61. Gloria

Tenía cara de rusa. Rondaba los sesenta años e iba vestida de negro, con una falda muy larga y un jersey de cuello vuelto. Llevaba el pelo teñido de rubio platino, recogido en un estiloso moño. Era muy guapa. La vi a través del cristal que daba a su clase. Los alumnos la escuchaban hipnotizados y aunque su voz llegaba a duras penas a donde yo estaba, observé sus enérgicos movimientos y sus paseos por la clase, y la vi entregando su pasión a aquellos jóvenes estudiantes de teatro. Miré el reloj del pasillo. La clase estaba a punto de terminar.

Salieron todos despacio, sin la ansiedad del que abandona un aula en el instituto, donde te has aburrido tanto que casi necesitas cambiar de espacio para poder respirar. Estaban contentos, tranquilos, algunos pensativos o comentando lo que acababan de escuchar. Recogió sus cosas y se dirigió a la puerta. La esperé junto a los bancos del pasillo. Salió, cerró la puerta, me miró y se quedó quieta. Tragó saliva. Le di tiempo a reaccionar antes de acercarme a ella.

—¿Gloria?

—Sí.

Me miró aterrada, y su mirada me puso los pelos de punta, todos ellos se erizaron de golpe como si la escena perteneciera a uno de esos documentales de naturaleza en los que aceleran la velocidad de las imágenes para mostrarte largos procesos de florecimiento en sólo unos minutos.

Tomamos un café en la escuela. Ella contaba con poco tiempo, así que quedamos en vernos a la salida en su casa. Ya le había hablado de mi proyecto de novela por teléfono y parecía dispuesta a contarme algunas cosas. Pero no acababa de reaccionar y temí que se echara atrás.

—¿Sabes lo que significa esto?

—¿Esto…? —No sabía a qué se refería ni qué debía decir. Gloria suavizó el tono para preguntar:

—¿Sabes que mi madre te retrató?

Le había contado que me había mudado a mi nueva casa y que quería contar la historia de las mujeres que habían vivido en ella. Le dije que ese era el tema central de mi novela, pero no le mencioné que había encontrado un dibujo de su madre y que además yo era su protagonista. Ella me aseguró que tenía guardadas algunas cosas que podían servirme para la novela. Se lo recordé para comprobar si sus intenciones habían cambiado, pero no parecía escucharme. No acababa de soltarse conmigo. Sin embargo, noté que dejaba escapar cierta emoción; era fría en gesto pero cálida en intención. Una mezcla curiosa de esta mujer que parecía salida de la Rusia de los años veinte, y que con el lío espaciotemporal que nos envolvía, vete tú a saber si lo era.

Habíamos quedado en su casa dos horas después y yo paseé con entusiasmo por el centro de la ciudad. Me senté en el césped frente al Palacio Real y asistí a un atardecer intenso; las nubes tenían tanta fuerza que permanecieron más tiempo del habitual coloreadas por el sol otoñal. No querían marcharse, parecían gritar en rojo a medida que se desvanecían, como si se resistieran a desaparecer en el horizonte. Escuché de nuevo «Ojalá» de Silvio Rodríguez, era el tema estrella del guitarrista que tocaba para sacarse unos euros. Ya había visto más atardeceres allí y siempre lo hacía con esta canción de fondo.

Llegó la hora y acudí a mi cita. Aquello no era una casa, era un palacio de cristal. El sol entraba sonriente en todas las estancias y las ventanas estaban abiertas para recibirlo. Era el mes de octubre, pero allí la primavera parecía revolotear por los altísimos techos blancos. Una columna se imponía en el centro del salón, los suelos estaban cubiertos de una cálida madera, que asomaba bajo una enorme alfombra granate y beige con formas de espiral. El salón era inmenso y un sofá marrón claro ocupaba toda una pared. Ella tampoco tenía televisión, y si la tenía estaría secuestrada en alguno de los armarios oscuros del estudio. Su zona de trabajo estaba empapelada con pósters de cine y teatro y algunas fotos de equipo, imaginé, de rodajes en los que había participado. Mis ojos se detuvieron en una foto en blanco y negro. Parecía la misma foto que tenía Gertru de todas las mujeres en mi casa rodeadas de los niños, pero era distinta.

