Juana cortaba verduras a duras penas y me ofrecí para bajarle el cuchillo al afilador.
—¿Qué afilador? —preguntó sorprendida.
—Santiago, el afilador nuevo del barrio.
Me miró confundida.
—No hay nuevo afilador, desde que se jubiló el anterior no tenemos ninguno por aquí.
—Claro que sí, le he bajado los cuchillos y las tijeras dos veces.
Juana volvió a mirarme, esta vez preocupada. No entendía qué estaba sucediendo y desistí. ¿De verdad no le había visto nunca? Santiago se situaba a menudo en nuestra propia calle, ¿por qué no había reparado en él? Cogí el cuchillo, lo metí en la bolsa de ganchillo con la que solía hacer la compra, y salí a buscarlo. No se encontraba en nuestra calle y miré desde la esquina hacia ambos lados. Subí por Molino de Viento, la calle más empinada del barrio. Mi brazo izquierdo se resentía por el esfuerzo que tenía que hacer con el bastón, era una calle que evitaba siempre y no sabía por qué había elegido aquel camino justamente ese día. Me detuve a mitad de la calle y me apoyé en la pared para descansar mi pierna derecha. Cogí fuerzas y retomé la marcha. Y a medida que subía, el recuerdo de la expresión perpleja de Juana comenzó a turbarme más de la cuenta. Tampoco le encontré en Espíritu Santo, ni en la plaza de San Ildefonso, ni en ninguna de las calles por las que habíamos paseado días atrás. Su ausencia empezó a despertar mi nerviosismo. No había rastro del afilador. Bajé la Corredera de San Pablo esperando encontrarle en el primer tramo de la calle del Pez. Doblé la esquina con ansiedad, recreaba en mi mente cómo sería el encuentro, incluso la conversación en la que le diría que menudo susto me había dado, que por un momento pensé que nunca más volvería a verle, y le relataría la anécdota inexplicable de que Juana dudaba de su existencia. Pero tampoco estaba allí. Pregunté en el ultramarinos de Pez cuando volvía de nuevo hacia casa. El tendero también contestó con extrañeza.
—Ya no hay afilador, Elvira. Casto se jubiló. Ahora hay que arreglárselas hasta que venga otro.
—Pero yo le he visto y le he bajado los cuchillos.
Al ver la misma mirada desubicada que acababa de recibir de Juana, callé. Y de camino al portal, me asusté. Me asusté tanto que decidí esperar antes de subir. Fui hasta Barco y entré en «Sidi», el último sitio en el que alguien podía habernos visto juntos. No era posible que el afilador hubiera desaparecido, pero era todavía más improbable que nadie más le hubiera visto además de mí. Pregunté al camarero, que no dejó su tarea mientras me hablaba.
—¿Recuerda a un chico con el que estuve sentada hace dos días aquí mismo?
Hizo memoria mientras servía una bandeja de churros para un grupo de hombres que había invadido el local en pocos minutos. Hablaban alto y junto con el ruido de la máquina de café, apenas podíamos oírnos.
—La recuerdo a usted, pero que yo sepa vino sola.
—Entró un chico con una camisa blanca, joven, y se sentó junto a mí. Salimos de aquí los dos.
—Si usted lo dice… Pero yo la recuerdo a usted sola al entrar y al salir…
Parecía una broma pesada. ¿Dónde estaba Santiago? ¿Dónde estaba el joven afilador? ¿Qué estaba pasando? Cerré los ojos y traje a la mente los momentos que había compartido con él. Mi cuello se tensó al darme cuenta de algo que hasta ahora no parecía tener ninguna relevancia. Nunca le vi con nadie más que conmigo. Nunca le vi trabajando para otras cuentas, no le vi hablando con los vecinos del barrio, ni siquiera saludando por la calle. No quería creer la conclusión a la que estaba a punto de llegar. ¿Podía el afilador existir sólo en mí?