Comí con mis padres en ese domingo al mes en el que estoy obligada a hacerlo. Es justo el día del mes que peor me encuentro y, claramente, no es casual. Me levanto febril y me duele el estómago. Y esa misma reacción se repite año tras año por una tensión familiar absurda que puede que sólo acarree yo. Estábamos en la mesa con el telediario a un volumen que rayaba la ilegalidad, cuando mi madre, todavía con la boca llena, soltó:
—Pues la niña tiene un noviete.
La frase ya me da por saco, pero encima los diminutivos que acaban en «ete» me producen un rechazo indescriptible. No puedo con la gente que dice «culete», «pedete» o el peor de todos, «casquete». No, por favor, dejaos de «etes». Hablando de «etes», acabo de recordar que a la salida del estreno de E. T., al que fui con mi madre y mi hermana, había un tío con un megáfono que decía «E. T. sí, OTAN no». Me hizo gracia aunque no supiera de qué estaba hablando y aunque no supiera que de poco iban a servir sus proclamas. Dios mío, estreno de E. T. y la OTAN, ¡qué mayor soy!
Al decir mi madre lo del novio, yo bajé la mirada al pollo en salsa descongelado y no dije nada. Mi hermana se interesó.
—¿En serio?
—¿Por qué te sorprendes tanto? —dije yo susceptible.
Mi madre se sonrió no sé si maliciosa o divertida o puede que ambas. Mi padre, como sólo oye lo que dice Ana Blanco, pues tampoco dijo nada. Yo añadí:
—No es mi novio.
—Ah, que es un amigo —dijo sarcástica lanzando una mirada de complicidad a mi hermana.
—No es nada, no ha vuelto a aparecer, así que tema olvidado.
—Pues hija, en algún momento tendrás que echarte un novio…
—¿Por qué? También se puede vivir sin tener pareja, ¿no?
Mi padre soltó una carcajada y, evidentemente, no estaba provocada por las noticias, porque de ser así habría que internarlo por psicópata… Que no deja de ser una opción. Le miré indignada. Este hombre, al que casi nada le hace reír, resulta que se descojonaba tras escuchar mi alegato de independencia. Quedaba claro que nadie en mi familia consideraba que no tener un novio fuera una alternativa real, al menos no una alternativa que uno elija, en todo caso, una circunstancia con la que te encuentras e intentas lidiar con resignación.
A mí lo que de verdad me preocupaba de todo esto es que yo quería tener hijos. Quería tener hijos, era un hecho. Sabía que no era el mejor momento para planteármelo, pero lo tenía muy claro. Muchas personas me animaban a tenerlo sola, inseminarme por mi cuenta y no tener que buscar, encontrar o esperar a que apareciera en mi vida un hombre para llevarlo a cabo. Pero, casualmente, todas las personas que me animaban a tener un hijo sola estaban en pareja, fíjate tú. El deseo de ser madre había sido mucho más fuerte cuando estaba con un hombre que me inspiraba la maternidad. Y hubo un momento en el que me lo planteé con mi ex. Nos queríamos, estábamos bien, o al menos eso pensaba, pero cuando se lo propuse, él jugó con la ambigüedad.
—¿Y si tenemos un hijo?
—Yo no quiero tener hijos.
Así, el tío superambiguo. Me preguntaba si aquello era simplemente la punta del iceberg. O sea, que si estás unido a alguien pero no tienes en común ese proyecto vital, algo más debe de estar fallando. ¿Y qué puede estar fallando? Él, por supuesto, si falla algo es que el otro está mal, yo bien, él mal.
Un día de estos en los que intentábamos enamorarnos de nuevo, si es que eso es posible, nos fuimos al campo a pasar el día. Yo sabía que lo hacía por mí, porque a ratos me agobio en la ciudad y me invento que necesito acercarme a la naturaleza. Luego llego a la naturaleza y me dan ganas de preguntar que dónde está la tienda de chinos más próxima. Urbanita enfermiza. Nos tumbamos en el césped y jugamos a mirar las nubes y a inventar a qué respondían sus formas. ¿Quién no ha hecho esto alguna vez? Él comenzó: «Esa nube parece un barco, esa parece una tarta…». Era mi turno, pero yo, que cuando me da con algo me da de verdad, no tardé en estropear tan bucólica escena. «¿Qué te sugiere esa nube? Un espermatozoide». Silencio incómodo. «¿Y esa? Un bebé dormido». «¿Y esa otra? Un bebé despierto». Fin del juego romántico. «Vámonos a casa que parece que amenaza lluvia».
De alguna manera nuestros caminos se habían bifurcado hasta dejar de rozarse. No creo que sea un fracaso en una relación, creo que es un fin que da pie a otra cosa. Creo que existe una transformación en las relaciones, en los vínculos, que vivimos con una tristeza que no se corresponde con nada demasiado lógico. Y por otra parte, no se sufre con nada tanto como con el desamor. Es como si murieras un poco, es un vacío inabarcable, un dolor físico que se instala en el pecho hasta que consigues superarlo. Y se supera, está claro que si uno trabaja para ello, se supera, pero hay que pasar ese luto. Lo de salir a emborracharte tras una ruptura es una gilipollez, el desenganche necesita su tiempo y nada hará que ese dolor desaparezca en unas horas. Ahora, cuando desaparece no entiendes cómo pudiste estar tan mal tras la ruptura. Es como cuando terminas de comer como una cerda y no entiendes cómo tenías tanta hambre si ahora no quieres ni oír hablar de comida.
El tiempo no lo cura todo, lo que lo cura todo es lo que hagas con ese tiempo. Puedes vivir estancada en el mismo sitio, puedes sufrir ahogada en el desamor toda la vida si no intentas rehabilitar tus emociones hacia el otro. Y aunque quisiera tener hijos, no era algo a lo que le diera muchas vueltas, simplemente porque es una frivolidad empeñarme en que suceda algo que no estaba ni cerca de mis circunstancias. Me alucina la gente que dice que quiere tener exactamente tres hijos, o que quiere una niña y un niño o cosas así, me parece como si hablaran de comodines que añaden para alterar su monotonía. Ya se verá los hijos que quieren nacer de nosotras, ya se verá quiénes son y cómo vienen esos niños.