CAPÍTULO II

DE ESQUIVAR A RESPONDER

Una lastimera oración sirvió de obertura con sordina a la confesión agresiva. Bajo la impresión del naufragio se confesó de boquilla el fracaso y hasta los crímenes del comunismo. Pero sólo se hizo a modo de precaución oratoria y para poder llorar mejor la pérdida del Bien supremo que, como se decía suspirando, sólo el comunismo hubiera sido capaz de aportamos y del que, con su caída, la humanidad se encontraba despojada para siempre.

Se trataba de una desgastada superchería mediante la que se ponía en duda lo esencial: no tanto que el comunismo hubiera fracasado, algo que hacia 1990 nadie se atrevía a poner en duda, como que su fracaso era de tal naturaleza y amplitud que sentenciaba su fundamento mismo. Eso era, en efecto, lo nuevo. Tras tantas prórrogas inmerecidas había llegado por fin la hora del juicio final del comunismo como doctrina.

Todo lo demás era arqueología. Hacía mucho tiempo que estábamos habituados a los desastres del socialismo real. Nunca ni en ninguna parte había producido más que eso. Pero lo que ahora se imponía era que además no podía producir más que eso. La evidencia suplementaria y liberadora consistía en eso: el comunismo sufría, en su concepción misma, de un vicio de configuración. Muchos marginales lo habían dicho y visto desde hacía tiempo. La izquierda, incluso la no comunista, los había metido sistemáticamente en el coche celular de la “reacción”, pero en 1990 su razonamiento era ya el de todo el mundo.

El comunismo se había visto empujado a no engendrar más que miseria, injusticia y masacres, no por traiciones o infortunios contingentes sino por la propia lógica de su verdad profunda. Ésa era la revelación de 1990. La historia condenaba, más allá del comunismo real, la idea misma de comunismo.

Ahora bien, el postulado que se afirma a través de los lamentos del duelo postsoviético expresa ante todo la negación de esta conclusión. Y como no puede basarse en hechos, se reduce a la creencia supersticiosa de que en algún cielo lejano se halla una sociedad perfecta próspera, justa y dichosa, tan sublime como el mundo suprasensible de Platón y tan imposible de conocer como la “cosa en sí” de Kant. El comunismo era el único instrumento capaz de hacer que el modelo de esa sociedad ideal bajara a la tierra. Como ha desaparecido, también ha desaparecido la posibilidad de esa sociedad de justicia. Pese a todo el mal que ha perpetrado el comunismo, su hundimiento significa, pues, también la derrota del Bien.

Se trata de un razonamiento circular que da por demostrada la tesis que precisamente la experiencia acaba de refutar; de tina evasión que en el fondo no es más que eso antiguo sofisma con cuya murga so había machacado sin cesar los oídos de los pánfilos que se prestaron a servir de basureros de la historia: no negamos, confesaban periódicamente los socialistas en sus repliegues tácticos, ni los malos resultados ni las atrocidades del comunismo; pero sí negamos categóricamente que esos desafortunados sinsabores expresen la esencia del socialismo, que permanece intacta, inmaculada y con la promesa de una próxima encarnación. Según este argumento, el horror de las consecuencias prueba la excelencia del principio.

Al considerarse un prototipo perfecto, por irrealizable, el comunismo no puede ser reaccionario por muy monstruosos que hayan sido sus fallos en la práctica. Por eso son ellos, los que lo juzgan por sus actos, los que siguen siendo reaccionarios. Pues el criterio para evaluar a los defensores de un modelo ideal no son sus actos sino sus intenciones. En el fondo, el reino del comunismo no es de este mundo, y su fracaso aquí, en la tierra, es imputable al mundo, no a la idea comunista. Por ello, lo que en realidad mueve a los que lo recusan alegando lo que ha hecho os un odio secreto hacia lo que se supone debería hacer: realizar la justicia. El anticomunismo sigue siendo, pues, tan condenable como negativo sea el balance del comunismo. Éste es el segundo aspecto de la finta preliminar, preparación de la contraofensiva posterior.

