67. Cumpleaños

«Esto es una locura», era la frase más nítida que recordaba desde que le conocí. «Esto es una locura». Quizá tuviera razón. Escuchaba el eco de aquellas palabras en mi mente. Lo que escucha la mente siempre es el eco. El sonido primigenio sólo suena una vez. El resto es eco. Y escuchar el eco mental es similar a perseguir tus sombras. Como los perros que oyes por las noches en el campo, que ladran y se contestan al eco de sus propios ladridos, creyendo contestar a las voces de otros perros. Así son para mí las palabras que cruzan mi mente, ladridos que contestan a su propio eco. Mensajes inútiles y a veces agonizantes que te succionan cualquier posibilidad de armonía. ¿Por qué lo hacemos? ¿Por qué seguimos creyendo que pensar en las cosas hará las cosas más fáciles? O que pensar en los problemas del futuro nos preparará para cuando esos problemas lleguen. No es así, queremos tenerlo todo bajo control, pero en el fondo sabemos que eso no es posible. Afortunadamente.

Y llegó el momento, como siempre, en la misma fecha, ese día fatídico que uno no puede olvidar aunque quiera: el cumpleaños. Treinta y siete castañas, como decía mi abuela. Mónica me convenció para que cenáramos juntas en casa esa noche y mientras hablábamos de ello por teléfono, Nicolás, que escuchaba casi por inercia mi conversación, insistió también en celebrarlo a la salida del trabajo. También me llamó mi ex, que nunca olvida esta fecha y casi sin darme cuenta había invitado a cenar a casa a Mónica, Nicolás, Marta, mi ex y su novia. ¿Qué me estaba pasando? Llevaba veinte años sin celebrarlo, pero mi entorno estaba tan interesado en conocer la casa, que les pareció una ocasión perfecta para descubrir el espacio que protagonizaba mi novela, esa novela que todavía debía escribir aun sabiendo que se me acababa el tiempo. Mi madre me había ofrecido la posibilidad de cenar con ella, mi padre y mi hermana y cuando le dije que iba a celebrarlo en casa con amigos, se sorprendió demasiado.

—¿Amigos? ¿Qué amigos?

Mónica llegó la primera y me pilló experimentando con un arroz al horno que previamente mi madre me había explicado cómo preparar. Estaba emocionada ante la idea de cocinar algo que no hubiera pasado por el microondas. Abrimos la primera botella de vino. Subieron Nicolás y Marta. Nicolás llegó contento, observando la casa con curiosidad y dejándome claro que no me guardaba rencor por lo que había pasado o, más bien, por lo que no había pasado. Se unieron mi ex y su chica y el arroz, inexplicablemente, fue un éxito. Nos sentamos en la mesa de la cocina, bebimos varias botellas de vino, charlamos durante horas. Con unas copas de más terminé contándoles mis encuentros con Germán, se descojonaron un buen rato a mi costa. Mónica habló de experiencias similares y al final todos se arrancaron a revelar sus momentos más humillantes y divertidos. Mónica estuvo a punto de ganarme en anécdotas humillantes. Relató aquella cita a ciegas que tuvo con un personaje bastante conocido. Cenaron, charlaron, se fueron a casa de ella y por lo visto la noche fue desastrosa. Como no podía ser de otra manera, en cuanto él se marchó, Mónica me envió un SMS para contármelo: «Fatal, tía, la noche ha sido un desastre». Pero lo que ella no sabía es que ese SMS nunca me lo envió a mí, sino a él. Cuando se dio cuenta del error, ya no había solución posible. Entonces yo ataqué con mi patético enfado una vez que estuve esperando a mi cita durante hora y media en un café. Finalmente, le llamé, dejando un mensaje en el contestador en el que le ponía a parir por haberme dejado plantada. Unos segundos después, sin haber escuchado todavía mi mensaje, me llamó para disculpar su ausencia, y me contó que la razón era, nada menos, que su padre acababa de morir de un infarto. Lo que ocurrió al escuchar mi mensaje nunca lo supe. No volví a saber de él. Estos fueron los hits de la velada cumpleañera. Una velada perfecta, relajada y divertida. Fueron horas en las que conseguí liberarme de mi ansiedad tras el encuentro con Germán.

Definamos encuentro. Impulso que surge tras la conexión con otro ser humano. Definamos «cargarse un encuentro». Intentar encajar lo que te ha ocurrido dentro del molde de lo conocido. Es decir, si el impulso que nace de ese vínculo no desemboca en una relación, ya sea de amantes o de pareja, entonces empiezas a verlo como un fracaso. Si lo que sientes no tiene una forma definida y conocida previamente, si no pertenece a la estructura que entre todos afianzamos, entonces te desubica. Pero lo que verdaderamente es un fracaso es manipular los encuentros, intentar que todo se parezca a lo que ya conocemos. Así no hay forma de escapar, así no se puede volar. Y esa era justamente mi intención con Germán. Encontrarme con él me había lanzado por encima de mí misma, pero al comprobar que aquello no iba encaminado a nada concreto, entonces sentí que todo era un engaño. Debía ser capaz de vivir el estímulo que me proporcionaba el encuentro y no intentar asfixiarlo para que se pareciera a lo que yo quería obtener: un novio, un amante, un padre para mis hijos. Bien, he contado lo mismo de tres o cuatro formas distintas, creo que ya ha quedado claro lo que quiero decir.

Y mientras algunos elegían la música y otros visitaban el dormitorio donde Carmen Abril tenía escrito su nombre, me asomé al balcón con una copa de vino y sentí una liberación repentina. Como si me desenganchara físicamente de mi vínculo con Germán. Sabía que había sido algo especial, pero también sabía que tras la magia que me había visitado venía la obsesión, el rechazo y la tristeza. Y todos esos sentimientos volaban ahora ante mis ojos, escapando de mi casa y de mi cuerpo mientras las risas conquistaban el aire.