71. La novela

Tenía doscientos cincuenta y cinco folios escritos. Había sido magia, si no, no me lo explico, que yo, ¡yo!, pueda llegar a escribir doscientos cincuenta y cinco folios, ¡yo sola! Y según le iba a dar a guardar documento… La pantalla se apagó. Negro. Silencio. No emití ningún sonido. No moví un músculo. No salió de mí ninguna reacción, porque era tal la gravedad de lo que acababa de ocurrir que no era capaz ni de intentar asimilarlo. Esperé inerte. Eso es lo que hago cuando entro en pánico. Esperar a que todo se arregle sin colaborar en el proceso. Nada. El ordenador se había fundido. Intenté respirar profundamente para relajarme, conté hasta diez. Conté hasta veinte y luego ya grité y di una patada contra la mesa que me dejó un moratón que aún hoy conservo. Es muy tierno conservar las consecuencias de los momentos trascendentes de tu vida. Cogí el portátil y me dirigí al informático. Ya sabía lo que me iba a preguntar: «¿Lo has guardado en un disco duro extraíble? ¿En un CD? ¿En un USB?». No, no, soy gilipollas, no lo he guardado en ningún sitio. Pero al ver mi cara, directamente, no preguntó. Supo que la había cagado y no me castigó por ello. Había más gente en la tienda, pero me daba igual, lo mío era más urgente que lo que le pudiera suceder a los demás (este pensamiento me visita a menudo, en casi cualquier situación). Había experimentado la inspiración por primera vez, y el resultado de esa obra susurrada por las musas estaba a punto de perderse en el oscuro y masificado universo de los errores informáticos. Un agujero negro en el que documentos huérfanos se desplazaban sin rumbo al haber sido eliminados por la torpeza de sus dueños. Miles de ideas y letras que nadie leería jamás. Aunque, probablemente, fueran casi todas mías, así que tampoco es una gran pérdida para el mundo. Sujetaba el ordenador entre mis brazos como si llevara a mi hijo enfermo a un centro de urgencias. Esperaba allí al borde del llanto, los labios apretados por la tensión y el temor a escuchar las siguientes palabras: «Hemos hecho todo lo que hemos podido». Dios mío, el día que me ocurra algo de verdad grave moriré del shock en sólo unos segundos. El informático me puso esa cara típica de «niña, tú eres tonta» que suavizó con un «dame un par de horas y veo qué puedo hacer». Durante la operación, me di un paseo por el barrio y me juré que si recuperaba el documento lo metería en un disco extraíble, en un USB, me lo enviaría por mail a todas mis direcciones de correo e incluso llegaría a memorizar los doscientos y pico folios.

Entré en una cafetería de la calle Colón, el bar «Sidi», en el que había dos prostitutas desmadejadas al fondo de la barra, un camarero pequeño con un bigote que parecía de mentira y una mujer de unos cincuenta años con pinta de pasarse allí los días enteros. Me senté junto a un ventanal y pedí un café. La mujer de la barra me advirtió que cuidara de mi bolso, que había visto cómo le quitaban la cartera a una chica allí mismo unas horas antes. Le hice caso y le agradecí el consejo. Habría sido un fin de fiesta estupendo. Hacer desaparecer mi novela y que me sustrajeran la cartera. Miré fuera intentando olvidarme de mi ordenador, que no era tarea fácil. Desde donde estaba, abarcaba un gran tramo de Barco (abarcar Barco tiene su punto) y me dediqué a observar a una ancianita que caminaba calle arriba. No sé el tiempo que duraría aquello, pero iba sujeta a un tacataca y sus ojos se concentraban en el siguiente paso. No perdí detalle de la escena. Jóvenes y no tan jóvenes la adelantaban sin alterarla. Los metros que otros superaban con ligereza, ella los enfrentaba con empeño y constancia. Llegó hasta el ventanal y se detuvo al final de la cuesta. Respiró, y me pareció percibir una sonrisa sutil en su rostro. Lo había conseguido. Y pensé que si esa mujer, que apenas podía mover las piernas, había sido capaz de traspasar sus propias barreras, yo tendría que ser capaz de escribir de nuevo mis doscientos cincuenta y cinco folios.

Volví a la tienda de informática. Alejandro me sonrió desde detrás del mostrador y yo solté un suspiro de alivio.

—Esta vez has tenido suerte.

Me abracé a él y comenzó a relatarme el proceso de recuperación.

—Lo que ha pasado ha sido que (laguna mental producida por el desinterés absoluto de la información recibida) pero al final he conseguido recuperarlo.

—Me has salvado la vida.

—Ahí tienes tus trescientos siete folios.

—No, eran sólo doscientos cincuenta y cinco.

Contesté mientras sacaba el dinero de la cartera, esa cartera que no me habían robado, para pagar la recuperación de ese documento que no había destruido. Y daba igual que me dijera que tenía que darle quinientos euros, le habría pagado lo que fuera. «Son dos mil euros». «Bien. Un momentito, que atraco a mis padres y vuelvo enseguida». Miró de nuevo el ordenador e insistió:

—Aquí salen trescientos siete folios.

—Bueno, igual se han movido las letras o algo…

—No, está tal cual.

Llegué a casa con extrema curiosidad. Le pedí a George Clooney que me preparara uno de sus cafés especiales, encendí el portátil y comencé a releer las páginas. Llevaba menos de treinta folios leídos cuando me topé con multitud de palabras y frases que no recordaba haber escrito. Era mi estilo, mis construcciones, pero el contenido era absolutamente nuevo. Sentí una taquicardia secuestrándome el corazón. Aquellos cincuenta y dos folios extra no los había escrito yo. Y aun así, no he tocado una coma de todas esas palabras.