacia el comunismo y una descalificación prospectiva de la derecha, acusada de no haber levantado acta del hundimiento del capitalismo, que, por otra parte, como todo buen marxista sabe, está en completo estado de putrefacción desde mediados del siglo XIX.

Dado que el capitalismo y la economía de mercado sólo han provocado, en el siglo XX, la injusticia social, la penuria económica y el despotismo político allí donde no reinó el socialismo real, por lógica no podían provocar más que estragos en los países antaño comunistas que se dispusieron a desmantelar sus economías administradas. En Occidente, y desde los primeros años de la era postcomunista, un tema favorito del pensamiento único antiliberal fue la denuncia del daño caótico producido por el capitalismo en los países que habían gozado de las estructuras tranquilizadoras y estables del socialismo real. Por doquier resonaron anatemas condenando la precipitación criminal con la que los “ideólogos de la secta neoliberal” habían suministrado a esas desgraciadas regiones una dosis masiva, mortal, de economía de mercado.

Esos gritos de dolor y a la vez de alegría con que se recibía una prueba suplementaria, superflua, de la nocividad del mercado tomaban su aliento profético en un doble error de apreciación, lo que no es de extrañar. El primero consistía en ignorar voluntariamente que la vuelta al mercado, dentro de los límites permitidos por las estructuras existentes, no había dado siempre malos resultados. Incluso dejando a un lado el caso excepcional de los länder del Este alemanes —pues ninguna otra zona ex comunista podía esperar la colosal ayuda suministrada por los länder del Oeste a una población de apenas 15 millones de habitantes—, enseguida fue evidente que Polonia, Hungría y la República Checa no estaban fracasando del todo en su transición liberal y democrática. Esa orientación se confirmó hasta cuando los viejos dirigentes comunistas ganaron las elecciones en algunos de los países del antiguo bloque soviético. Pero esa divina sorpresa para los marxistas occidentales no tuvo efecto en el transcurso de los hechos. La vuelta al poder de los comunistas no significó, allí donde tuvo lugar, la vuelta al poder del comunismo. Los ex comunistas cambiaron de nombre, como, por otra parte, también pasó en Italia; se rebautizaron con el de socialdemócratas o se colgaron otras etiquetas. Pero a esos transexuales políticos no se les pasó ni un instante por la mente volver al régimen del partido único, de la propiedad colectiva y de la dictadura cultural. Dejaron ese programa para sus mentores de la ultraizquierda francesa. Los renegados del estalinismo, superando cada vez más los límites de la perversidad, prefirieron la lectura de The Economist a la de Le Monde diplomatique. A pesar de provenir de la vieja nomenklatura, el nuevo presidente polaco, un elegante oportunista elegido en 1995, proclamó sin dilación su intención de perseverar en la economía de mercado y en las privatizaciones. Jamás renegó de la “terapia de choque” llevada a cabo con anterioridad por los neoliberales, autores de una reforma económica que, aunque moleste a los nostálgicos occidentales, tuvo un éxito brillante.

El segundo error respecto a los cataclismos económicos postcomunistas consistía en atribuírselos al sistema liberal cuando eran producto de la incapacidad de aplicarlo. Hay que sufrir alucinaciones para ver una economía de mercado en la economía nomenklaturo-mafiosa de Rusia en la que, precisamente, el mercado está completamente falseado debido a la confiscación de la oligarquía político-especuladora. El mercado implica el derecho. ¿Se está en una economía de mercado cuando los miles de millones en créditos para la recuperación económica que otorgan el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo nada más llegar a Moscú vuelven a salir instantáneamente hacia Suiza y otros escondites financieros y pasan a engrosar cuentas secretas y personales? ¿Es una economía de mercado aquella en la que se pone un precio a los inversores extranjeros y si no lo pagan frecuentemente son asesinados por esbirros de la nomenklatura mafiosa?

La incapacidad para despegar de la economía rusa y de los otros países de la Unión de Estados Independientes tras la disolución de la Unión Soviética no proviene de un exceso de liberalismo sino del hecho de que el liberalismo no ha comenzado ni siquiera a aplicarse. En efecto, éste presupone una serie de reglas jurídicas, de estructuras políticas y de modos de actuar económicos que los pueblos de esa parte del mundo no han podido reconstruir porque a sus gobiernos no les interesaba. No hay que confundir el capitalismo democrático con el comunismo en descomposición. Eso es lo que reconoció Boris Yeltsin cuando, al anunciar por televisión su dimisión, el 31 de diciembre de 1999, “pidió perdón” al pueblo ruso, confesó su fracaso económico y político desde 1991, y constató que “lo que entonces parecía fácil ha resultado ser doloroso y difícil”.

