Estaba tan delgado que sus ojos parecían aún más grandes. Su tez pálida y su cuerpo famélico daban pistas del infierno que atravesaba. Sentí una estaca en el pecho cuando le vi abrazarse a su prima. Juana lloraba sin parar. Julio no derramó una lágrima pese a que la apretaba con fuerza contra sí. Le preparamos la comida entre las dos mientras Juana conversaba sobre cómo habían ido las cosas. Julio apenas pronunció una o dos palabras. Estaba en otra parte, su ausencia era evidente, sus gestos lentos. Su cuerpo no había entendido todavía qué estaba ocurriendo. Estaba descolocado, pero atacó el plato con energía mientras Juana le acariciaba la espalda y le miraba compasiva. Me miró agradecida. Yo me sentí más culpable que nunca.
Le enseñé la casa mientras Juana preparaba su dormitorio. Dormiría solo y nosotras compartiríamos de nuevo habitación. Ya lo habíamos hecho antes. Cuando en casa habitaban más mujeres además de nosotras, añadíamos colchones y dormíamos las tres. Nos daban las tantas de la mañana hablando sobre nuestras cosas. Juana terminó de cambiar las sábanas y acompañé a julio a su dormitorio. Necesitaba dormir y pedí silencio a las niñas, que se asomaban curiosas a observar al nuevo inquilino. Julio estaba agradecido a Juana, pero casi no se acercaba a ella; algo no fluía entre ellos y yo todavía no conocía las claves para entender su distancia.
Carmen llegó tarde y nos encontró en el salón a Juana y a mí. Le contamos cómo había transcurrido el día y sonó el ruido de una puerta en el pasillo. Apareció Julio como si fuera un fantasma. Sus ojos se cruzaron con los de Carmen y por un momento pensé que se conocían. Pero no. No se habían visto nunca aunque en sus expresiones se pudiera adivinar que tampoco eran dos desconocidos. Fue un instante tan mágico que nadie dijo nada. Juana les observaba nerviosa y yo admiraba lo que, claramente, había sido un flechazo.
Los primeros días Julio y yo apenas hablábamos. Coincidíamos en los espacios de la casa pero nos mostrábamos reservados, como si pensáramos que no teníamos nada que decirnos. Experimentaba ciertas dificultades para relacionarme con él. Quise pensar que no se trataba de mi falta de práctica a la hora de comunicarme con un hombre. Pero me temo que así era. Al fin y al cabo, mi vida estaba repleta de mujeres y compartíamos un código, un lenguaje de intimidad que ahora no conseguía transformar para dirigirme a Julio. Imaginé que él intuía mis reticencias ante su llegada y le costaba relajarse cuando yo estaba cerca. Debía de pensar que aquella era mi casa y él era un huésped impuesto. Me rompía el corazón que percibiera aquello en mí, ese rechazo que pretendía ocultar pero que se palpaba en nuestro tenso mutismo. Nunca llegamos a conversar, pero hubo días en los que conseguimos movernos en calma el uno junto al otro.
Encarna se mostraba tímida cuando julio estaba cerca. Le miraba absorta y le seguía a todas partes. Julio sonreía sin decir nada y de vez en cuando se agachaba para preguntarle que adónde iba. Encarna bajaba la mirada como si fuera una adolescente ruborizada y corría hacia mí. Incluso los momentos en los que Carmen se acercaba a él con discreción, Encarna rompía el momento reclamando atención. Julio le gustaba, y no sabía si atribuirlo a su magnetismo incuestionable o a que era el primer hombre con el que mi hija se comunicaba desde hacía mucho tiempo.
De alguna manera, su presencia modificó el ambiente en nuestra casa. No era extraño, imagino que un solo ser humano puede transformar lo inimaginable con su presencia.