El subterfugio de la salvación por medio de las intenciones es recurrente en numerosos textos publicados a raíz de la descomposición de la Unión Soviética o inmediatamente después. Un ejemplo de ello es el siguiente texto de Lily Marcou sobre el fin de la experiencia comunista a la que ella consagró durante años comentarios más optimistas: “Cuánta gente, fuera de los países del ‘socialismo real’, y no sólo los comunistas occidentales, ha creído en esta experiencia: ‘Imbéciles’ se les llamará hoy. Imbéciles hacia los que profeso una gran ternura: han tenido fe, han combatido, con y por esa fe, y se han engañado; pero su compromiso era al menos portador de una generosidad y altruismo que han dejado de existir en este fin de siglo […] Es cierto que hay que guardar en un cajón todos esos sentimientos y comportamientos comunes a varias generaciones de la primera mitad del siglo pero también lo es que han demostrado la poderosa carga emotiva y la fuerza de convicción del proyecto comunista”[6]

Está claro: la primera mitad del siglo es moralmente superior a la última década porque existía el comunismo. Su desaparición significa, pues, un retroceso y no un progreso. Los hombres que le han servido, incluso al precio de pasar toda una vida en la mentira o en la “imbecilidad” eran más “generosos” que los que intentaron utilizar su inteligencia para respetar la verdad y levantar con exactitud el acta de la impostura comunista; los calumniadores que se ensañaban deshonrando y despreciando a esos testigos críticos, o simplemente respetuosos de la información, eran “altruistas”. Marcou admite que los pecados del comunismo son innegables, pero se trata de pecados veniales porque tanto los autores como los cómplices o los que han sido engañados por el más largo crimen contra la humanidad de nuestro siglo y el más desperdigado por el planeta eran portadores de una “carga emotiva” y de una “fuerza de convicción”.

Esta absolución fundamentada en la exaltación de un subjetivismo que llega hasta el solipsismo por parte de una marxista no es más que otra cómica contradicción. La rectitud de la praxis política basada exclusivamente en el criterio de la íntima convicción y del sentimentalismo personal no deja de ser un curioso avatar del materialismo histórico. Cuando oigo a alguien elogiar a una personalidad política diciendo, sin mayor precisión, “es un hombre, o una mujer, de convicciones” me siento un poco inquieto. ¿Cuáles? o ¿cuál? De esto es de lo que se trata, en mi opinión. Por desgracia, Hitler también era un hombre de convicciones, pero ¡cuánto más hubiéramos preferido que no creyera en nada! En todas las apologías retrospectivas del comunismo encontramos esta apelación a la afectividad como excusa de las peores fechorías. En el evangelio según Marcou, y en muchos otros, se rompe todo vínculo de responsabilidad entre la noble autopersuasión del militante comunista y los innobles resultados que provoca o encubre. ¡Y esa ceguera voluntaria, esa irresponsabilidad moral se alaban como el summum de la virtud en el orden de la acción política! Y, recíprocamente, todo aquel que abre los ojos con lucidez sobre el comunismo tal y como era en realidad, o tal como su caída muestra que era, se adhería o se adhiere a una convicción egoísta y mezquina. En pocas palabras, era y sigue siendo “de derechas”, reaccionario, tanto ayer como hoy. Bajo la máscara de la honestidad imparcial, ese hipócrita esconde una vez más su “visceral” aversión no ya al comunismo tal y como fue (que se admite que hay que “guardarlo en un cajón”) sino a la sociedad justa que el comunismo quería crear. Es éste otro delicioso corolario de la versión redentora del materialismo histórico: la historia carece de sentido. O al menos su sentido no depende del punto objetivo al que ha llegado sino de su punto subjetivo de partida.

A partir de esta laboriosa acumulación de argucias es posible dar un paso más y defender que los más desgraciados, los que en este periodo en que se apaga “el gran resplandor del Este” merecen más compasión, no son las víctimas presentes y pasadas del comunismo sino sus antiguos adeptos que hoy pasan por la cruel prueba de su muerte. Danièle Sallenave, uno de los miembros del coro que ha entonado este De profundis, ha dado ese paso con un lacrimoso brío tan conmovedor que los antiguos zeks del gulag deberían hacer una colecta y regalarle algo para consolarla de su duelo.

El título de su artículo, “Fin du communisme: l'hiver des âmes”[7], exige de entrada una observación que por tratarse de una perogrullada se impone con la fuerza de la evidencia: si el fin del comunismo es el invierno de las almas, la deducción inmediata es que el apogeo del comunismo era su verano. Está claro que esas almas dignas de compasión no son las decenas de millones de “almas muertas” que el comunismo despachó a los cielos, sino las almas mortíferas de las izquierdas occidentales que, instaladas en el confort de nuestras democracias, observaban desde lo lejos con interés, altruismo y generosidad la faena de los verdugos.

