Unas notas al piano me despertaron suavemente. Tardé unos minutos en identificar el sonido, que se había colado en mis sueños desde hacía rato. Me puse la bata y caminé hacia el que fue el dormitorio de Carmen. El piano todavía permanecía allí, quizá como si «La Niña de los Pendientes» fuera a volver en cualquier momento. Me asomé a la habitación y vi a Encarna concentrada, posando sus dedos sobre las teclas blancas y negras. Ni siquiera me miró, estaba tan fascinada con el movimiento de sus propios dedos y con que estos emitieran sonidos tan enteros, que no desvió la vista del piano.
Encarna había cumplido cinco años y lo poco que le había enseñado Carmen de música y baile parecía brotar ahora, como si los conocimientos hubieran estado enclaustrados a la espera de una señal. Y la señal era esta, Encarna se había levantado decidida a poner en práctica las lecciones de piano. Durante esos años, me sorprendió la capacidad que tenía para la música, conseguía hacer sonar con armonía cualquier instrumento que pasara por sus manos. Gloria también se decantaba por el mundo que había respirado en casa todos estos años. Decidió que quería ser actriz y cantaba y bailaba disfrazada frente a Juana y a mí, que asistíamos pacientes a las representaciones que improvisaba para nosotras. Paseaba por la casa entonando canciones inventadas que a veces Encarna acompañaba al piano. Apoyé siempre la vocación artística de mis hijas. Y muchas veces pensé en todo lo que Carmen había dejado en esta familia. Pensé que yo nunca les habría transmitido la pasión por la música y el baile y, gracias a ella, empezaban a vislumbrar el camino que querían emprender. ¿Habría sucedido igualmente si Carmen no hubiera pasado por nuestras vidas? ¿Cómo habrían transcurrido estos años si no hubiera aparecido? ¿Qué habría pasado si Luis nunca se hubiera marchado? ¿Habría aprendido todo lo que he aprendido desde su marcha o no me habría hecho falta aprenderlo? Me hacía estas preguntas muchas veces. Me asaltaban las dudas sobre lo que debía o no debía ocurrir o haber ocurrido.
Salí de la cafetería «Sidi» y caminé de vuelta a casa. Unos metros antes de llegar al portal, encontré al Jilguero muerto junto a la acera. Intenté consolarme con la idea de que, al menos, había muerto en libertad. ¿Era mejor morir en libertad que vivir enjaulado? Quise pensar que sí. Mis hijas nunca supieron la verdad.