Seguía sin poder dormir y mi hermana, que no se comunica mucho pero siempre termina regalándome alguna cosa después de nuestras conversaciones o monólogos, porque la que suele hablar soy yo, me trajo unas semillas compradas en Marruecos en su viaje de novios. Me dijo que eran para dormir, que te relajaban muchísimo, que no las había probado pero que las compró pensando en mí y en mis problemas con el estrés. Así que una noche en la que el insomnio acechaba tras cada esquina, esperando a que me entregara a la profundidad de mi edredón para aparecer y abrirme los ojos con violencia, decidí preparar una infusión con las semillas. Las puse en remojo un rato antes, como mi hermana me explicó que debía hacer, esperé mientras recogía la ropa que tenía secándose por la casa, fregué los platos y por fin me hice la infusión cuando eran casi las dos de la mañana. Pese a que me había levantado más o menos pronto no sentía sueño y era el momento perfecto de probar el brebaje. Me bebí la infusión en el sofá y al cabo de unos minutos perdí el conocimiento.
Efectivamente, como decía mi hermana, aquello me ayudó a dormir, pero para ser más exactos debió haber utilizado otro verbo, por ejemplo «desmayar». Tenía que haberme dicho «estas semillas te ayudarán a desmayarte». Me quedé dormida profundamente sobre el sofá. Desperté a las cinco de la mañana porque tenía los pies helados, pero ni siquiera temer la congelación del dedo gordo me animaba a moverme. Me arrastré literalmente hacia la cama y no recuerdo nada más hasta la mañana siguiente. Fue la primera vez en años que no recordaba mis sueños y me resultó liberador. Siempre tenía sueños que me agotaban; debía coger un tren y pasaba toda la noche buscando la estación. Llegaba tarde a algún sitio pero no tenía reloj, perdía la maleta y retrocedía para buscarla, no encontraba a mi madre y no podía marcharme sin ella, siempre corriendo, toda la noche corriendo angustiada para escuchar el despertador y casi descansar al despertar y comprobar que no he perdido los zapatos durante la noche o que no camino desnuda por mitad de la Castellana.
Desperté y ninguna idea cruzaba mi mente. Nada, seguía en el estado de anestesia general que me había desplomado la noche antes. Las semillas continuaban haciendo efecto y esto no entraba en mis planes. ¿Cuánto tiempo estaré así? ¿Y si esto no se pasa nunca? Conseguí sentarme en el borde de la cama. Nada más. Mi cerebro no daba órdenes a mi cuerpo, todos los órganos parecían haberse puesto en huelga y mis miembros permanecían inertes. Mantuve el mismo gesto durante un tiempo indefinido. Una cara de paisaje carente de expresión me acompañó el resto del día.
Otro lapsus de memoria me asalta impidiéndome recordar cómo llegué a la ducha, cómo llegué a vestirme y cómo me desplacé hasta mi lugar de trabajo sin ser atropellada. Me vi sentada en mi despacho con mi cara de paisaje y mis compañeros mirándome de reojo sin saber muy bien si preguntar qué me había metido.
—Matías quiere verte en su despacho —dijo Nicolás unos minutos después. Y seguidamente dio un sorbo a su cortado extradulce de máquina.
—¿Para qué? —le interrogué sin mirarle a la cara porque no podía apartar los ojos del infinito, no podía hacer el esfuerzo de mover las cuencas para desviar la mirada.
Encogió los hombros como única respuesta. No podía creerme que el único día que mi jefe quería verme fuera justo en el que yo no había conseguido despertarme. Me dirigí al despacho de mi jefe.
—Te voy a ascender.
Escuché sus palabras, pero no pude reaccionar. Me hubiera gustado preguntarle por qué me ascendía, decirle que no llevaba allí ni siquiera un mes, que todo lo que había hecho bien había sido casi por casualidad y que lo que, probablemente, le gustaba de mí era que todo me importaba una mierda. Y esa falta de preocupación hacía que mi actitud pareciera segura y casi de liderazgo, pero no era así, mi actitud era de desinterés absoluto por las tareas que me ocupaban. Y también le hubiera pedido que ascendiera a cualquiera de mis compañeros, por Dios, no a mí. Pero es que no podía pronunciar dos palabras seguidas, así que finalmente eso hice, pronunciar dos palabras, pero no seguidas. Le miré con la cara de paisaje y sin ninguna emoción.
—Pues… —pausa interminable esperando a que los dos hemisferios de mi cerebro se conectaran antes de sufrir una afasia frente a mi jefe— gracias —concluí.
Por lo visto era eficiente, por lo visto me lo merecía, por lo visto Matías el jefe había observado que mi profesionalidad podría llevarme lejos en esta empresa. Yo ya estaba lejos, estaba a muchos kilómetros de mi céntrico hogar. No quería ir más lejos.
Horas después me encontré celebrando la noticia con Nicolás y Marta en el bar de abajo. Yo no sabía muy bien qué celebraba. Nicolás se alegraba de verdad, lo cual me resultaba escalofriante. Marta debió de pensar que ese ascenso lo merecía ella y yo sabía que era cierto. Más que nada porque a mí me la soplaba ampliamente y para ella suponía un reconocimiento social, un éxito entre sus familiares y amigos, una razón clara para seguir levantándose de la cama.
Les conté a mis padres la noticia y además lo hice en persona, que viniendo de mí es bastante raro. Así que cuando entré diciendo que quería contarles algo, se les encogió la cara y me miraron en silencio, esperando a que lanzara la bomba: «Papá, mamá…, estoy embarazada de un senegalés». «Papá, mamá…, soy lesbiana». «Papá, mamá…, soy lesbiana y mi novia es senegalesa». «Papá, mamá…, soy senegalesa pero lo disimulo muy bien». Porque no es que ellos sean racistas, los negros son personas, pero es mejor que estén lejos de sus hijas, simplemente ese detalle. Mientras no se acerquen mucho ellos les respetan. Y cuando dije «me han ascendido», se les relajó el entrecejo a ambos, mi madre se levantó del sofá a abrazarme y mi padre me miró orgulloso y me dijo: «¿Lo ves?».
Pensé: «¿Ves qué? ¿Qué dices, papá, de qué hablas?».
—Si cuando te pones…
No, si lo mejor es que no me he puesto a nada, me he dejado llevar por la corriente y he acabado ocupando un puesto de responsabilidad en una empresa de gas natural. Esto era incluso más surrealista que mi encuentro con Elvira y tan poco probable como haber sido retratada a través de un espejo. Para mí, a estas alturas, todo era posible.