En resumen, la oración fúnebre de Sallenave, reducida a su armazón lógica, se basa en esa andadura intelectual intrínsecamente contradictoria que va hemos visto en acción. El comunismo, confiesa, era una “tiranía odiosa” y un “modelo económico nefasto”. Pero al mismo tiempo era el único sistema que podía salvarnos del “encierro en el consumismo”, del liberalismo desenfrenado, del reino del dinero, de la dominación y del desprecio. La autora repite, pues, al pie de la letra el juicio sobre el capitalismo de los viejos socialistas de 1850 y el de los comunistas sobre la democracia en los años veinte de este siglo. Borra de un lagrimazo un siglo y medio de historia en el que el socialismo tuvo más que de sobra ocasión de dar muestra de su valía y en el que las sociedades capitalistas y democráticas es probable que no se hayan desarrollado exactamente según las previsiones de Marx, Jaurès o Lenin. El remedio comunista ha transformado en ruinas las sociedades que lo han probado: ha sojuzgado, embrutecido y matado a los hombres, aniquilado la cultura, pero sigue siendo el único remedio. Y el liberalismo sigue siendo la enfermedad suprema de la que no podremos curarnos jamás debido a la caída del comunismo. Como cualquier secretario general de un PC de los años cincuenta, lo único que Sallenave encuentra digno de mención en las sociedades capitalistas democráticas de Europa y América es la “dominación y el desprecio”.

Dentro del vicio de forma lógica de este salmo hay otras contradicciones accesorias. Por ejemplo, que el objetivo que ha primado para la humanidad, durante la mayor parte de su historia, e incluso en la actualidad, y en la mayor parte del planeta, es la eliminación de la penuria. Era el fin que los comunistas se jactaban de ser los únicos capaces de lograr. Aunque su programa ha engendrado sobre todo hambre, la abundancia era para ellos, a lo largo de toda su historia, el ideal hacia el que tendía su sistema. ¿Por qué el consumo, cuando es de origen “liberal”, se trueca en una plaga, en una prisión en la que nos pudrimos “encerrados”?

El resto de esta delicia literaria es una invitación a rumiar la hierba podrida de la dialéctica postcomunista. ¡El comunismo era bueno porque respondía al “sueño” de tanta gente buena! Pero ni una palabra de los canallas que engañaron a esa buena gente, y especialmente de los lacayos intelectuales de esos canallas, propagadores de la mentira planetaria. La decencia nos aconseja, según Sallenave, pensar en el dolor de los que se han visto decepcionados por “la esperanza”. En este punto, el vocabulario sube in crescendo hasta llegar a la plegaria. Deberíamos haber “consagrado más piedad” a esta “desaparición mágica” (¿por qué mágica?). “La desaparición de la Unión Soviética debería habernos llevado en primer lugar al recuerdo, al recogimiento, a la piedad” (bis). Se comprende que se hablara del “culto” a la personalidad de Stalin.

Para calibrar mejor el tamaño de este cinismo imaginémonos a los jefes nazis en 1945, durante el proceso de Nuremberg, dirigiéndose al tribunal en estos términos: “Señorías, está claro que tienen derecho a reprocharnos ciertos actos. De hecho, nosotros somos los primeros en hacerlo. ¿Pero no creen que sería más oportuno dedicar un piadoso pensamiento a la pena de toda esa buena gente que creyó en el nazismo y hoy ha perdido la esperanza en él? Están condenados a ‘vivir sin promesa’, según la expresión de Edgar Morin. Guardemos un minuto de silencio meditando sobre el invierno de sus almas”. Danièle Sallenave y sus congéneres intelectuales occidentales, ya sean comunistas o simpatizantes, no tienen las manos manchadas de sangre, eso es cierto, pero pueden tener manchada la pluma.

Tanto más cuanto que las lamentaciones de ésta y de otros plañideros y plañideras desembocan rápidamente en acusaciones. Tras apiadarse de los enlutados, Sallenave abre el luego contra los anticomunistas que muestran una alegría obscena, contra “aquellos que siempre han tenido claro que el comunismo era malo porque sus ideales eran la igualdad, la justicia y la fraternidad”.

