53. 35 días

Hubo una noche en la que me puse a escribir de verdad. Me puse a escribir sin parar, sin dudar, sin releer los párrafos veinte veces antes de pasar al siguiente. Tenía la sensación de que alguien me soplaba lo que debía escribir y yo, simplemente, lo traducía al papel. Y cuando habían pasado unas horas y mi inspiración comenzaba a desfallecer, dejé de escribir y me tumbé en el sofá. Pensé en todo lo que me estaba ocurriendo y me parecía sorprendente que mi vida hubiera cambiado tanto en sólo 35 días; 35 días, pensé… Llevo aquí más de un mes… Llevo casi 40 días. Pensé en el número 40 porque me sonaba familiar, sobre todo porque recordaba que el diluvio duró 40 días. En mi casa no éramos especialmente católicos, pero creo que a mi madre le hacía ilusión pensar que sí y algunas noches nos leía pasajes de la Biblia a modo de cuentos, sin gracia, ni esa magia que hace falta para que un niño esté dispuesto a escuchar a su madre a los pies de la cama recitando sin ningún ritmo. De pequeña nos hizo rezar algunas veces, pero luego se le olvidaba. Fuimos a misa un par de domingos, y al tercero se le olvidaba también. Quería ser más católica de lo que era, aunque no creo que fuera una búsqueda espiritual, sino la necesidad desesperada de pertenecer a algo. Así que años después, pasó a pertenecer al grupo de alumnas de Pilates en el gimnasio Gym Mery y nunca más se acordó del cristianismo.

Metí en Google «40 días». Y encontré esto: 40 días fueron los que duró el diluvio (Génesis 7:17); Jesús pasó 40 días en el desierto (Lucas 5, 1:13; Marcos 1, 12:13; Mateo 5, 1:11); los israelitas pasaron 40 años en el Sinaí (Deuteronomio 1); 40 horas de ejercicio de piedad tradicional católica en recuerdo de las horas pasadas por Jesús dentro del sepulcro. La tradición musulmana afirma que el alma del difunto ha de esperar 40 días para ser juzgada y llegar al paraíso, y es a partir de entonces cuando los familiares pueden visitar la tumba.

Esto último me llamó mucho la atención, porque hacía unos años había leído que la energía de los muertos tardaba 40 días en despedirse del cuerpo. No le di importancia entonces, pero estas cosas siempre pasan. En el presente uno no sabe por qué se encuentra con lo que se encuentra, y al cabo de los años las piezas encajan y todo cuadra. Y me pregunté qué diferencia habría entre un muerto despidiéndose de la tierra o un muerto que ya se ha despedido. Me lo pregunté porque mis percepciones en esta casa habían comenzado de inmediato, hacía exactamente 35 días. Pero entonces, ¿Elvira se estaba despidiendo de su cuerpo, de la vida, se estaba despidiendo de su casa? ¿Seguía quizá viva y todo esto no tenía nada que ver?

Decidí ir deshaciendo poco a poco la madeja mental con la que estaba viviendo. El dueño de mi casa no sabía nada, su familia tampoco sabía nada, Gertru no sabía nada del paradero de Elvira y su familia, así que la cosa se complicaba por momentos. Tuve una idea delirante. Mi exnovio era periodista. Vamos, lo sigue siendo, qué manía de matar a los exnovios. Sí, ese exnovio que ya me había sustituido por otra, ese que había pasado página y que se había quitado la barriga para recibir a su nueva pareja con un cuerpo proporcionado. Si tanto interés tenía en saber de mi novela, quizá pudiera ayudarme con la parte de investigación. Porque yo sólo sé investigar poniendo cosas entrecomilladas en Google y esto ahora mismo no podía funcionar.

—Elvira Sánchez Aparicio.

—Vale, voy a ver qué puedo hacer —me dijo con un tono amable mientras parecía apuntar el nombre que acababa de darle.

—¿Cómo vas a buscarla?

—Tengo bastantes contactos, y ya sabes que un periodista nunca revela sus fuentes.

Mentira. Cuando éramos pareja me revelaba todas las fuentes, incluso las que no me interesaban lo más mínimo, sí, sobre todo estas últimas. No puedo decir que mi ex no fuera un tipo interesante, no puedo decirlo porque no sería verdad y a quién quiero engañar. Lo es. Pero se había construido un reducido universo del que no quería salir. Había decidido no ampliar sus fronteras para dejar entrar otros estímulos, o, al menos, para dejarme entrar a mí. Y con el paso de los años nos habíamos ido distanciando irremediablemente. Quizás aquello fuera una oportunidad para transformar nuestra historia.