CAPÍTULO I

SALIDA DE EMERGENCIA

La última década del siglo ha sido testigo de la poderosa contraofensiva desplegada por los políticos e intelectuales de la vieja izquierda con el fin de borrar e invertir las conclusiones que, en 1990, parecían desprenderse de la evidencia del hundimiento del comunismo y, más generalmente, de los fracasos del socialismo. ¿Qué motivos han incitado a esos políticos y a esos intelectuales a creer que podían sacar de la historia que habíamos vivido unas lecciones en tan manifiesta contradicción con lo que ella enseñaba y con lo que había sido? ¿A qué argumentos han recurrido para sustentar su justificación de los extravíos y de los crímenes constitutivos del totalitarismo o, al menos, de las intenciones que los habían engendrado? ¿Qué necesidades intentan satisfacer esos peregrinos argumentos? ¿En qué medida sus propagadores los han impuesto a las mentes, a qué mentes, a través de qué canales de transmisión intelectual? ¿Es vasta su audiencia? ¿O su influencia se limita a una clientela poderosa pero numéricamente limitada y que, en el fondo, se procura el espejo del maquillaje moral a fin de ahorrarse la confesión de los errores y la vergüenza del remordimiento? En resumen, ¿ha tenido éxito la gran mascarada del fin de siglo? ¿Puede tenerlo? ¿O sólo ha sido el último espasmo de una aberración criminal que únicamente las generaciones que no han tomado parte en ella se sentirán libres para rechazar en su totalidad, sin dolor ni doblez?

Estas cuestiones están lejos de ser superfluas, pues la humanidad acaba de pasar el siglo tanto del totalitarismo como de la información, y si nos viéramos obligados a constatar que no ha comprendido nada del totalitarismo se demostraría que la información no sirve para nada; y, especialmente, que los agentes intelectuales que la formulan y difunden son inútiles o dañinos. En una época en la que se ha venerado sin cesar el “sentido de la historia”, haberlo comprendido tan poco daría muestras de un redhibitorio fracaso cultural o, lo que quizá sería peor, de una inveterada deshonestidad en las relaciones con lo verdadero, secuela indeleble de la educación totalitaria del pensamiento.

En 1990, al hacer referencia a un artículo de un tal Ivan Frolov, consejero de Mijail Gorbachov, extraía del texto la siguiente perla: “Lenin sigue siendo un valor imperecedero”. Y añadía: “Frolov debería saber que, en Occidente, esa afirmación sólo puede provocar hoy la risa”[1]. En el año 2000 ya no me atrevería a escribir esta frase. Porque hoy fluye con abundancia la rehabilitación del marxismo-leninismo. Nutre libros y artículos en los que se nos aconseja, ¡qué digo!, se nos ordena volver al “auténtico” Marx. Hace diez años, algunas de las elucubraciones de Frolov predicando una “transición hacia un estado cualitativamente nuevo, hacia un socialismo renovado, humano” sonaban como un patético galimatías. Hoy son normales en algunas plumas occidentales, que también podrían rubricar esta otra antigualla inefable de Frolov: “Estamos volviendo a ver la unidad dialéctica de los aspectos científico, revolucionario y humanista del marxismo”.

Cuando vuelvo a leer la prensa occidental de comienzos de los noventa me asombra la frecuencia con la que aparecen dos ideas en la mayoría de los periódicos incluso de izquierda, que las presentan como verdades adquiridas. La primera es que había que poner una cruz de una vez por todas sobre el comunismo y sobre todo lo emparentado con él, conclusión lógica de una catástrofe inexorablemente demostrativa; la segunda, que, tras el desastre marxista, la solución liberal surgía, pues, no como la mejor sino como la única. Era la única viable que existía, o subsistía, tanto en economía como en política, fueran cuales fueren sus imperfecciones. Para ser imperfecto, primero hay que ser, condición que no cumplían las economías administradas. Pero a finales de dicha década, el giro es sorprendente. Ambas ideas son de nuevo casi universalmente pisoteadas. Al menos en teoría, porque, como hay que vivir, la práctica contradice a menudo la teoría. A pesar de haber dejado de aplicarse, el comunismo se condena cada vez menos. A pesar de ser condenado casi universalmente, el liberalismo se aplica cada vez más. Así, la antítesis interiorizada entre lo ideal y lo real, carácter fundador del pensamiento totalitario, se reconstruye en otro vocabulario y, sobre todo, por así decirlo, en el vacío, puesto que el comunismo “real” ha desaparecido.