Así, el postulado de base permanece intacto. Aunque el comunismo siempre haya aumentado la injusticia, estar contra él es estar contra la justicia. El peligro mayor sigue siendo el capitalismo. En un libro publicado un año después del artículo aquí analizado[8], Sallenave deplora la reunificación alemana. “¿Era necesario ir tan deprisa? ¿Quién fuerza a la reunificación de las dos Alemanias? Los industriales del Oeste ávidos de nuevos mercados, aunque haya que pagarlos con sufrimientos y hundimientos individuales”. A menudo me ha intrigado la celosa pereza con que cultivan el desconocimiento de la economía elemental y la indiferencia hacia la observación de los hechos económicos más corrientes tantos intelectuales marxistas, cuyo maestro era, si no me equivoco, un economista que, además, trabajaba. A partir de 1990, todo el mundo conocía y podía conocer, limitándose a leer el periódico, el gigantesco coste que tuvo que pagar el Oeste por la reunificación, los centenares de miles de millones de marcos vertidos en el Este, que provocó la instauración en el Oeste de un impuesto especial “de solidaridad” y, aumentó, entre otros, los impuestos sobre beneficios de las sociedades[9]. Pero no, son los industriales de la RFA los que comparecen ante el tribunal de Sallenave, no la Stasi. Y además, ¿por qué razón “abrir nuevos mercados” es un crimen? ¿Sallenave sabe que el hecho de que esos mercados sean solventes ha significado el aumento del poder adquisitivo en una región de Europa en la que el nivel de vida era muy bajo? ¿Dónde radica el mal? ¿En que el capitalismo siga siendo básicamente malo, incluso cuando es “solidario”, y el socialismo intemporalmente bueno, incluso cuando expolia? Tanto en el terreno del fracaso práctico como en el orden de la responsabilidad moral, el primer movimiento de la izquierda, nada más hundirse el Imperio soviético, de 1991 a 1993, fue, pues, eludir cualquier examen histórico serio así como cualquier examen e conciencia. Tras algunos esbozos de revisión crítica, aunque sin visos de arrepentimiento, la puerta entreabierta de la honestidad intelectual se cerró de golpe.

La izquierda proyectó un simulacro de reflexión, bajo la forma de un coloquio denominado “internacional” (aunque de fuerte tinte francés) que tuvo lugar los días 12 y 13 de diciembre de 1991. Lo primero que salta a la vista cuando se examina el programa de ese coloquio es tranquilizador: se celebró el día 12 en la Asamblea Nacional y el día 13 en la Sorbona, es decir, a costa del contribuyente y bajo el patronazgo de la Maison des Ecrivains, sostenida también con dinero público. La intelligentsia de Izquierda es la buena conciencia, más las subvenciones. El progreso exige, pues, que también se subvencione el remordimiento de izquierda, aunque en dicho coloquio el remordimiento se puso muy poco de manifiesto. Segundo rasgo sabroso: la espectacular ausencia en la lista de oradores de intelectuales que hubieran condenado, con pruebas, el comunismo, diez, veinte o treinta años antes de que se condenara a sí mismo hundiéndose bajo el peso de sus victimas y de su propia ineptitud. Dicho de otro modo, no se había invitado a ninguno de los autores que, desde hacia algunas décadas, habían sido jueces severos del totalitarismo, o incluso habían polemizado con frecuencia con la mayoría de los presentes en esas dos jornadas —salvo algunos extranjeros, muy poco numerosos, y en mala situación para pedir cuentas a unos participantes cuyas posiciones pasadas conocían muy poco o nada—. Solo un puñado ínfimo de franceses representaba a una izquierda moderada que sin llegar a “hacer anticomunismo” había sabido, sin embargo, conservar, en los tiempos de la intimidación ideológica, un mínimo de libertad y dignidad, Pero no llegaron a animarse a perturbar el ceremonial de autojustificación del coloquio. En resumen, incluso después de la caída del Muro, la izquierda no lograba enfrentarse a sí misma y no consideraba que había llegado el momento de debatir con los intelectuales que habían expresado a su respecto, en un pasado en el que todo estaba todavía en juego, un desacuerdo fundamental. La tercera observación atañe al título del coloquio. Era fácil imaginarlo: Izquierda: intenciones e ilusiones o bien Izquierda: ingenuidad o complicidad; o, para ser más claros: La izquierda y el totalitarismo. Pues no. El título no podía hacer ni la mas mínima alusión a cualquier fallo de la inteligencia o de la conciencia en el pasado, ni siquiera en el más reciente. La izquierda no se equivoca jamás o, al menos, sólo se equivoca en relación consigo misma, en su propio seno, de un modo que sólo es digno de ser discutido entre los pares que la componen, jamás en unas condiciones que podrían llevarla a dar la razón a sus adversarios, o incluso a darles la palabra. De este modo, su creatividad intelectual y su vocación redentora siguen triunfalmente su curso. Es lo que había que colgar a la entrada de ese coloquio. Y así se hizo. Jamás ningún título de ningún coloquio satisfizo con tanta delicadeza la necesidad de autoabsolución. En el programa se leía: Las metamorfosis del compromiso. ¡Ah! ¡En qué términos tan galantes se ponen esas cosas! En todas las lenguas articuladas, esas piruetas verbales se denominan hipocresía. Es verdad que dos oradores tuvieron el arrojo de preguntarse: ¿Debemos avergonzarnos? No es necesario decir que esa provocación retórica no tenía otro fin que servir a esos dos oradores de trampolín para rebotar a un estrepitoso “no” que hizo que brillara aún más lo absurdo de tal cuestión. Y, hay que insistir en ello, el grueso del pelotón en ese coloquio sobre las Metamorfosis del compromiso estaba formado por la izquierda no comunista. ¿Hay que creer que el encubridor se siente más canalla que el ladrón? Los viejos comunistas no han eludido tanto la confesión de sus errores o compromisos ni ocultado tanto la pérdida de su inocencia como sus compañeros de viaje de las otras familias de la izquierda. Elijo como muestra este estimable párrafo de Paul Noirot: “Lo último que se puede exigir a todos los que han participado en esa fabulosa empresa, entre los cuales yo me he encontrado, es la lucidez: finalmente, no hemos construido nada de duradero; ni sistema político, ni sistema económico, ni colectividades humanas, ni ética, ni incluso estética. Hemos querido dar cuerpo a las más altas aspiraciones humanas y hemos dado a luz monstruos históricos”[10].

