55. La pista

Mi ex me llamó al día siguiente. Me dijo que tenía algunas cosas que podrían interesarme y que había localizado a una mujer que podría ser Gloria, una de las hijas de Elvira. Me contó todo esto mientras yo ordenaba un fichero de la oficina y mis compañeros me miraban con curiosidad al observar mi alegría.

—¿En serio? ¡Pero eso es la leche! No me lo puedo creer… Cuéntamelo todo.

—Te lo cuento si me prometes que vas a venir a mi fiesta de cumpleaños.

—Eso es chantaje.

—Completamente.

Nicolás me lanzó un gesto interrogante y yo le devolví otro quitándole importancia.

—¿Quieres venir con alguien?

—¿Me estás preguntando si tengo novio?

—No, te estoy preguntando si quieres venir con alguien.

—Pues no, la verdad.

—O sea, que no tienes novio.

Reímos.

—No voy a conocer a nadie… No sé…

—No tengo muchos amigos, pero creo que los conoces a todos… Y a Marga también la conoces ya.

Marga. Su nombre era Marga. Esa estilizada y pálida belleza, esa presencia casi etérea se llamaba Marga. Pude haber dicho que no iba, pero un impulso kamikaze me arrastró a acceder. Tenía sólo un día para decidir qué ponerme para la ocasión. Estuve tentada de pedir el día libre en la oficina como si fuera una sugerencia lógica: «Es que voy al cumpleaños de mi exnovio, en el que estará su nueva novia, y todavía no sé qué me voy a poner». En mi fantasía Matías, mi jefe, habría contestado: «Por supuesto, y si quieres también el lunes libre para digerir la experiencia, adelante. Lo entiendo perfectamente». Sabía que ella estaría estupenda y yo no quería ser menos. Pero tampoco iba a hacer la gilipollez de comprarme un vestido sólo para acudir a esta fiesta, sería de locos y diría muy poco de mi seguridad y madurez.

—También lo tenemos en negro, pero en verde te queda muy bien. —La dependienta opinó con sinceridad. O al menos eso creí. Me llevé el vestido.

El surrealismo tocó techo cuando acudí a la fiesta con Nicolás. Él había escuchado una conversación telefónica en la que Mónica se lamentaba por no poder acompañarme y yo intentaba que se sintiera culpable con tácticas de pasiva agresiva aprendidas de mi madre. Es bonito que los padres te enseñen a moverte por la vida. Aunque sea a moverte como una serpiente. Al colgar, Nicolás me preguntó si quería que viniera conmigo. Mi cara debió de expresar demasiada sorpresa y él reaccionó disparando cierto orgullo hacia mi mesa.

—Vamos, que todavía no sé si puedo, tendría que ver…

Y sacó su agenda para comprobar fechas mientras yo flipaba pensando, de nuevo con mi condescendencia: ¿qué tendrá qué hacer este tipo? ¿De verdad tiene planes y gente con la que llevarlos a cabo? Pero no, capté que se trataba de un mecanismo de defensa, que necesitaba hacerme ver que me acompañaba por mi bien pero que tampoco se le iba la vida en ello. Accedí. Iríamos juntos a la fiesta.

Yo iba muy guapa porque al fin y al cabo esta es mi versión de los hechos, y Nicolás pasó a buscarme con un coche tan neutro como él mismo. Entré y no supimos si darnos dos besos, al fin y al cabo trabajábamos juntos y nos veíamos a diario. Un choque de cabezas patético para soltar al aire dos abruptos besos dio paso al «estás muy guapa, tú también» y nos pusimos en marcha. Me conmovía que Nicolás fuera vestido de domingo. Lo imaginaba frente al espejo eligiendo cómo vestirse para esta cita ambigua.

