57. La ilusión

«Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene las manos tan pequeñas». Era un poema de E. E. Cummings que Michael Caine le dedica a Barbra Hershey en una secuencia de Hannah y sus hermanas. Me pareció una forma distinta de ponerme en contacto con Germán. No me había cruzado con él en los últimos días y necesitaba que supiera que yo seguía aquí, a la espera de que él moviera ficha. Lo escribí en una hoja de mi cuaderno favorito y bajé a la calle con intención de pincharlo en el corcho de la ferretería, junto a anuncios de casas compartidas y clases de guitarra. Pensé que si el destino lo decidía, él se fijaría en el corcho y sabría que soy yo la que escribe. Bajé entusiasmada, como cuando preparas una sorpresa para alguien o confeccionas un regalo casero. Son momentos en los que es mucho más divertido preparar la sorpresa que recibirla.

Al salir del portal, vi a Germán subir la calle con su hijo. No podía ser casual (hombre, o sí… Vivía en el portal de enfrente). Tuve la tentación de volver a entrar, pero eso habría sido sospechoso. Me vio, desvió la mirada. Caminé nerviosa mirando hacia el suelo. No tenía pensado saludar a no ser que él lo hiciera primero. No lo hizo. Pasó de largo como si fuera una desconocida. Me encontré en la puerta de la ferretería con mi nota de Hannah y sus hermanas y me sentí muy imbécil. A mí me gustaban esos detalles, me gustaba la magia del juego, pero ¿a quién quería engañar? Era una lucha permanente entre lo que quería que ocurriera y la necesidad de dejar que las cosas fluyeran. Nada puede fluir si tú de entrada quieres que suceda algo en particular. Me dedicaba a intentar manipular la situación para que desembocara donde yo quería que desembocara. Hice una pelota con la hoja del poema y la lancé a la papelera desde la distancia. Encesté a la primera.

Pasé el resto del día enfangada en la inercia. Todo me daba pereza. Arrastraba los pies por la casa haciendo como que me disponía a hacer algo, como si quisiera engañarme para evitar el sentimiento de culpa. Me rendí a la evidencia de que estaba perdiendo el tiempo y decidí perderlo a conciencia. Si hubiera tenido televisión habría sido mucho más efectivo. La programación es perfecta para succionar la poca energía que te queda tras una desilusión. Me sorprendió encontrarme tan derrotada. ¿Cómo es posible que lo emocional agote tanto? ¿Y cómo era posible que a estas alturas entrara un tío en mi vida y se me quebrara así la voluntad? No podía depender tanto de los sentimientos, porque son sólo eso, sentimientos. Me pone mala cuando alguien me recomienda que me fíe de lo que siento en situaciones difíciles. Si me fiara de lo que siento podría matar. Porque el odio también es un sentimiento, y el orgullo, el rechazo, el miedo, ¿debería guiarme por todas esas miserias? No lo creo. Si existe una clave para saber hacia dónde tirar, debe de ir más allá de lo que uno siente. Lo que uno siente le puede llevar a arrojarse por el balcón. O como en este caso, a llorar frustrada en el sofá junto a mi pez naranja hasta que la noche acabó obligándome a levantarme para encender una luz e iluminar mi desidia.