¿Por qué en ese comienzo de la era postcomunista se alzaron tan pocas voces tan honestas como ésta? Nadie pedía que se flagelaran en público. Y, además, cualquier nota humillante desaparece cuando el que está inspeccionando su propio pasado se dedica a desmontar de modo explicativo los engranajes que le llevaron a engañarse, algo de lo que no están libres ni los mejores ni los más inteligentes. Esta lucidez valiente presta un servicio a la humanidad. La hallamos en las memorias de viejos comunistas como Arthur Koestler, Sidney Hook o Pierre Daix, que desmenuzan con clarividencia y probidad las coyunturas políticas e ideológicas que les llevaron a descarriarse, bajo el imperio de unos factores de los que, en las mismas circunstancias y bajo las mismas influencias, quizá no nos hubiéramos librado ninguno de nosotros. ¿Es por ser los manipulados y no los manipuladores por lo que los peregrinos de la izquierda no comunista carecen de la energía necesaria para la misma probidad?

La “sinceridad”, la “sed de justicia”, la “esperanza” en “cambiar el mundo ”, esas miserables simplezas, sobre todo entre los intelectuales, no son excusa. No se puede utilizar como prueba de la presunta orientación de un sistema político hacia la justicia y la libertad las ilusiones de los que han sido engañados y las mentiras de los que se han beneficiado de él.

Los fenómenos que aquí describo pertenecen principalmente al mundo llamado occidental, es decir, a los países que jamás han estado gobernados por el sistema comunista totalitario, aunque la ideología de dicho sistema les haya marcado; Los países en los que el comunismo ha reinado en los hechos deben enfrentarse a otras dificultades, mucho más temibles. Son prisioneros no sólo de las ideas pasadas sino también de las realidades pasadas. Debo añadir que entre los países que han escapado al comunismo pero en los que la ideología totalitaria sigue siendo fuerte, tanto en el debate de las ideas como por su peso en la práctica política, Francia ocupa uno de los primeros lugares, por no decir el primero. Es en Europa una especie de laboratorio puntero en la producción de trucos destinados a rechazar, por no decir desviar, las enseñanzas de la experiencia, o a incorporarse a ellas con un retraso y una mala gana tales que anulan los beneficios de aceptar la verdad.

Beneficios que, por otra parte, hoy son muy modestos en el plano de la acción, y verdad que hubiera sido más útil admitir cuando todavía existía el comunismo. Así habría durado menos. Pues, tomando de nuevo el atajo simbólico del Muro, lo que marca el fracaso del comunismo 110 es la caída del Muro de Berlín, en 1989, sino su construcción, en 1961. Era la prueba de que el “socialismo real” había alcanzado un punto de descomposición tal que se veía obligado a encerrar a los que querían salir para impedirles huir. Desgraciadamente, sólo una minoría de occidentales comprendió el mensaje palpable de esa deslumbrante confesión de fracaso. Para la mayoría de los habitantes de los países democráticos, las dos décadas que siguieron a la construcción del Muro fueron la edad de oro de las modas y de los partidos marxistas, del terrorismo izquierdista —intelectual y criminal— y de las ideologías revolucionarias. Fueron también, para los partidos liberales, las décadas de la timidez, de los acercamientos vergonzantes a los marxistas, de la detente con la Unión Soviética, de la Ostpolitik, del “compromiso histórico” en Italia, del “eurocomunismo”. Es un deshonor para Occidente que el Muro fuera a fin de cuentas derribado por las poblaciones sojuzgadas por el comunismo en 1989 y no por las democracias en 1961, como hubiera sido tan fácil que ocurriera.