La resurrección de la convicción liberal era, por lo demás, anterior al hundimiento del comunismo hacia 1990. Le había precedido diez años, con la llegada de Margaret Thatcher al poder en Gran Bretaña, y más tarde, de Ronald Reagan en Estados Unidos. A pesar de los falsos lugares comunes según los cuales el liberalismo, contra el que el genio francés estaría milagrosamente inmunizado, pertenece a la civilización “anglosajona”, y sólo a ella, por culpa de una malformación congénita, estas victorias electorales no eran tan evidentes. Desde Franklin Roosevelt había dejado de aumentar en América la intrusión del Estado federal en lo económico y social (el big government). Había observado sin piedad el principio de “más impuestos, mas gasto público” (“Tax and spend, spend and tax”). Este hecho parecía o quería ignorarse en la Europa continental, y sobre todo en Francia; como parecía o quería ignorarse que, desde 1945, el laborismo británico había creado la sociedad más estatalizada, la más burocratizada, la de mayor carga impositiva, la más sindicalizada y la más reglamentada de la Europa democrática. A pesar de que durante ese periodo los conservadores habían ganado varias elecciones, ningún gobierno conservador anterior al de Margaret Thatcher había obtenido del sufragio universal un mandato tan claro y fuerte que le permitiera tocar los cimientos mismos del sistema laborista. Fue necesaria la regresión económica, el empobrecimiento del pueblo, el desastre de los servicios públicos, la parálisis de las administraciones, plagas flagrantes en 1977 y 1978 que sumieron al Reino Unido en el caos, para que el cuerpo electoral diera su pleno consentimiento no ya a una alternancia sin cambio sino a un cambio de las bases establecidas en 1945, es decir, a una draconiana revolución liberal. De hecho, los británicos jamás se han retractado de dar su consentimiento al liberalismo, puesto que el Partido laborista sólo pudo llenar las urnas a su favor vaciando su programa de toda huella de socialismo en 1997. Tony Blair no es tanto el sucesor político de James Callaghan, el último primer ministro laborista antes de la revolución liberal, como de Margaret Thatcher, mal les pese a los que tabulan sobre el “triunfo de la izquierda en Europa” en el fin de siglo. Sí, ¿pero qué izquierda? Posteriormente tendré ocasión de precisarlo.

Más asombroso fue, sin embargo, el arrebato de liberalismo que tuvo lugar, también en la Europa continental, entre 1980 y 1985. En Italia, socialistas y comunistas pretendían ser cada vez menos dirigistas. El Partido Socialista español jamás lo había sido. En Portugal, donde, desde la revolución de los Claveles en 1974, el dirigente socialista Mario Soares era la muralla infranqueable contra todas las intentonas comunistas de golpe de Estado, los electores llevan al poder por dos veces, en 1980 y en 1985, a unos liberales que reprivatizan la economía. Pero fue sobre todo el naufragio económico y financiero en el que, con la velocidad del rayo, desembocaron en Francia los dos primeros años del socialismo mitterrandiano el que impresionó e hizo cambiar a la opinión pública. De la noche a la mañana, en todos los labios florecían los elogios hacia la “empresa” (privada, se entiende). Había adolescentes —yo mismo fui testigo de una de esas divertidas escenas— que llegaban incluso a reprochar a su padre, funcionario, no “haber creado jamás una empresa”. De la noche a la mañana, los franceses se volvieron muy críticos contra las nacionalizaciones, de las que durante mucho tiempo habían sido mayoritariamente partidarios. Es fácil medir esta conversión a través de los sondeos de opinión. Un ejemplo entre otros muchos es la encuesta publicada por París Match el 1 de abril de 1983, que mostraba que el 59 por ciento de los franceses eran ahora favorables a un aumento de la libertad de empresa, frente a sólo un 25 por ciento que persistía en desear un control fortalecido del Estado sobre la actividad económica. La izquierda, ya minoritaria en el país desde las elecciones municipales de 1983, llegó a ser casi marginal en las europeas de 1984. Además, cuando se observan los estudios sobre las motivaciones de los electores, tal y como los analizaban en ese momento los institutos de sondeos, se puede ver que ese cambio no sólo expresa un rechazo hacia tal o cual equipo gubernamental sino hacia la izquierda como tal, hacia sus principios doctrinales, a cuya cabeza se encuentra la estatalización a ultranza. El Partido Comunista había perdido el 50 por ciento de su electorado en cinco años. Jamás lo recuperó. En 1984 cayó a un 11 por ciento de los votos y después seguiría disminuyendo. Además, se niega a formar parte del gobierno de Laurent Fabius, que sucede, y vuelve la espalda, al de Pierre Mauroy en julio ele 1984. Hasta las elecciones legislativas de 1986, Mitterrand, con un partido socialista que pasó del 38 por ciento de los sufragios en las legislativas de 1981 a un 21 por ciento en las europeas de 1984, ejerce el poder con un gobierno que sólo representa a una quinta parte de los ciudadanos.

