72. Todo

Me quedé dormida frente al espejo. Y el alud de imágenes que cubrieron mis sueños llega ahora más nítido que nunca. Vi a esa mujer que había dejado de ser una desconocida. Me vi a mí misma. Luego llegaron secuencias inexplicables en las que Lourdes sujetaba la capa roja mientras mi padre se encontraba justo tras ella. Y sabía que aquel era mi padre real, el padre del que ni siquiera había visto una foto jamás. Me vi a mí misma postrada en una cama con la mano de Gloria sujetando la mía. No veía su cara, sólo sentí el roce de sus dedos con los míos y reconocí su aliento muy cerca de mí. Luis se despedía desde un vagón violeta, yo le observaba en el andén y ambos nos sonreíamos mientras agitábamos las manos cuando el tren se ponía en marcha. Ninguna oscuridad inundaba la escena, ningún recuerdo angustioso, sólo nuestros ojos brillando y diciéndose adiós sin el peso del pasado. Soñé con peces naranja, que atravesaban el espejo moviéndose nerviosos. Unas notas de piano dieron paso a mi hija Encarna, que de repente tocaba el violín con un vestido blanco de encaje. Carmen y Juana bailaban en la verbena, rodeadas de velas en una noche de verano, y poco a poco iban desplazando sus pasos hacia el infinito del espejo. Se alejaron mientras la armónica del afilador se imponía en el silencio de la tarde. Las nubes caían despacio fundiéndose con la lluvia. La mujer del espejo se acercó a mí, me miró a los ojos y, tras permanecer quieta un instante, me abrazó enérgica. Me abrazó apretando sus manos contra mi espalda. Vi a mi madre joven, como no la había visto nunca. Vestida de verde, con la mirada serena, sentada sobre una cama con sábanas de raso. Lola y Pilar reían en la plaza del pueblo en el que nacimos. Mi hermano Esteban las vigilaba desde la ventana de una casa de piedra, y me señalaba cuál era el rumbo que debía tomar. Caminaba por una senda desconocida y a mi paso encontraba mi imagen en distintas etapas de la vida. Cruzó una Elvira niña que llevaba en sus brazos una muñeca de porcelana. Y una Elvira joven que corría junto al niño rubio que había visto en la infancia, ninguno de los dos llevaba bastón, ni muletas. Corríamos a gran velocidad, atravesando un terreno espeso lleno de flores de todos los colores. Unas risas lejanas surcaban el espacio. El retrato de Gertrudis tomó relieve en el lienzo. Mi reflejo se llenó de huellas posadas en cada tramo de mi cuerpo. Vi a la mujer del espejo en el otro extremo del sofá. La miré. Se levantó. Pronunció unas palabras que apenas pude escuchar. Comenzó a caminar a través del azogue. Susurró de nuevo, esta vez sí lo escuché: «Elvira, te llevo siempre conmigo». Se derrumbaron todos los muros, dejándome sola en el sofá, en mitad de un desierto silencioso y casi transparente. El espejo se llenó de luz y abrí los ojos. Desperté. Me pareció escuchar el canto del Jilguero. Permanecí atenta para descubrir si todavía estaba durmiendo. Gloria irrumpió en el salón. También lo había escuchado. Miré a mi alrededor. El pájaro no estaba, pero su canto había visitado nuestra casa. Las campanas de la iglesia quebraron la tarde.