Mi ex nos recibió con entusiasmo y entramos observando el entorno y saludando a todos los que nos iban presentando. Me sentí insegura en un primer momento. Uno no sabe qué arrastra del pasado en su maquiavélica memoria, pero yo sé ahora que algunas situaciones de la adolescencia se incrustan en mi mente en momentos determinados. Tenía diecisiete años la primera vez que viví una inseguridad así en un local de moda. Salimos unos cuantos amigos por la zona del barrio de Salamanca. Entramos a un sitio bastante pijo, en el que yo me sentía absolutamente fuera de lugar. Ojalá hubiera sido una sensación mía, pero a medida que me adentraba en el local, fui percibiendo las miradas de algunos, y sobre todo algunas chicas que allí se encontraban. Las vi reírse de mí sin disimular, con toda la arrogancia del que siente que se mueve en su terreno. Me sentí incómoda en mi cuerpo, en mi peinado y en mis ropas. Aquel no era mi sitio y me lo hicieron ver en pocos minutos. Mis amigos, vestidos más a tono, no parecieron darse cuenta, pero yo no pude relajarme en las horas que estuvimos allí. Y en vez de afrontarlo con entereza, casi les ofrecí la cabeza para que todos me la pisaran. Miraba al suelo, bebía mi Martini en una esquina, deseando marcharme y respirar lejos de la tensión a la que estaba sometida. Me sentí juzgada y humillada. Había pasado las horas arreglándome el pelo, maquillándome, eligiendo la ropa con la que pensaba que estaba más guapa y me encontré ridícula por intentar aparentar una posición a la que no pertenecía. Era la historia de mi vida. Se ponía de moda el Privata y mi madre me compraba un Privote en la tienda del barrio. Si las otras niñas llevaban Hello Kitty, mis padres lo arreglaban comprándome algo que llevara un gatito. Pero no era el gato lo que yo quería, era la marca, era la insignia de la gente que molaba. Quería ser como ellos, o al menos parecerlo. Grandes estupideces nos acosan en la infancia y adolescencia. En casa no dábamos para mucho más, la situación económica era limitada y yo entraba en cólera por tener que conformarme con lo que me había tocado. Debido a aquella experiencia traumática, siempre que entraba en un lugar con mucha gente, el temor al ridículo se instalaba en mí.

Marga se acercó y le presenté a Nicolás como «un compañero de trabajo y amigo» para que no hubiera dudas de que nuestra relación no era lo que podría parecer. Sabía que era una imbécil por avergonzarme de mi acompañante. Este tipo de mezquindades ya las había experimentado antes. Fui consciente de todo esto, pese a que me costó unas horas liberarme de mis prejuicios.

Bebimos, charlamos, seguimos bebiendo y comenzaron los primeros acordes de «Coming home baby» de Mel Tormé, un tema que yo solía bailar sola una y otra vez, llegando incluso a pasar una mañana entera escuchando la misma canción. Debía de tener a los vecinos de lo más contentos. En casa bailaba mucho, muchísimo, a veces delante del espejo para comprobar si mis pasos podían ser repetidos ante otras personas. Otras veces lo hacía sin mirarme, sólo para liberar mi cuerpo durante unas horas. Y confieso que también he llegado a hacer playbacks. Pero esto, por favor, ya que tengo una edad y una imagen que mantener, no hace falta que lo comentéis.

El primer momento, antes de lanzarte a bailar en una fiesta, es complicado. Aunque es mucho más complicado si alguien tira de tu brazo para obligarte a bailar. Eso no se le puede hacer a nadie, estoy totalmente en contra del «venga, no seas sosa, sal a bailar». Saldré a bailar cuando quiera yo, no cuando quieras tú. Tiene sentido, ¿no? Me levanté del sofá despacio, y me fui uniendo a la pista improvisada que ocupaba la mitad del salón. Lo hice así, como quien no quiere la cosa, con una cerveza en la mano, un cigarro en la otra, mirando al suelo… Los clásicos recursos del que quiere pasar desapercibido. Y por fin conseguí olvidarme del entorno y empecé a moverme de verdad. Nicolás me miraba como si fuera una desconocida. Era lógico. Mi imagen detrás de la mesa de la oficina no era la misma que veía ahora. Cuando cambias de contexto, de alguna forma eres otro. Para bien y para mal. Imagino que todos habréis tenido la experiencia de sacar de contexto a tu aventura del verano. Ese chico rudo de pueblo que tanto te atrae durante los meses de julio y agosto, pero que cuando viene a visitarte a tu ciudad en pleno enero no entiendes por qué te gustaba tanto. Y le encuentras tan fuera de lugar, que sólo deseas que se vuelva a los futbolines de los que nunca debió salir.

