62. Adiós

Me puse la falda roja para llevar cerca de mi piel la fuerza que me aportaba. Me maquillé. Nunca lo hacía, pero esta mujer decidida a enfrentar sus fantasmas tampoco era yo. Era un personaje que nacía de la desazón, un personaje turbio que se resistía a abandonar mi cuerpo y que después de lo que estaba a punto de suceder, moriría por fin dejándome libre y ligera.

Llegamos al ultramarinos, le indiqué a Ramón dónde se encontraba el portal de Luis y aparcó a varios metros para no quedarse justo en la puerta. Salimos del coche. No dijo nada. Encendió un cigarro y miró a lo lejos relajado, dándome a entender que no tenía ninguna prisa. Me acerqué al portal con decisión en mis movimientos y con terror en el estómago. Tragué saliva y llamé a la puerta. Nadie. Volví a llamar. Nadie contestaba. Llamé varias veces y ninguna de ellas obtuve respuesta. La historia de mi vida. Ausencia de respuestas. Se me nublaban los ojos, me temblaban las piernas y me sudaban las manos, los mismos síntomas que todas las otras veces, pero esta vez más extremos, mi cuerpo actuaba al límite de la tensión que podía soportar. Tras todos mis intentos, asumí que ni Asunción ni Luis se encontraban en casa. Cuando Ramón me vio volver al coche entendió que no había sido posible.

—Esperaremos.

—Gracias. —Y entramos en el coche para resguardarnos del frío.

Ramón me ofreció un cigarrillo y lo rechacé. Estaba demasiado nerviosa como para fumar, incluso para hablar. Me quedé dormida con el abrigo puesto y las manos en los bolsillos. Ramón sacudió mi hombro para despertarme. Señaló la calle. Y les vi. Vi a Luis con el niño y Asunción a su lado. Estaban hablando y Asunción gesticulaba mucho. Luis sonreía. Parecía mentira, hacía tanto que no le veía sonreír…

Mi mano se desplazó hacia la puerta para salir e irrumpir en su camino. El tiempo pareció ralentizarse. A través de las ventanillas la vida transcurría despacio, pero dentro de mí todo se movía a gran velocidad. Abrí la puerta, me sujeté la bufanda, di un paso hacia Luis, y luego otro, y otro… Y me detuve. Me detuve consciente de lo que aquello significaba. No podía hacerlo. No podía hacerle eso a nadie. No era venganza lo que yo necesitaba, no era un enfrentamiento lo que iba a salvarme. No podría vivir con el peso de destrozarles la vida ahora que parecían ser felices. Quién sabe por qué todos estos pensamientos dominaron mi mente. Les miré en la distancia. Les vi entrar en su casa. Vi a Luis coger en brazos al niño, y a Asunción quitarle el gorro al entrar en el portal. Les vi alejarse de mi vida, les vi sumergirse en la suya, en esa que habían construido juntos y que yo ahora debía olvidar. ¿Qué importaba a quién amara, a quién había amado, qué importaba el abandono si yo había ya dejado de ser una mujer abandonada? ¿Por qué buscar los hilos del pasado pudiendo tejer el presente con colores nuevos?

Entré en el coche, cerré la puerta. Ramón, esta vez, tampoco dijo nada. Arrancó. Eché un vistazo una última vez, sabiendo que jamás volvería.

Allí quedó huérfano mi rencor y enterrado mi sufrimiento. Allí quedaron mis obsesiones, gélidas y desnudas, buscando un rincón en el que guarecerse y peregrinando asustadas por los descampados del barrio. Allí quedó mi sed de venganza, esparcida e inservible en una carretera recién asfaltada. Allí quedaron mis dudas desmenuzadas entre las calles, mi miedo acurrucado en una alcantarilla, mis pesadillas perdiendo el pulso en un contenedor. Allí dejé abandonada mi oscuridad, cerciorándome de que no supiera encontrar el camino de vuelta. De camino a casa, recuperé el latido. Recuperé la vida.