Ahora que casi ha desaparecido, los autores de todos esos panegíricos a favor del comunismo, considerado el único vector posible, por no decir real (todos los otros son, según ellos, imposibles incluso cuando son reales) de la prosperidad en la solidaridad, se guardan muy mucho de tomarlo en consideración allí donde todavía no ha desaparecido. En Corea del Norte, por ejemplo, donde durante los diez últimos años del siglo se ha producido una hambruna que ha provocado la muerte de entre 1,5 y 3 de los 22 millones de habitantes y donde la vida de los supervivientes es, según sus propias palabras, “peor que la de los cerdos en China”. El interlocutor socialista al que usted oponga el caso coreano responderá que el ejemplo no es probatorio. Ningún desastre comunista ni, por otra parte, “socialista moderado” jamás prueba nada. Nadie refuta jamás la validez del modelo. Pues siempre se pueden alegar circunstancias excepcionales capaces de sustraer a esa determinada experiencia cualquier clase de valor demostrativo. Aconsejar a Danièle Sallenave que si quiere volver a encontrar el “verano de las almas” se vaya a vivir a Pyong Yang sólo podría emanar de una sórdida mala fe. Corea del Norte no “mataría la esperanza”. No hay duda de que es un cementerio, pero el ideal de “fraternidad” que la inspiró en sus comienzos sigue siendo moralmente superior a los miasmas de la cloaca liberal. La utopía no está sujeta a ningún resultado obligado. Su única función es permitir a sus adeptos condenar lo que existe en nombre de lo que no existe.

La negación del pasado soviético es tan poderosa en Estados Unidos como en Francia, y quizá más invasora por ser un país menos culpabilizado y por ser menos explicable por la historia política del país. Estados Unidos jamás ha tenido un partido comunista capaz de lograr que uno de sus candidatos fuera elegido representante o senador. Los ciudadanos deseosos de hacer realidad el modelo soviético nunca han representado más que una minoría imperceptible y sin sentido de la realidad, compuesta sobre todo de intelectuales. Los sindicatos obreros estadounidenses, aunque votan demócrata, tienen una larga tradición de anticomunismo y a menudo se han mostrado más inflexibles en este punto que los grandes capitalistas. En 1959, por ejemplo, cuando Jruschev realizó su gira por Estados Unidos, se negaron a recibirle argumentando, con razón, la falta de libertad sindical en la URSS. Durante ese mismo viaje, el radiante secretario general soviético iba de ovación en ovación en los medios patronales[11]. El Partido Comunista norteamericano, aunque era un grupúsculo, desempeñó un papel de una deplorable eficacia en los años cuarenta. Fue una de las bases del espionaje soviético. Pero en la opinión pública de Estados Unidos nunca ha habido, como en Italia, Francia o España, una corriente de masas favorable a la aplicación del comunismo. El postcomunismo no significó, como en Europa, doblar las campanas por un ideal acariciado por muchos, que hubo que deslomarse para reparar. En el imaginario político e ideológico de Estados Unidos ese ideal no había ocupado el lugar prominente que ocupó en el nuestro, donde había alimentado la visión del mundo y el sentimiento de pertenencia de tantas generaciones sucesivas.

Sin embargo, tras 1990, los “liberales” estadounidenses sintieron la necesidad y llevaron a cabo la proeza de ahogar todo balance serio de la tragedia soviética y toda retrospección sobre los errores cometidos en Occidente al respecto. Como es sabido, la palabra “liberal” designa en Estados Unidos una suerte de extrema izquierda del Partido Demócrata. Sin estar organizado políticamente, el “liberalismo” ejerce una influencia difusa pero soberana gracias a los lugares clave que ocupa en la prensa, el mundo editorial y las universidades. Es, evidentemente, lo contrario del liberalismo en el sentido clásico que, en Estados Unidos, responde a la denominación de classic liberalism para evitar la confusión.

Los motivos de la hostilidad “liberal” hacia todo tipo de catálogo del pasado soviético e, incluso, hacia todo análisis del postcomunismo y sus problemas, tiene sus raíces en la guerra fría. Durante varias décadas, la opinión culta se dividió en Estados Unidos entre “halcones” y “palomas”. Estas últimas dominaban los principales medios de influencia sobre la opinión pública. Para las palomas, la agresividad soviética no era de origen interno, sólo era la respuesta angustiada a la estrategia de contención de los halcones. La diplomacia occidental debía, pues, consistir en liberar a los soviéticos y otros gobiernos comunistas de su miedo e inseguridad, guardándose bien de toda intransigencia hacia ellos, multiplicando las concesiones y las ayudas, absteniéndose de replicar a los ataques, aunque sólo fuera verbalmente.