Cuando se comprueba que la economía de mercado no logra curar al instante las enfermedades del comunismo habría que preguntarse si la culpa es de la economía de mercado o del comunismo. El comunismo hecho migas no es la economía de mercado, la bancarrota rusa, que llegó al paroxismo en agosto de 1998, no es debida al mercado sino a la ausencia de un auténtico mercado (no el negro). Es debida a que la economía rusa sigue estando dominada por la vieja clase política. Por eso es por lo que la ayuda internacional ha sido inútil. El fantasma del Plan Marshall no puede hacer más que desvanecerse ante la realidad de una economía incapaz de asimilar de modo creador la ayuda que se le presta. Prestar dinero sin límite a un país sin estructuras económicas, políticas o jurídicas viables, como la Rusia del postcomunismo inmediato, es lo mismo que echar gasolina en el depósito de un coche que carece de motor. Triplicar la dosis de carburante no logrará ponerlo en marcha. Las ayudas dilapidadas y desviadas sólo han servido para retrasar la hora de la verdad, no para evitar que suene.

Pronto se dirá lo mismo del “comunismo comercial” (expresión de Zbigniew Brzezinski) de China. Desde hace veinte años, los dirigentes chinos han ido lo más lejos posible en su intento de introducir capitalismo en el seno de la economía sin que explote el sistema totalitario del partido único. Pero seguramente no lograrán que aumente el nivel de vida del conjunto de la población, a cuatro quintas partes de la cual no afecta un crecimiento por otro lado bastante superficial. Para que aumente serán necesarias una total reestructuración política, y más Estado de derecho, apertura al exterior, libertad de información y democratización. La crisis que sufrirá China no será del mercado, como con toda seguridad dirán los pensadores únicos, sino la de la incompatibilidad del mercado, a partir de cierto punto, con el monolitismo y la corrupción totalitarios.

Los ataques de éxtasis con que se celebró el “fin del capitalismo” cuando estalló la crisis asiática de 1997 no expresaban una clarividencia muy superior a aquella cuyos destellos fulgurantes nos iluminaron a propósito de los ejemplos que acabo de mencionar. Pues ni Indonesia, donde la economía estaba gestionada por el monopolio de los negocios de la familia Suharto y su clan de amigos, ni Malasia, desde 1987 bajo la bota de un autócrata megalómano, Mahathir Mohamad, respondían a los criterios de libertad económica enmarcada por el derecho. No sólo no había en esos países leyes de mercado sino que ni siquiera había leyes de las que no se considerasen dispensados los detentadores del poder. Al hacer responsables a los “especuladores” de las desgracias a él debidas (caída del 45 por ciento de la Bolsa de Kuala Lumpur en enero de 1998 y de un 46 por ciento de la moneda nacional, el ringgit, en seis meses), Mahatir demostró ser un virtuoso del pensamiento único. En otros países asiáticos, Corea, Tailandia y sobre todo Japón, la crisis fue producto del excesivo endeudamiento de las principales empresas frente a unos bancos que, por unas instrucciones políticas a las que la corrupción no era ajena, les concedían desde hacía años préstamos y les permitían unos descubiertos más allá de todo límite razonable. Para la banca privada, el mercado no consiste en conceder créditos sin tener en cuenta los riesgos, sino todo lo contrario.El “modelo” del Crédit Lyonnais mitterrandiano no es liberalismo sino estatalismo turbio. La economía japonesa se basaba desde hacía mucho tiempo en una malformación orgánica: aparte de algunas multinacionales extremadamente eficientes, y alimentadas por las mencionadas demencias bancarias, el resto de las empresas estaban tan petrificadas como los conglomerados comunistas. Esta contradicción que de cara al exterior daba la falsa imagen de una economía moderna ha sido brillantemente analizada en 1989 por Karel van Wolferen en The Enigma of japanese Power[22]. La tesis de este autor, que en su momento fue considerada una divertida paradoja, se verificó cuando la presión acentuada de la economía de la comunicación y la mundialización hizo estallar un sistema básicamente autista y proteccionista, lo que no le impedía ser de una extravagante imprudencia en sus prácticas financieras.

Pero a los dos años se demostró que el entusiasmo de los pensadores únicos a propósito de la crisis asiática y el toque de difuntos del capitalismo eran prematuros. Aunque en 2000 la situación asiática no se ha recuperado del todo, parece ir por buen camino, y no tiene nada que ver con la agonía rusa. No sólo el sistema capitalista mundial no se ha hundido sino que, por el contrario, y quizá deberíamos sentirlo profundamente, la economía de la postcrisis es todavía más abierta que la anterior. Se han sacado las conclusiones oportunas del accidente. Nuevas reglas legales y una práctica más transparente van a permitir que los mercados funcionen menos a trompicones. Pero no hay que preocuparse: nada de esto impedirá que el pensamiento único siga con su idea fija antiliberal.