Estaba contenta, feliz de encontrarme allí, tan cerca del mundo que ocupaba mi pensamiento y mis pasiones. Gloria me miraba de soslayo desde el salón mientras servía los cafés. Se sentó en el sofá y me señaló el sillón de cuero para que ocupara mi sitio. Cogí mi taza, soplé y di un sorbo. No me quitaba los ojos de encima con un claro gesto de reconocimiento.

—¿Qué está pasando? —dijo con una voz que parecía llegar desde el fondo de su cuerpo.

—No lo sé. Pensé que tú podrías contarme algo más.

—Mi madre te dibujó cuando yo era una niña. ¿Qué puedo contarte de algo así?

—¿Alguna vez te habló del espejo?

Se quedó pensativa. Me miró y pareció recordar.

—La vi acariciando el espejo alguna vez. Sé que le tenía aprecio, pero lo asocié a la nostalgia. Ese espejo se lo trajeron mis abuelos del pueblo a Madrid y luego pasó a manos de mi madre.

La imagen de Elvira acariciando el espejo era como si la viera acariciándome el pelo, como si pudiera sentir sus manos avanzando por mi nuca mientras me miraba con sus ojos enormes diciéndome que no me preocupara, que ella estaba ahí, que nunca estaría sola. La congoja me venció, se desplegó dentro de mi pecho hasta que una lágrima se derramó lenta. Gloria se conmovió también. Me cogió la mano.

—Mi madre era muy especial.

Asentí. Miré al suelo un instante y levanté la cabeza reaccionando a lo que me acababa de decir.

—Sí. Murió el trece de septiembre.

Sentí una tristeza repentina, como si me acabaran de decir que había muerto mi propia madre. Tenía la esperanza de poder verla, hablar con ella y decirle lo mucho que su presencia me estaba ayudando. Me hubiera gustado preguntarle los porqués, si es que ella los conocía, mirarla a la cara y recibir su mirada interrogando mi rostro y admirando la maravilla de estar frente a la mujer que hace más de cincuenta años se le apareció un día en el espejo. Pero en el fondo tenía sentido, tenía sentido que Elvira se presentara en el que fue su hogar y, probablemente, seguía siéndolo, después de morir. Pensé en la fecha, el trece de septiembre, e intenté recordar a qué día estábamos.

—Hoy es veinte de octubre.

Calculé mentalmente y me levanté brusca del sofá, como si hubiera tenido una revelación.

—37 días…

—Sí.

Mi teoría de los 40 días cobraba sentido. Tras su muerte, Elvira se estaba despidiendo a través de un espejo que yo había encontrado, y ahora estaba con su hija, más de medio siglo después, tomando un café y mirándola a los ojos. Si todo esto estaba ocurriendo mi perspectiva del mundo debía cambiar. Si todo esto estaba ocurriendo mi concepto del espacio-tiempo debía cambiar. Debía cambiar todo porque estábamos conviviendo tiempos y espacios a lo largo de la historia. ¡Y eso era imposible!

—Veo a tu madre desde hace exactamente treinta y siete días.

—¿La ves?

Gloria se aferró a su taza esperando a que comenzara mi relato. Así lo hice. Le conté mis experiencias en la casa y le detallé mis encuentros en el espejo. Incluso le hablé de los detalles, el color de su falda, el peinado, y mientras hablábamos, abría los ojos como si fuera a expulsarlos de su cara. Se dirigió a una cómoda caoba del estudio y me acercó una foto de Elvira.

—Estamos hablando de ella, ¿verdad?

—No hay duda.