En diciembre de 1979, cuando el Ejército Rojo invadió Afganistán, florecieron en la prensa “liberal” estadounidense —la mejor, la de mayor difusión y la más influyente— editoriales y “análisis” condenando… a los estadounidenses, o al menos a los apasionados por la guerra fría, los cold warriors (“guerreros fríos”). Estos, incorregibles, no dejarían de tomar este acontecimiento, mal interpretado, como pretexto para exigir el endurecimiento de la política exterior de la Alianza Atlántica y para recomendar el fin de la détente. Ese era el mayor peligro del momento y no la invasión de Afganistán. Con o sin invasión, el bando agresivo seguía siendo Occidente, donde era urgente impedir hacer daño a los abogados del “enfrentamiento” que, sin duda, se aprestaban a aprovechar la crisis para difundir la maligna idea de que diez años de concesiones diplomáticas y estratégicas a la Unión Soviética no habían sido rentables y que era urgente cambiar de método.

Esta idea fantasiosa de una diplomacia soviética carente de toda agresividad hacia el exterior presuponía, por lógica, un régimen soviético progresista en el interior. Para la mayoría de los sovietólogos estadounidenses hacía tiempo que el poder soviético había dejado de ser totalitario. Al haber logrado construir una industria moderna y reformar la agricultura hacia una mayor productividad se orientaba poco a poco hacia un pluralismo político bastante parecido al de Occidente. Esa visión angélica, basada en el grosero desconocimiento de una información pese a todo disponible, prueba que en Estados Unidos quizá no había un Partido Comunista políticamente importante pero que sí había (y todavía hay) numerosos marxistas. Es esta descripción de la URSS la que prevaleció durante los años sesenta y setenta en las universidades estadounidenses. Según esta tesis, todo “enfrentamiento” por parte de Occidente frenaba o comprometía la democratización soviética. Así, el sovietólogo Stephen Cohen, profesor de universidad y editorialista del New York Times, atacaba regularmente al cold war establishment, la camarilla de la guerra fría. Argumentaba que los medios políticos soviéticos se subdividían en varios criptopartidos, y que una diplomacia demasiado dura por parte de Occidente debilitaría en el Este a los dirigentes reformadores y conciliadores. Debíamos, pues, mantener la calma y desterrar toda acción precipitada incluso en el caso de acciones expansionistas, al menos en apariencia, por parte de la URSS.

Esta oposición entre partidarios y adversarios de la guerra fría siguió siendo el criterio de toda clasificación y el hilo conductor de toda reflexión histórica incluso después del fin de la susodicha guerra fría por abandono de uno de sus dos actores.

Todo intento de evaluar con seriedad el pasado del comunismo, ahora que había dejado de ser un desafío político en el presente, incluso todo libro consagrado al postcomunismo, es decir, a las dificultades por las que pasaban unas sociedades gravemente mutiladas por décadas de esclavitud totalitaria, todo balance, toda investigación, por ejemplo la exploración de los archivos del Este, se achacaba a una “nostalgia de la guerra fría” disfrazada de curiosidad científica. ¿Por qué sacar esa vieja mercancía? ¿No estaba ya la causa vista para sentencia? ¡Pasemos la página! El persistente interés de los antiguos “halcones” por la historia de los países comunistas y por su futuro provenía claramente de su amargura por haber perdido el blanco de su animosidad, por verse, en cierto modo, privados de su “negocio” cultural. En esta perspectiva, el “invierno de las almas” era el de los viejos anticomunistas, más desconsolados aún que los viejos comunistas.

Así, tanto en Estados Unidos como en Europa, cuando el comunismo acaba de hundirse y el horror de su pasado sale por fin a la luz del día, son los viejos anticomunistas los acusados mientras que los viejos procomunistas ratifican con redoblado orgullo la opción que tomaron.

No se equivocaron: a quien la historia ha refutado ha sido a sus antagonistas. ¿Por qué? Sobre todo porque esos obsesos habían calificado el totalitarismo comunista como irreversible. Su desaparición les ha quitado la razón. Por lo que a mí respecta, ya he respondido ampliamente a esta objeción en El renacimiento democrático[12]. Seré, pues, muy breve. En más de una ocasión he dicho que el comunismo era irreversible en el sentido de que era irreformable, pero jamás dije que no pudiera ser derribado. Incluso he dicho lo contrario. La práctica ha rebatido, siempre y en todo lugar, el sueño de la izquierda universal —perfeccionar el comunismo, humanizarlo, hacerlo más eficaz desde el punto de vista económico y menos represivo desde el punto de vista político, manteniendo, sin embargo, las estructuras maestras del socialismo—. Un sistema totalitario no puede mejorarse: sólo puede conservarse o hundirse. Que es otro modo de decir que no es reversible pero sí derribable. Por eso escribí en La tentación totalitaria (1976): “La única manera de mejorar el comunismo es deshacerse de él”. Es exactamente lo que terminaron por comprender y hacer los pueblos de la ex Unión Soviética y de sus colonias de Europa Central entre 1989 y 1991. ¿Cómo podría creer en la eternidad del comunismo yo, que, desde Ni Marx ni Jesús, desde 1970, explico que ha fracasado totalmente en todos los terrenos, que jamás ha sido viable y que su longevidad es una anomalía debida a la excelencia de su sistema represivo, asociado a una paradójica complacencia de las democracias? Estas han acudido en socorro de su economía y aceptado su diplomacia en muchas ocasiones. Bastará, argüía en Como terminan las democracias (1983), con que cese esta complacencia para que la fragilidad inherente al comunismo despliegue todos sus efectos y le conduzca a una avería generalizada; la misma avería que las democracias ricas se obstinaban desde 1921 en prevenir con grandes gastos. Que el lector me perdone estas precisiones pero, como algunos críticos estadounidenses han proclamado que al escribir El renacimiento democrático[13] me había contradicho respecto a mis obras anteriores, me he considerado con derecho a esta breve puntualización.

