58. La última vez

Era mi hora del café y me senté en el taburete de siempre. Había llorado todas las noches desde mi encuentro con Luis y me costaba mantener la mirada en cualquier cosa, los ojos tendían a cerrarse y pestañeaba a cada segundo para evitar la sequedad. Encendí un cigarrillo y apareció Ramón, que parecía llegar justo a tiempo para ofrecerme lumbre con su mechero.

—¿Le ha visto?

—¿Podemos hablar de otra cosa?

—¿No era eso lo que quería, verle?

—No sabía ni lo que quería, sólo me movía la ansiedad por obtener respuesta. Y sigo sin respuesta.

—¿Le preguntó? ¿Habló con él?

—No, sólo nos vimos.

—¿Piensa volver?

Me quedé pensando en ello porque ya había decidido no volver. Probablemente Luis hubiera interrogado a Asunción el día en que me vio, probablemente le hubiera contado una mentira o ni siquiera hubiera tenido que mentir si Asunción no le hubiera preguntado nada. Pero pensé en mi madre, en la marcha de mi padre, en mi propia historia familiar, y sentí la necesidad de romper con todo aquello. Sentí la necesidad de descarrilar mis pasos y atreverme a desembocar donde tuviera que ser.

—¿Usted me llevaría una última vez?

—¿Para qué me necesita?

—Porque si quiero enfrentarme a él necesito saber que hay alguien cerca para rescatarme después.

—¿Está segura de que quiere hacer eso?

—Sí, y no puedo hacerlo sola. Esta vez quiero hablar con él y jurarle que no volverá a verme más. Pero no puedo seguir tragándome todo lo que quiero decirle, todo lo que quiero preguntarle, necesito respuestas, no puedo vivir así.

Mis argumentos desesperados consiguieron su objetivo. Quedamos a la mañana siguiente.

Yo repetía una y otra vez las preguntas que pretendía hacerle y cuando las repasaba surgía siempre una nueva. ¿Por qué te enamoraste de mí? ¿Por qué te casaste conmigo? ¿Por qué dejaste de quererme? ¿Por qué y cómo te enamoraste de otra mujer? ¿Qué encontraste en ella que no encontraras en mí? ¿Por qué buscaste una familia fuera de mí? ¿En algún momento nació en ti el impulso de volver? ¿Cuándo dejaste de pensar en lo que habías hecho? ¿Lloraste el día que me abandonaste? ¿Me has echado de menos? ¿Te has sentido culpable? ¿La quieres? ¿Me odias ahora? ¿Eres feliz? Esperaría a verle aparecer y le acorralaría haciéndole todas estas preguntas. Me daba igual si estaba junto a Asunción o no, debía hacerlo pasara lo que pasara, no podía permitir que se enquistara en mí de nuevo la duda que causaba esta brecha cruzando mis entretelas. No volvería a verle, ni a buscarle, ni a darle más vueltas, pero para enterrarlo debía encontrarle primero, debía sacudir su conciencia y hacer que temblaran los cimientos que había construido para verlos caer por fin, para que se derrumbaran nuestras últimas ruinas. Prefería un espacio desolado a unas ruinas que intentaba mantener poniendo ladrillos robados de otras casas. Prefería empezar de cero y romper sus cadenas.

Me levanté durante la noche y con todas las luces apagadas me enfrenté una vez más a mi reflejo en busca de la mujer que aguardaba al otro lado. Miré el espejo. Esta vez apareció sin el menor esfuerzo, como si estuviera allí esperando a que la visitara. Y desde ese instante, se abre un paréntesis del que no puedo rescatar un solo recuerdo. Soy capaz de rememorar la sensación de ligereza que experimenté entonces, nada más. Estaba inmersa en la magia que desprendía el azogue cuando vi a alguien detrás de mí. Vi los ojos ligeramente iluminados sobre un rostro en penumbra. Julio me observaba desde el sofá. Me sobresalté. La mujer del espejo se esfumó. Me di la vuelta despacio y le pregunté:

—¿Qué estás haciendo?

—¿Y tú?

—No podía dormir.

—Yo tampoco.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—No lo sé. Hace años que perdí la noción del tiempo.

Yo también había perdido la noción del tiempo. A veces eran las campanadas de la iglesia las que me vomitaban de golpe a la vida real. Me ofreció un cigarrillo. Se lo acepté. Pude notar que me miraba con curiosidad mientras me ofrecía lumbre. No sabía qué había visto, no sabía si la mujer del espejo sólo se me aparecía a mío si podía haberse encontrado con ella antes de que yo entrara en la sala. No sabía nada, pero preguntar era demasiado arriesgado. Se levantó a por la botella de jerez y me ofreció una copa. Bebimos en silencio. Permanecimos con las luces apagadas.

—Gracias, Elvira.

No pregunté el porqué de su agradecimiento. Sólo sonreí mientras daba un último trago, antes de levantarme del sofá para volver a la cama. Supuse que me daba las gracias por haberle aceptado en casa, por haber acogido a su prima, por haber conocido a Carmen, por compartir mi insomnio con el que entró en mi vida como un intruso. Le toqué el hombro como respuesta. Agachó la cabeza y me animó a que me fuera a dormir. Así lo hice.