Mientras bailaba, mi mirada se topó con mi ex y Marga. Se estaban abrazando y reían junto a la terraza. Pero sorprendentemente, nada se movió en mi interior. No me quedaba una sola migaja de celos o rencor que me obligara a angustiarme. Nada. Les observé esperando confirmar que por fin había pasado página. Mi estómago permanecía tranquilo y mi garganta suave. Me acercaba a la libertad, dejaba atrás la memoria de lo que habíamos vivido juntos y asumía casi con alegría la nueva vida de ambos.

Cada segundo que transcurría yo me encontraba más suelta y bailaba con más energía. Subieron el volumen y nos volvimos todos locos, bailamos como si una corriente eléctrica nos hubiera poseído; movimientos casi espasmódicos que gobernaban nuestros cuerpos, ahora repartidos por toda la casa en una especie de comunión armónica entre los asistentes. Nicolás se unió al baile, al principio con timidez y poco a poco fue cerrando los ojos para guiarse por la música. Terminó Mel Tormé y vinieron otras canciones y otros bailes, y otros amigos paseando por la casa mientras movían los pies al ritmo de la música. Bailamos hasta casi las cinco de la mañana. Me acerqué a Nicolás, que descansaba en la cocina con una Coca-Cola en la mano. No quería seguir bebiendo para poder conducir de vuelta. Le pregunté que cómo lo estaba pasando y antes de terminar la frase me estaba besando.

Los minutos que transcurrieron tras aquello fueron tensos. Él no sabía si había hecho lo correcto y lo cierto es que yo tampoco. No puedo decir que no disfrutara del arrebato, pero no sentía ninguna necesidad de repetir la experiencia. Me llevó a casa. Salió del coche para despedirme en la puerta e imaginé que esperaba una respuesta, un comentario, una proposición para pasar la noche juntos. Le besé en la mejilla diciendo que lo había pasado muy bien y con un educado gesto de decepción se marchó de allí. Entré y me refugié en el portal unos segundos, esperando que mi cuerpo me revelara si había hecho lo que realmente quería hacer. Ninguna ansiedad se revolvía dentro de mí. Deduje que no me había reprimido, sino que, simplemente, no quería ir más allá.

Eran muchas las personas que me recomendaban que echara un polvo con casi cualquiera una noche, aunque no fuera el hombre de mi vida, que no hacía falta sentir un vínculo tan fuerte para entregarme al sexo de vez en cuando. Yo sabía que no podía esperar a irme a la cama con el que de entrada ya supiera que sería el padre de mis hijos, pero, por otro lado, me resultaba un acto estrictamente utilitario. Utilizar al otro para calmar mi ansiedad hormonal. La gente se justifica pensando que es un acto utilitario en ambos sentidos, pero eso no me consuela. No puedo meterme en por qué hacen las cosas los demás, pero sí puedo analizar por qué las hago yo. Y no quería usar a ningún hombre y no quería ser usada por ninguno. Claro que podía acostarme con alguien a quien apenas conociera, incluso alguien con quien supiera que no iría más allá, pero al menos, durante esa noche, debería ser un encuentro único, aunque sólo fuera unas horas. No podía desnudarme y ser acariciada por un hombre intercambiable. Era injusto para todos compartir la noche con Nicolás cuando lo que más deseaba en el mundo era compartir la noche con Germán.

Sabía que mi discurso sonaba reaccionario, pero era todo lo contrario. «Date una alegría al cuerpo», te dicen con esa ligereza, como si me recomendaran que me metiera en un spa o me zampara una tableta de chocolate. De verdad hay quien cree que la libertad tiene que ver con tirarte a quien se te ponga delante, ¿por qué? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? No podemos ser usados como parches para cubrir los huecos que han ido quedando en las vidas ajenas. Y con esto no estoy haciendo apología de la abstinencia, ni mucho menos. Simplemente, creo que dos cuerpos bajo las sábanas implican mucho más que una búsqueda de placer físico inmediato, creo que existe un intercambio de energías, de intenciones, creo que todo lo que uno lleva dentro lo está compartiendo con quien tiene al lado. Si le hubiera contado todo esto a Nicolás para explicarle el porqué de mi negativa me habría tomado por una desequilibrada. Por eso sólo os lo cuento a vosotros que, al fin y al cabo, no sé quiénes sois.