Aún más mortificante que el fracaso político y económico de la izquierda fue, quizá, su fracaso ideológico y cultural. No sólo era su programa económico, con su línea directriz de “ruptura con el capitalismo” cuando estaban hundiéndose todos los regímenes no capitalistas del mundo, el que tomaba un sesgo cómico sino que sus otros proyectos de redención de la sociedad empezaron a parecer a cual más trasnochado y se estrellaron contra los arrecifes de la irritación popular. De este modo, Mitterrand tuvo que retirar en julio de 1984 su proyecto de ley sobre la enseñanza primaria, prototipo del arcaísmo socialista.

No sería posible entender la magnitud de las protestas contra ese proyecto de ley que pretendía suprimir la enseñanza privada si se atribuyeran únicamente a motivaciones religiosas, que solo las explican en parte. De hecho, la mayoría de los millones de franceses que se habían manifestado por doquier desde hacía un año protestaban, fueran o no creyentes, fundamentalmente contra una ley ideológica cuyo objetivo era unificar la enseñanza elemental, secundaria y superior bajo la férula del Estado y de los sindicatos de la enseñanza pública, dominados por los marxistas. La gente se dio cuenta muy bien de lo que se pretendía mediante ese proyecto de ley: la creación de una hegemonía, una más, de un derecho de propiedad ideológica únicamente de los socialistas y los comunistas. En este punto, como en muchos otros, asistimos a un rechazo del Estado. El poder socialista cometió entonces, pasando por encima de los deseos profundos de la sociedad que tenía a su cargo, un gran contrasentido cultural, otros ejemplos del cual fueron su ley de prensa, su modo de utilizar la televisión estatal, su concepción del éxito gubernamental como dependiente ante todo de la propaganda. De ese modo, un poder de izquierda logró poner en contra suya no sólo al pueblo sino a casi todos los intelectuales.

A mediados de la década de los ochenta, mucho antes de la caída del Muro de Berlín y cuando no se sospechaba que fuera a caer tan deprisa, contemplamos, pues, un cuadro de valores políticos en el que el comunismo está desacreditado. El socialismo también ha decaído, y no sólo en la práctica sino como idea. Al fracaso francés se añade la prolongada exclusión del poder de los laboristas británicos, así como del SPD alemán. Y, para colmo, se perfila la caída de Suecia, que durante cuarenta años ha sido el templo sagrado del milagro de la socialdemocracia-providencia gestionada con realismo.

Más tarde, en el transcurso de la segunda mitad de la década, entre 1985 y 1990, el ataque se dirige contra esa tímida reanimación del liberalismo. El embrión de éxito de los temas liberales y de la contradicción que se manifiesta en la ideología socialista y los regímenes comunistas inspira a los sectarios un renovado ardor en su rechazo a los contestatarios, evidentemente con las armas clásicas y familiares del “debate” de izquierda. Así, Octavio Paz, que en un discurso pronunciado en Francfort había comparado el régimen sandinista de Nicaragua con el régimen castrista y mencionado la elemental y hoy probada verdad de que Moscú financiaba y equipaba a los sandinistas, fue blanco de ese tratamiento “tolerante” que, según la izquierda, honra sus “discusiones”. La izquierda marxista de los intelectuales mexicanos, una especie de museo de historia natural del pensamiento político momificado, se enardeció. Durante una semana, diarios y semanarios acumularon artículos, caricaturas, sondeos y hasta un manifiesto firmado por veintiocho profesores de “todas las disciplinas científicas y culturales, pertenecientes a trece países y cinco instituciones”.

