Gloria recogió la casa e hizo las maletas. Su madre esperaba en el sofá, despidiéndose con la mirada de su casa. Me gustaría saber qué reflexiones la visitaron durante esa última mañana en el número doce de Jesús del Valle. Encarna esperaba en el coche y preparaba el maletero para meter el equipaje. El que ahora era el exmarido de Gloria bajó las maletas en el ascensor. Cargaron el coche y emprendieron su camino hasta la casa de Gloria, en la que por entonces todavía vivía su hijo pequeño, Carlos. Gloria había llamado a los traperos para deshacerse de parte de los muebles, pero Elvira insistió en que el espejo debía ir al trastero y Gloria lo subió allí sin cuestionar la decisión de su madre. No fue hasta unos días después, cuando se dieron cuenta de que faltaban cosas entre las pertenencias de Elvira. Una de las maletas no había sido cargada en el coche, y quizá permaneció allí durante horas, en la acera de Jesús del Valle, esperando a ser trasladada con sus compañeras. Pero nadie la recogió y quedó huérfana y abandonada con todos los recuerdos de Elvira. Y gracias a aquello, gracias a algo tan improbable como dejarse una maleta de recuerdos en plena calle, yo había llegado hasta el fondo de su vida. Gracias a un descuido aparentemente azaroso, los retratos que había pintado Elvira fueron recogidos por alguien que más tarde decidió venderlos o regalarlos. Así encontré el retrato de Gloria y el mío propio. Una vez más, la historia parecía escrita para que yo llegara hasta aquí.
Y el retrato de Luis, del que Gloria me había hablado y que Elvira dibujó con menos de veinte años, podría estar en cualquier casa, rodeado de desconocidos que por alguna razón decidieron adoptarlo. O quizás hubiera acabado en un contenedor, como parte de la vida de Elvira cuando él se marchó. Puede que lo encontrara algún día, y tal como se iban sucediendo los acontecimientos hasta ahora, no podría pensar que fuera una casualidad. Demasiadas señales contrarias al azar en estos días. Hay hechos que no pueden nacer de las casualidades.
Me abrió la puerta Yolanda, una ecuatoriana diminuta que poseía una voz suave casi imperceptible.
—La señora Gertrudis duerme en el sillón. Pero pase.
Gertru dormía durante todo el día en intervalos de media hora. Me senté a su lado y la observé dormir. Estaba tan relajada que tenía la boca abierta, la mandíbula rozando casi el cuello, las manos caían sobre las faldas de la camilla y un leve ronquido anunciaba la profundidad del sueño. ¿Qué estaría soñando? ¿Qué no me estaba contando Gertrudis de lo que sucedía en mi casa?
Despertó y al verme negó que se hubiera dormido. Me dijo que sólo descansaba los ojos. Sí, ya, los ojos y todo lo demás. Pero ella seguía en sus trece. Yolanda le ofreció algo de merienda, que supuse implicaría unas galletas, y luego me interrogó para saber de mi vida, de mi trabajo, de mis posibles amantes… Y cuando empezaba a relatarle, ante su mirada de decepción, que de amantes nada y que el trabajo normal, ella ya estaba en otra o se había olvidado de las preguntas y por lo tanto no le interesaban especialmente las respuestas. Por fin solté lo que había venido a preguntarle.
—¿Por qué sugirió a mi casero que me alquilara el piso?
—Porque estaba vacío.
—Ya, pero no estaba en alquiler y usted lo sabía.
—¿Ahora me hablas de usted?
No parecía muy dispuesta a hablar de ello, pero insistí.
—Yo buscaba una casa y justo decidiste que tenía que ser esta. ¿Por qué?
—No sé, hija… Casualidades.
Me quedé junto a ella mientras terminaba su manzanilla y sus galletas. Hablamos un rato y casi sin darme tiempo a reaccionar, volvió a quedarse dormida. La miré. Me levanté. Caminé hacia el pasillo y me marché.