Alcé la vista de los adoquines de Jesús del Valle y allí estaba Germán, esperándome en mi portal. Con sus enormes ojos marrones muy abiertos y un abrigo largo oscuro que cubría su nerviosismo con elegancia. No podía mantenerme la mirada, era como si hubiera vuelto a los dieciséis años de golpe. No dije nada. No dijo nada. Saqué la llave y abrí. Entré sujetando la puerta y confiando en que me siguiera. Lo hizo. Subimos las escaleras en silencio. Pude haber dicho cualquier cosa, pero decidí no hacerlo. Esta también era una forma de comunicación, no quería intoxicar el momento con banalidades, con frases vacías, quería seguir disfrutando de este cosquilleo que tomaba mi cuerpo a medida que avanzaba. Podía escuchar su respiración. Abrí la puerta de casa, entramos. Nos quedamos mirándonos todavía en silencio. Cogí su mano, le llevé a mi habitación. Me quedé frente a él y enredé mis dedos en su abundante cabellera grisácea. Pareció no poder resistirse más y me agarró la nuca acercándome hacia su cara. Juntamos nuestros labios, rozamos nuestras lenguas, clavamos nuestras uñas en la ropa, nos tiramos en la cama y empezamos a desnudarnos el uno al otro, con impaciencia, pero frenando el impulso para no saltarnos los pasos a los que tanto nos había costado llegar. Paseé por su estilizado cuerpo, radiografiando cada detalle para no perderlo, para que se quedara entre aquellas paredes en las que convivían todas las posibilidades. Nos besamos durante horas, nos acariciamos durante horas, nos miramos, nos respiramos en el cuello e investigamos nuestras pieles. Un manto invisible cubrió nuestra desnudez y la atmósfera se llenó de nosotros.
Sonó el despertador. No me lo podía creer. Otra vez había sido un sueño. Un sueño tan real que casi sentía todavía la presencia de Germán junto a mí en la cama. Fue un despertar agridulce, de verdad creí haber vivido todo aquello aunque sólo hubiera sido una proyección de mis deseos. Y cuando sucede esto, transcurre el día con la frustración enganchada. Te vienen momentos del sueño y revives esa felicidad que creíste haber experimentado, pero entonces vuelves al presente y te dan ganas de llorar. Aunque, sinceramente, ¿no pueden producirse encuentros durante la noche? ¿No pueden los sueños reflejar los cruces emocionales que realmente existen? ¿Hasta qué punto lo que vivimos durante el sueño es un invento?
Recordaba la congoja con la que me despertaba las noches que soñaba con mi abuela. Había muerto hacía poco tiempo y no fui consciente de lo unidas que estábamos hasta que se marchó. Una de las primeras noches tras el entierro, soñé que le susurraba algo al oído y ella estallaba en carcajadas. Yo reía también. Desperté riendo tan alto que el eco podía escucharse en mi dormitorio. Me incorporé intranquila por la sensación de realidad absoluta que me penetraba. Y en ese instante dudé. Dudé de si había sido un sueño o si realmente mi abuela y yo nos habíamos estado descojonando más allá de este mundo. Es cierto que yo deseaba que esto fuera así, pero también es cierto que no había razones para negarlo.
Me bebí un café mirando hacia la calle. A veces me gustaba observar a las palomas. Se posaban dos sobre un tejadillo, acurrucadas, mirando vete tú a saber qué, como si fueran dos señoras mayores pasando el rato, o como dicen algunos que suena terrible «matando el tiempo». De repente, divisaban un trozo de pan en la calzada y volaban rápidamente a picotearlo. Y luego volvían de nuevo a su refugio a esperar hasta el siguiente bocado. Las palomas se dedicaban sólo a comer, aparearse y esperar, o al menos eso parecía. Puede que en su aparente intrascendencia vital escondieran reflexiones filosóficas como «¿por qué nacemos las palomas? ¿Somos las palomas realmente los seres más evolucionados del mundo? ¿Hay otros mundos más allá de este tejado? ¿Qué utilidad tiene la existencia de esos llamados humanos que actúan con tanta superioridad?». Lo cierto es que había días en los que pensaba que los hombres y mujeres del mundo estábamos viviendo como si fuéramos palomas. Comer, dormir y aparearnos (unos más que otros). Sobrevivir, nada más, ocupar el tiempo de aquí a la muerte. Es absurdo que esto sea todo, no tiene ningún sentido. Pero hay quien cree que el ser humano es un animal, es más, tengo un libro de biología en el que cuando hablan de los humanos lo llaman «biología de los animales». Por favor, el hombre no es un animal, aunque siempre haya excepciones, ¿habéis visto algún animal capaz de pintar Las meninas? Pues eso.