Los exorcistas procomunistas eran, en 1987, un producto perfecto de esa entidad colectiva, de esa personalidad cultural elemental bautizada con acierto como “el perfecto idiota latinoamericano”[2] … Se suprimió el nombre de Octavio Paz en el programa de un concierto en el que se iban a cantar melodías compuestas sobre sus poemas, y el actor que debía leer antes dichos poemas se negó a hacerlo. Hubo una condena unánime del discurso de Francfort que nadie había leído por la sencilla razón de que entonces todavía estaba inédito pues no se habían publicado más que las pocas líneas recogidas por la prensa alemana. Paz abordaba en él muchos otros temas además del de Nicaragua; y el cuadro general de la evolución de las ideas políticas nos parece hoy un cúmulo de evidencias. Pero el heroísmo de la izquierda informada y tolerante, en su ridículo afán por rechazar el fascismo, culminó con una manifestación ante la embajada de Estados Unidos en México en la que la efigie de Paz, ese “traidor a México” (sic), fue quemada en medio de los acompasados gritos de una multitud estudiantil: “¡Reagan rapaz, tu amigo es Octavio Paz!”[3].

No olvidemos jamás que tanto en Europa como en América latina la certeza de ser de izquierdas descansa en un criterio muy simple, al alcance de cualquier retrasado mental: ser, en todas las circunstancias, de oficio, pase lo que pase y se trate de lo que se trate, antiamericano. Se puede ser, e incluso con frecuencia se es, retrasado mental en política siendo muy inteligente en otros ámbitos. Entre otros ejemplos innumerables, el autor Harold Pinter explica[4] la intervención de la OTAN contra Serbia en abril de 1999 por el hecho de que, según el, Estados Unidos no tiene en política internacional más que un único principio: “Lámeme el culo o te liquido”. Tener talento como dramaturgo no impide, en el mismo individuo, una debilidad profunda y una nauseabunda vulgaridad en las diatribas políticas. Uno de los misterios de la política es su capacidad para provocar la brusca degradación de muchas personalidades por lo demás brillantes. ¿Cómo reaccionaría Pinter si un crítico de teatro se permitiera caer tan bajo en la estulticia injuriosa al “comentar” una de sus obras?

En Francia, el antiamericanismo, tanto de derecha como de izquierda, empezó agudizándose como antiamericanismo económico antes de alcanzar cotas de delirio en la década 1990-2000 cuando los franceses descubrieron que Estados Unidos emergía de la guerra fría como única superpotencia. El arranque de la cruzada antiliberal tuvo lugar con motivo del combate de los socialistas contra el gobierno de Jacques Chirac, de la primavera de 1986 a la primavera de 1988. A pesar de que las privatizaciones efectuadas por dicho gobierno no afectaron más que a una parte muy modesta de las empresas nacionalizadas y que ninguna de sus reformas redujo de forma sensible la presión fiscal y el gasto público, los socialistas y los comunistas no dejaron de bombardear durante dos años al equipo Chirac con insultos, colocándole la etiqueta de ultra-liberalismo (a partir de entonces, ese infamante prefijo fue de rigor) y acusándole de perversidad antisocial. Para ver hasta qué punto, en toda la Europa continental y sobre todo en Francia, los reformadores liberales son poco liberales en la práctica y apenas han tocado un pelo a la sociedad administrada, basta constatar lo amplia que sigue siendo, diez años después de la supuesta “oleada liberal” y a pesar de importantes privatizaciones, la porción de la economía que permanece en manos de los Estados. El promedio europeo de dicha parte estatal pasó del 15,4 por ciento de los productos nacionales en 1920 al 27,9 por ciento en 1960 y al 45,9 por ciento en 1996.

En Francia, campeona desde siempre tanto de la presión como de la compresión, llegó al 54,5 por ciento del producto nacional en 1997[5]. Sin embargo, la campaña antiliberal tuvo un magnífico éxito puesto que Mitterrand logró ser reelegido en 1988 a pesar de haber sido, en 1984, el jefe de Estado más impopular de la historia de la y República. En apoyo de su propaganda los socialistas blandieron como ejemplos nefastos la América reaganiana y la Gran Bretaña thatcheriana. Fue entonces cuando comenzó a proliferar una literatura inagotable que adquirió el hábito de describir a esos dos países como vastos cementerios, asolados por el liberalismo “salvaje” por los que se arrastran, gimiendo de inanición, hordas de indigentes escrofulosos. Dicha literatura era fruto de los fantasmas de sus autores y no de la observación de la realidad. Su resorte secreto no era él fracaso del liberalismo, sino la necesidad que el socialismo tenía de ocultar el suyo. No se puede negar que esta campaña supo ser convincente ya que durante mucho tiempo suministró un credo de base a los medios de comunicación de masas y también a una gran parte de la prensa llamada de calidad, sobre todo, aunque no únicamente, de izquierdas. Los dirigentes políticos de la derecha se desmarcaron como alma que lleva el diablo de todo parentesco doctrinal con Thatcher o Reagan. La batalla de la izquierda destinada a inyectar en los liberales el miedo a asumir su liberalismo y, a continuación, el deseo interiorizado de abjurar de él, se ganó esos años.

