52. La magia

Cogí las tijeras para recortar el bajo de una falda de Gertrudis, que se encontraba junto a mí. Me llamó la atención su expresión. Miraba hacia el espejo como si hubiera visto una aparición y me asusté. Acto seguido me miró y siguió hablando de sus cosas como si nada hubiera ocurrido. Terminé su falda a las pocas horas y se quedó conmigo hasta que anocheció y tuvo que volver a su casa, a su vida. No parecía querer abandonar el espacio en el que se convertía en otra mujer, mucho más alegre, con ganas de hablar y de escuchar, con una necesidad infinita de estallar en carcajadas y compartir sus recuerdos más íntimos conmigo.

Nos despedimos y volví al espejo. Quería comprobar qué era lo que le había llamado tanto la atención. Entonces me acerqué. Lo vi. Unas huellas marcadas casi a mi altura delataban que había posado mis manos sobre el espejo. Pero ¿por qué era eso tan extraño? Me fijé de nuevo en los dedos, acerqué las manos y comprobé que las huellas no provenían de este lado. Las huellas provenían del otro lado del espejo. Mis hijas aparecieron en el salón y disimulé lo que acababa de ver. Acaricié el espejo como si intentara repasar las formas de la mujer que me esperaba al otro lado. Como si intentara llegar a ella rozando mis dedos sobre el azogue. Gloria me miró perpleja.

Dediqué parte de la noche a pensar en las huellas del espejo. Sabía que existía una conexión con el otro lado, pero no sabía nada más. Ni a qué época me enfrentaba en el reflejo, ni por qué sucedía todo aquello. Ni siquiera era capaz de adivinar desde cuándo ocurría. Puede que incluso antes de ver a aquella mujer, ella me viera a mí, o quizá los encuentros no empezaron hasta que las dos nos vimos en el mismo momento. Pero lo que ahora me preocupaba, aunque se tratara de una inquietud serena, por contradictorio que pueda sonar, era que había un elemento físico en los encuentros. Las huellas estaban físicamente en el espejo. Sus dedos habían sido atrapados allí y eso ya no formaba parte de una aparición, ahora era algo más fuerte, algo tangible, algo imposible. Deseé entenderlo, deseé tender mis manos al otro lado y que la mujer del espejo las tomara entre las suyas. Deseé brindarle mis muñecas ciegas.

Le di la vuelta al espejo en un arrebato estúpido de necesidad de respuestas. Lo dejé unos minutos con el azogue mirando hacia la pared. Pensé en su procedencia; al fin y al cabo, no sabía nada de la historia del espejo y puede que hubiera alguna clave para explicar la magia que experimentaba. Unos días después, le pregunté a Lola qué recordaba del espejo. Me contó que estaba en la casa familiar del pueblo y que por lo que había oído alguna vez, fue un regalo de mi padre en su primer aniversario de boda. Y lo recordaba porque mi madre se negaba a que el espejo presidiera el salón. No se deshizo de él, pero tampoco quería que lo único que le quedaba de mi padre fuera el centro de su espacio, de su antigua vida, ahora que estaba huyendo de ella. Sólo mi padre podría tener las respuestas que yo estaba buscando. Él era el único que sabía de dónde provenía el espejo y cuál era su historia. Pero mi padre no estaba, mi madre no estaba, mi tío no estaba y yo no tenía oportunidad de encontrar más señales en este relato confuso. Situé el espejo de nuevo en su posición habitual y volví a mi cama. Me disculpé mentalmente por haberlo castigado poniéndolo contra la pared.