Sea cual fuere la luz que su epílogo haya podido arrojar sobre la sombría historia del comunismo, el resultado esencial, tanto en Europa como en Estados Unidos, desde el punto de vista de la izquierda se ha obtenido: los buenos siguen siendo los buenos y los malos, los malos. Estos son en América los incurables “nostálgicos de la guerra fría”; en Europa, los eternos reaccionarios que sólo podían ser críticos del comunismo por rechazo al progreso social y que persisten. Pero, para todos los intelectuales de izquierda del mundo entero, el objetivo es el mismo: ellos, que ante el fenómeno socialista se han engañado intelectualmente y comprometido moralmente, no tienen nada que lamentar —o muy poca cosa— y sobre todo nada de que arrepentirse, pues, a fin de cuentas, persiguiendo la justicia no han cometido ningún error ni hecho mal.

Es más: rápidamente sintieron que estaban en posición de volver a acusar. Uno de los ingenuos al que despellejaron por no haberse dado cuenta con suficiente rapidez de que el viento había vuelto a cambiar fue el cardenal Decourtray, arzobispo de Lyon y primado de las Galias. Le Figaro del 5 de enero de 1990 publicó una entrevista con el cardenal (que posteriormente murió) a propósito del comunismo en proceso de descomposición y que, con la caída de la censura, desvelaba todos sus pasados encantos y todas sus consecuencias presentes. Hablando de los católicos de izquierda, el cardenal declara: “Hay que reconocer que, preocupados por mantener la comunión con los más comprometidos, nos hemos dejado arrastrar a una cierta connivencia”. Se trata de unas declaraciones muy moderadas, puesto que, avanzando cierta reserva, Decourtray confirma la pureza de la intención y subraya los límites del compromiso, pero era demasiado para los antiguos compañeros de viaje cristianos del totalitarismo. Al imprudente prelado le empezaron a llover proyectiles: “¿Vamos a lanzar sospechas sobre los que luchan contra las injusticias?”, pregunta en La Croix del 10 de febrero la secretaria general de Acción Católica Obrera. Se observará una vez más la petición de principio consistente en dar por demostrado lo que acaba de ser rebatido por la historia, a saber, el valor del comunismo como instrumento de lucha contra la injusticia. “Se ha dado una bofetada a numerosos hombres y mujeres comprometidos con la lucha por la liberación de la humanidad, sean o no creyentes”, añade la secretaria general. Subrayémoslo de nuevo: la autora de esta réplica a Decourtray sigue, en 1990, sin tener ninguna duda de que el comunismo realmente combatía a favor de la liberación de la humanidad. Una vez más, los sempiternos asideros, por muy gastados que estén, vienen en socorro de esta tesis: los crímenes y abusos del totalitarismo no son, se nos machaca, comunismo “verdadero”; y la catástrofe económica no cuestiona la verdad del marxismo. Decourtrav había amenazado indignamente con la “exclusión” al “dinamismo misionero de la Iglesia en el mundo obrero”. Lo que viene a ser lo mismo que postular que la única forma posible de ese “dinamismo misionero” sigue siendo la “connivencia” con el comunismo, incluso tras su caída. Y tal cantidad de acusaciones de ese tenor cayeron sobre la cabeza del primado de las Galias, que el desdichado se vio obligado a retractarse. Contrito, escribió a los obispos que había “sido demasiado rápido como para poder ser comprendido” y que “no había verificado el contenido de la entrevista”. Viniendo de un prelado, que debe ser modelo de valor, esta marcha atrás es una buena ilustración de hasta qué punto persiste la capacidad de terror ideológica del comunismo. Los cómplices activos o los testigos silenciosos de sus estragos, a los que por un instante rozó la sospecha de su culpabilidad, supieron reaccionar con prontitud y recobraron todo el vigor de su agresividad.