Por el contrario, en esos mismos años, la izquierda europea puso punto en boca a su censura del anticomunismo e incluso cerró los ojos ante las críticas de los sistemas totalitarios marxistas. Había trocado sus pasiones y puesto sus esperanzas en Mijail Gorbachov, convencida de que por fin estaba construyendo ese comunismo asociado a la libertad, ese mirlo blanco que tan en vano había esperado desde hacía setenta años. ¿Para qué molestarse por el vocerío caduco de los anticomunistas si la llegada del mesías “socialista con rostro humano” iba a cerrar de una vez para siempre el pico a los criptofascistas?

Tras el golpe frustrado (¿o simulado?) del 19 de agosto de 1991 en Moscú, y a pesar del breve retorno al Kremlin de un Gorbachov convertido en un inválido político, la izquierda mundial tuvo la certera intuición de que esta vez el comunismo había acabado de verdad. El último bote salvavidas se había hundido. Ln apariencia, no había pasado nada. Ese golpe de Estado frustrado contra una política frustrada dejaba intacto el edificio del poder soviético. O más bien la fachada; porque detrás de la fachada sólo había cascotes. La izquierda lo comprendió sobre la marcha, antes incluso de la desintegración oficial de la Unión Soviética, el 25 de diciembre de 1991. Por eso a partir de finales de agosto lanzó la contraofensiva ideológica, esparciendo una lluvia de artículos, firmados en su mayoría por autores de la izquierda no comunista, menos descalificada que los comunistas propiamente dichos para iniciar la misión de la justificación póstuma del comunismo. Una misión que no cesaría de adquirir vigor y amplitud durante los años siguientes. En lugar de ser, por lo menos, defensiva, fue ante todo y fundamentalmente ofensiva. El acontecimiento que debía haber marcado la hora del arrepentimiento de los cómplices que habían apoyado, ayudado o tolerado el comunismo se transformó en una acusación contra los perversos que se atrevían a encontrar en sus crímenes y fracasos una vaga prueba de su nocividad. El comunismo ha acabado, se nos dice, pero ¡qué cantidad de gente maravillosa movilizó! ¿Qué va a ser de nosotros sin ese ideal? En cualquier caso, está claro que el liberalismo es peor. ¿Nos resignaremos a una política lúgubremente “gestionaria” y “pragmática” sin el sublime horizonte de la esperanza revolucionaria?

Así, con una loable rapidez de reflejos, el debate se arrancó del terreno de las realidades para llevarlo al firmamento de las intenciones en el que ningún ideólogo se equivoca jamás. Se abría el camino hacia la salida de emergencia: la juventud del marxismo-leninismo, el bienaventurado periodo en el que estaba adornado con todas las perfecciones porque todavía no había sido aplicado. Dejando de lado el molesto detalle de lo que a partir de entonces por desgracia había sido, y que de ese modo sus tardíos aduladores se ofrecían una segunda adolescencia más bien senil.

Gracias a una suculenta paradoja, la legión de combatientes marxistas redobló su ferocidad justo a partir del año en que la historia acababa de aniquilar el objeto de su culto. Traicionando el pensamiento de Marx, sus discípulos se negaron a doblegarse ante el criterio de la praxis para replegarse en la inexpugnable fortaleza del ideal. Dado todo el tiempo que habían arrastrado las cadenas del socialismo real, tenían que tolerar algunas objeciones. A las imperfecciones presentes del régimen vivido oponían la infinita capacidad de perfección de una revolución todavía inconclusa. Pero una vez que el sistema soviético desapareció, el espejismo del comunismo reformable se desvanecía con el objeto a reformar y con él la penosa servidumbre de tener que defender la causa en términos de logros o fracasos comprobables, liberados de la inoportuna realidad, a la que además negaban toda autoridad probatoria, los fieles volvieron a encontrarse con su intransigencia. Se sintieron por fin libres para volver a sacralizar sin reservas un socialismo que había vuelto a su condición primitiva; la utopía. El socialismo encarnado daba pie a la crítica. Pero la utopia, por definición, es imposible de objetar. La firmeza de sus guardianes pudo volver, pues, a no tener límites desde el momento en que su modelo no era ya realidad en ninguna parte.