68. Otro comienzo

Juana y yo bajamos para ayudar a María a subir la maleta hasta casa. Era una chica joven, con la tez muy pálida y una melena rubia sujetada en una trenza. Cargamos sus bultos entre las tres mientras Gloria y Encarna nos observaban desde el rellano. Vi sus rostros al final de la espiral que formaban las barandillas. Esperaban con entusiasmo a esta nueva inquilina que llegaba rota por su historia y agotada por el viaje que emprendía desde un pueblo de León. Había ido a buscar a su hijo, pero no lo encontró. Ese mismo día nos contó cómo y dónde empezaba su historia.

María mantenía una relación con un hombre casado en el pueblo en el que vivía con su familia. Mantenían su idilio en secreto, hasta que María se quedó embarazada y tuvo que marcharse de allí por petición del padre de su hijo. La envió con una hermana a un pueblo de Extremadura, la desterró para ocultar su embarazo y la posibilidad de que al preguntarse de quién podría haberse quedado embarazada, su nombre saliera a la luz como candidato. Él le enviaba dinero y ella tuvo a su hijo rodeada de extraños, en una casa que se encontraba en mitad del campo. Una casa de piedra rodeada de maleza salvaje que incluso empezaba a dificultar el acceso a la entrada. El padre del niño, poco a poco, se fue distanciando y evitando sus responsabilidades económicas con esta nueva familia. Ella no podía volver a León, y tampoco podía trabajar en el campo porque apenas había trabajo para los escasos habitantes de donde ahora vivía. Supo que algunas mujeres se marchaban a Francia y decidió emprender un viaje en busca de dinero para mantener a su hijo. Pero lo hizo sola, dejando al niño con una mujer del pueblo que accedió a cuidarlo a cambio de una compensación económica.

Llegó a París y caminó fascinada por la ciudad, fundiéndose entre la gente. Respiró la libertad de las terrazas, los cafés y los músicos que tocaban en las calles. Gracias a otra mujer española entró enseguida a trabajar de criada en una casa del centro de la ciudad. Vivía en una habitación del último piso, un espacio pequeño y gélido con un minúsculo ventanuco por el que divisaba un horizonte repleto de tejados, atardeceres y noches estrelladas.

María trabajó dos años en París y enviaba dinero para la manutención de su hijo. Escribió varias cartas para preguntar por él, pero pasaron los meses y no recibió respuesta. La inquietud se instaló en su rutina y su vida comenzaba a perder sentido allí, tan lejos de su única familia y con la incertidumbre rondando a cada paso. Había sido una experiencia que la transformaría para siempre, pero en algún lugar de su océano interior sabía que la etapa tocaba a su fin. Había ahorrado algo de dinero y emprendió el viaje al pueblo para reencontrarse con su hijo, que habría cumplido tres años por entonces.

Avisó por carta de su llegada, pero al bajar del autobús no encontró a nadie. Se vio con las maletas en la plaza, en pleno invierno y completamente sola. Esperó unos minutos a que alguien apareciera, y al comprobar que aquello no ocurría empezó a caminar, arrastrando el equipaje y su nerviosismo hasta llegar a su destino.

Su hijo no estaba. Su padre se lo había llevado y nadie tenía más noticias del paradero de ambos. Intentó mantener la calma, aunque durante varios días no supo qué podía hacer. Volvió a su pueblo. La familia de él también se había marchado de allí, pero entre los vecinos se especulaba con la posibilidad de que se encontraran en Madrid. María viajó a Madrid, encontró un trabajo de cocinera en una casa y una habitación en un hostal cercano a la Gran Vía. Durante meses se esforzó en la búsqueda de su hijo, pero sus esperanzas se apagaban con el paso del tiempo. Alguien, cuyo nombre no recordaba, le habló de nuestra casa y de la historia, cada vez más conocida, que estábamos viviendo. Otro rumbo conviviendo en las estancias de este refugio femenino que seguíamos dispuestas a mantener y a ofrecer a quien lo necesitara. Sentí que estas eran las líneas de un nuevo prólogo. Carmen y tantas otras se habían quedado en el aire y todas respirábamos los rastros de la superación y la armonía que iban regando nuestros pulmones. Juana y yo nos ofrecimos para iniciar una nueva búsqueda. Quizás entre las tres fuéramos capaces de encontrar a su hijo. Pero ahora tocaba descansar. Ayudé a María a colocar sus cosas en el armario mientras Juana preparaba la cena para todas. Terminamos de hacer la cama y María se sentó a mirarme un instante.

—¿No nos hemos visto antes? —me dijo con un claro gesto de sorpresa.

—No creo.

Sentí curiosidad por aquella chica. Conocía su relato, pero había muchas más cosas que, como en todas nosotras, no podía adivinar en sus palabras.

—¿Te importa que te retrate?

María accedió encantada. Nos dirigimos a cenar a la cocina. Se abría otro capítulo de mi vida.