Por fin pude ver el rostro de Elvira más de cerca. Era tan familiar que observarla seguía produciéndome una emoción extraña. Gloria me hizo un gesto para decirme que podía quedármela. Me insistió alegando que a su madre le habría encantado, que fuera lo que fuera que estaba ocurriendo, Elvira y yo estábamos unidas más allá del tiempo. Ninguna de las dos sabíamos por qué yo había ido a parar a aquella casa. ¿Existía un vínculo entre nosotras o era aquel espacio el que nos había unido? ¿Y por qué no ambas opciones? Puede que no fuera ninguna casualidad que encontrara el piso en un momento en el que necesitaba cambiar mi vida, puede que Gertrudis no fuera una vecina más, sino que hubiera aparecido una tarde en mi camino para impulsarme a vivir allí. Ahora mismo, pensé, todo es posible. Ahora mismo no hay limitaciones de ningún tipo, y me repetía que todo es posible.

La tarde se deslizó en armonía y Gloria fue hablándome de su historia y de lo que recordaba de la época de la que yo quería escribir. Prácticamente no recordaba a su padre y Elvira les contó lo sucedido cuando Gloria cumplió los diez años. Encarna era violinista y vivía en Viena. Ambas se habían dedicado al arte de diferente forma, su madre siempre las apoyó a que siguieran sus pasiones creativas. La llegada de Carmen les cambió las perspectivas. Gloria quiso ser enfermera hasta que la vio actuar en casa la primera vez. Me contaba que la transformación que experimentaba «La Niña de los Pendientes» cada vez que actuaba la caló tanto que decidió que el arte dramático marcaría sus pasos. Me habló de los recuerdos de su infancia como si los inventara para ofrecerme el argumento de una apasionante novela. Pero no era una invención, todo lo que me relataba era real y estaba al alcance de mi mano plasmarlo y darle vida en un papel. Le prometí que cambiaría los nombres y así lo he hecho.

Me contó que había vivido con su madre en la casa en la que nos encontrábamos, allí pasó sus últimos años cuando ya no podía valerse por sí misma. Le costó abandonar mi casa, me dijo, sintió que dejaba atrás parte de su vida. Pero no era así, las vidas no desaparecen, simplemente, se expanden por los espacios que las han marcado. Quizá se extiendan incluso más allá, puede que estemos rodeados siempre de presencias, de historias, de pasados y futuros incorpóreos que buscan nuestra mirada sin todavía encontrarla. Puede que el mundo de los muertos confíe en que algún día seamos capaces de desprendernos de las cadenas de la razón para mirar a los ojos a las esencias que respiramos. Eché un vistazo a mi alrededor buscando un soplo de Elvira.

No sabía cómo de drástico sería el paso de la tierra a lo que viniera después de los 40 días, pero empecé a sentir el latido de la cuenta atrás. Si todo esto seguía el transcurso que se había iniciado, me quedaban tres días para que Elvira abandonara su casa, mi casa. No me preocupaba tanto qué ocurriría después, sino perder el impulso que me había conquistado desde su presencia. Me preocupaba volver a la inercia tras su abandono. Por otra parte, tal abandono no debía existir. Todo lo que me estaba enseñando, todos los huecos que se iban llenando en mi mente, mi cuerpo y me atrevo a decir, mi espíritu, seguirían allí siempre. No podía olvidar, no podía olvidar la magia que me acompañaba desde hacía 37 días. No podía dejar que eso pasara. Y pensé de nuevo que escribir la historia podría servirme de punto de apoyo para no perderme entre las entrañas de la cotidianidad y el aburrimiento de la mera supervivencia. Quería alimentar el misterio para que siguiera rodeando mis días y marcando mis pasos.

Nos despedimos y pude intuir que algo le rondaba por la cabeza mientras me acompañaba hasta la puerta. Justo antes de abrir, caminó hacia su despacho y volvió con un sobre.

—No iba a dártela, pero prefiero que la tengas tú.

—¿Qué es?

—Una carta de la época sobre la que quieres escribir.

