Ocurrió lo que amenazaba con ocurrir. Julio encontró un trabajo fuera de Madrid y Carmen quiso seguirle. No pretendía dejar de lado sus aspiraciones artísticas, pero hasta que se instalaran de nuevo, no sabía cuántas posibilidades tendría de vivir del canto y del baile. Hacía unos años, vivir de la música era su prioridad; ahora, vivir junto a julio era su prioridad. Yo no era quién para juzgar sus decisiones, pero recé para que su vocación no quedara en el camino, en ese acantilado atestado de restos de vocaciones femeninas que muchas de nosotras dejamos despeñarse. No tenía mucho sentido abandonar la felicidad de nuestras capacidades, y sin embargo, era algo que casi todas habíamos hecho. El error de olvidar el impulso propio para empezar a alimentarse sólo de un impulso ajeno. Claro que pensaba que uno cambia y se vuelve flexible para compartir su vida con el otro, pero hay cosas que deberían permanecer, hay estímulos que no deben ser anestesiados por nada ni por nadie.
Mientras Carmen se despedía de Juana en la cocina, yo esperaba en el salón para no interrumpir un momento tan decisivo. Observé a Julio, que miraba al Jilguero en la jaula con intensidad. Como si quisiera transmitirle que él también había estado enjaulado. Y pensé en la libertad, y en el cautiverio. Y en el cautiverio sin barrotes. En que ser libre era algo más que ganar espacio. En los barrotes invisibles que construimos cada día. Ahora que Julio se marchaba, él era un hombre libre y Juana se había convertido en carcelera de sí misma.
Carmen salió desencajada de la cocina. Se acercó a mí sin bajar la mirada, como si me retara a adivinar qué acababa de ocurrirle. Me abrazó. Pude sentir su latido acelerado y su pecho tembloroso. Lloramos desconsoladas. Se mantuvo abrazada mientras Julio iba sacando sus maletas al rellano. Llegó el momento de despedirme de él y no pude reprimir mi curiosidad.
—Julio… ¿Qué viste aquella noche?
Julio se cercioró de que Carmen no nos escuchara. Oí cerrarse la puerta de la cocina. Juana impuso la intimidad que necesitaba con un fuerte portazo. Julio se acercó a mi oído.
—Te vi caminar sin bastón.
—Eso es imposible.
Me sonrió una última vez, no quiso entrar a cuestionar mis imposibles. Entendí que no mentía, entendí que durante el tiempo que duró mi encuentro con la mujer del espejo, mi cuerpo traspasaba sus limitaciones.
Pasaron los meses. Echaba de menos a Carmen. Algunas tardes miraba los tejados de Madrid desde el balcón, mientras fumaba un cigarrillo. Y si me descuidaba, los veía grises, sin matices, intuyendo que mi tristeza teñía la vida de blanco y negro. Pero sabía que en cualquier momento, podía sacar mis acuarelas para colorear de añil el día. ¿Cuántas veces tendría que reconstruir los pedazos de mi vida? ¿Cuántas veces más debería pasar por aquello? Quizá muchas más. Quizá la vida sea esto. Derruir y construir hasta que las fuerzas aguanten. Puede que lo único que no pueda destruirse es lo que uno construye más allá de sí, más allá de esta realidad que parece tan real cuando la ensombrece la nostalgia.
Me senté en la cama y cogí el cuadro de la mujer del espejo. Parecía mirarme, parecía sonreírme con los ojos, como impulsándome hacia mi nuevo proyecto de vida, y diciéndome con esa expresión serena y amable que todo va a ir bien.
Empapelé el dormitorio de Carmen, dejando enterradas las letras que rezaban «Escuela Carmen Abril». Aquello quedaba atrás y nosotras debíamos avanzar. Pero Juana no parecía dispuesta a acabar con su sufrimiento. No hablaba de Carmen, actuaba como si nunca hubiera existido. Ya no era una mujer alegre, ahora era una mujer arrastrando su deteriorada juventud por los recovecos más oscuros de su débil existencia. Y yo todavía no era capaz de sacarla de su ataúd emocional.