65. Con sólo una mirada

Fui con Mónica a desayunar al Palentino. Pedimos cafés y extendimos dos periódicos distintos que luego intercambiábamos, a la espera de nuestras tostadas. No me fío mucho de la gente que se informa sólo con un periódico. Germán entró en aquel instante por la puerta, que es por donde se suele entrar en los sitios. Concentré la mirada en el periódico y Mónica se giró para comprobar lo que ya intuía. Le vio.

—¿Quieres que nos vayamos? —me dijo susurrante.

—No. Que se vaya él si está incómodo —contesté aterrada ante la posibilidad de tener que moverme.

—Como quieras.

Germán estaba incómodo, había entrado con su mujer y ya me había visto. Me fijé en ella mientras pedía en la barra. Loli dejó las tostadas para que las recogiéramos y me acerqué. Mientras Germán hojeaba el suplemento en la mesa de la entrada, o hacía como que lo hojeaba, su mujer y yo estábamos la una junto a la otra. Me sonrió cuando me hice hueco entre la gente, dejándome paso. Me gustó. Era una mujer de unos cincuenta años de estas que te quitan el miedo a hacerte mayor. Una mujer atractiva, pelirroja, con facciones un poco infantiles, delgada y vestida de sábado por la mañana. Iba de negro, con pantalones de pinzas y zapatillas. Era muy guapa. Pensé que se podía tener cincuenta años sin ser una señora, esta mujer era la clara prueba de ello. Se sentó junto a Germán ajena a que compartía el espacio con la que podría haber sido la amante de su marido y padre de su hijo. A partir de aquella reflexión todo se tornó incómodo. Sentí que era una impostora, que debíamos ocultar un sentimiento que cuando estábamos juntos parecía tan real, pero que ahora mismo sólo resultaba violento. ¿Qué había que hacer? Entre nosotros había algo, entre ellos también. Mensajes moralistas aparte, esta mujer desayunaba engañada una porra con café con leche. Esta mujer estaba respirando la clandestinidad en la atmósfera aunque no fuera consciente de ello. Yo no quería formar parte de aquello. Y sin embargo, no podía evitarlo.

Me fumé medio paquete de tabaco esperando a que Germán y su mujer, que parecían dispuestos a pasar allí la mañana entera, se marcharan. Quería evitar pasar por delante y su mesa estaba junto a la puerta, así que el camino debía despejarse para que yo me decidiera a salir. Mónica estaba desesperada.

—¿Hasta cuándo vamos a estar aquí?

—Hasta que se vayan.

Mónica suspiraba resignada y se pedía otro café.

—A este ritmo voy a salir de aquí con una taquicardia.

—Bienvenida a mi mundo.

Mónica soltó tal carcajada que consiguió que la mujer de Germán se girara. Germán cruzó sus ojos con los míos y yo le aparté la mirada. Pero él continuó mirándome, con una expresión que no había visto antes. Parecía estar intentando decirme algo sin decirlo. Parecía intentar enviarme un mensaje confiando en que fuera capaz de descifrarlo. Me miraba fijamente como si su mujer no estuviera frente a él. Empezó casi a incomodarme. Mónica me miró y le miró a él.

—¿Qué hace?

Germán se levantó. Me dio la sensación de que iba a acercarse a donde yo estaba. Empecé a descomponerme. Le miré aterrada. Me devolvió una mirada sobria que me desconcertó. Echó un último vistazo para dejar claro que se marchaba, que se marchaba con ella sabiendo que yo me quedaba allí. Germán rompió conmigo con sólo una mirada. Cerró la puerta sin volverse, eligiendo continuar por el camino que ya había construido y desechando el que podría encontrar conmigo. Y me quedé con el paladar agrio. Mónica me cogió la mano.

—¿Estás bien?

—No lo sé.