—¿De verdad me la regalas?

—A mí me trae malos recuerdos. Esta carta iba dirigida a mi madre, pero por alguna razón la escondí al descubrirla y jamás se la di a leer.

—¿Por qué?

—Supongo que no quería volver a verla sufrir. Ya había sido todo demasiado duro.

Me dejó claro con un gesto que no quería seguir hablando del tema. Me abrazó. De repente me acordé.

—Mierda, casi se me olvida.

Abrí mi cartera y saqué el retrato de Gloria, pensé que le gustaría recuperarlo y se lo había llevado para darle una sorpresa. Cuando lo vio, se tapó la boca a punto de comenzar un sollozo que no pudo reprimir. Entendí que ya no hacía nada allí. Cerró la puerta y escuché su llanto mientras bajaba las escaleras.

Pasé de nuevo por el Palacio Real para volver a casa y me senté en la explanada de césped para leer la carta, no podía esperar a llegar a casa. Hacía un frío agradable, el sol calentaba discreto pero constante. Otros transeúntes se habían decidido a compartir el espacio conmigo. Vi a una pareja de ciclistas, que a ratos vigilaban que nadie les robara sus vehículos. Una chica que leía sola uno de los libros de la trilogía Millennium. Una señora mayor que descansaba en el bordillo mientras su perrito meaba alegremente en el césped en el que me disponía a acomodarme, y un hombre sospechoso. Hay un tipo de hombre que me resulta sospechoso siempre. Con mirada de nada, de mediana edad, ropa neutra y aspecto inclasificable, que siempre se encuentra solo y no entiendes muy bien por qué está donde está. A veces me cruzo a uno de estos cuando llego a casa de madrugada, o tomando algo en un bar al final de la barra examinando el entorno. Y ahora aquí, apoyado en un árbol muy serio, sin un libro, ni un periódico ni actitud de disfrutar del sol otoñal que cubre el tramo de césped. Algo trama, pensé, pero lo que yo tramaba era mucho más interesante que lo que pudiera maquinar en este momento cualquier ciudadano del planeta, por retorcidos que pudieran ser sus planes.

Abrí el sobre con cuidado y saqué una hoja tan amarillenta como el sobre. Era un papel muy fino y los renglones eran perfectos, ni una letra se salía de la línea recta. La carta la escribía una tal Lourdes, cuyo nombre no había aparecido en esta historia. Comencé a leer con un nerviosismo que a punto estuvo de sobrepasarme:

Querida Elvira:

Tras leer esta carta no volverás a verme.

No pensé que tuviera que contarte la verdad tan pronto, pero sé que has visitado tu pueblo y probablemente descubras parte de esta historia. Prefiero marcharme antes de que mi nombre aparezca en tu vida a través de otros.

Yo soy la causa de que tu padre os abandonara. Yo fui la mujer que irrumpió en su vida un verano. No llegué a ti por casualidad. Fue él quien me contó tu historia y me pidió que te ayudara. Nunca supe cómo se enteró de lo que te estaba sucediendo. La culpa no le dejaba vivir y entendió que Dios castigaba a su familia por lo que él os había hecho. Tras contarme aquello, desapareció de nuevo. Aún hoy, no sé siquiera si tu padre está vivo.

Siento el daño que todo esto pueda causarte. Espero haber cumplido los deseos de tu padre, espero haberte ayudado a salir adelante y estoy segura de que él, esté donde esté, se sentirá muy orgulloso de ti.

Yo ya he terminado mi tarea. Ahora te pido que no me busques. Pero, sobre todo, te pido que no me odies.

Lourdes

Me quité las gafas con el pulso tembloroso. Eran muchas las cosas que no entendía porque desconocía infinidad de detalles, pero la idea de que Elvira no llegara a leer esto me ponía los pelos de punta. ¿La madre de Elvira también fue abandonada? ¿Madre e hija protagonistas de las mismas circunstancias? ¿Cómo era posible?