44. El padre

Pilar me llamó por teléfono y me comunicó la noticia. Mi padre había muerto. Colgué. Esperé una reacción que no aparecía. Para mi sorpresa, me visitó inmediatamente el sentimiento de culpa. Y mi culpa llegó por la ausencia de tristeza. ¿Qué clase de monstruo no sentiría una congoja inabarcable tras la noticia de una muerte tan cercana? Era mi padre el que había muerto, ¿acaso permanecía en estado de pausa porque todavía no había reaccionado? No. No era eso. Había asimilado la noticia, y aun así, no sentí necesidad de llorar. ¿Significaba aquello que no quería a mi padre? No lo sabía, me daba terror contestarme y descubrir que no le quería, que sólo por ser mi padre no se había ganado mi cariño. Siento casi vergüenza al relatar todas estas reflexiones pero, juicios morales aparte, es así como ocurrió.

Dejé a las niñas con Juana y Carmen y cogí un autobús hacia el pueblo con mi hermana Lola. No habíamos vuelto allí desde que nos marchamos. Yo debía de tener un año cuando, sin razón aparente, mis padres decidieron venir a Madrid. No tenía recuerdos del pueblo, sólo anécdotas que mi madre comentó alguna vez, aunque jamás sintió la necesidad de visitar a la familia ni la casa familiar, en la que ahora habían estado viviendo mi padre y mi hermana. Lola y yo hicimos el viaje en silencio. No lloramos. Yo, porque no conseguía estar triste y Lola porque sentía un dolor sobrio, como si el carácter de mi padre la hubiera conquistado para no mostrar sus emociones, incluso ante una noticia como esta. El funeral se celebraba al día siguiente, pero por la voz de Pilar pude sentir que tenía algo que contarnos. Decía encontrarse bien, aunque su vida se quebrara tras la muerte de mi padre. Se dedicó a cuidar de mi madre para pasar a cuidar de mi padre. Y ahora no le quedaba más remedio que dedicarse a cuidar de ella misma.

Nos quedamos dormidas al comienzo del viaje. El autobús estaba medio vacío y cada una contaba con dos asientos para descansar. Una fuerte vibración me despertó en el último tramo. Estábamos en una carretera de tierra y aquello indicaba que nos acercábamos a nuestro destino. Lola también se despertó. Lo miramos todo con atención por la ventanilla. No recordaba haber visto nunca un paisaje tan verde. La luz era blanca y las nubes empezaban a acumularse en el horizonte anunciando lluvia. Pilar nos abrazó emotiva al vernos. No era algo habitual en ella, más bien todo lo contrario. Con los ojos llorosos cogió mi maleta y nos pidió que la acompañáramos inmediatamente. Lola y yo nos miramos buscando el porqué de sus prisas.

La puerta estaba abierta y me detuve antes de entrar, intentando recuperar algún recuerdo del entorno. Era una casa baja con un porche de piedra en la entrada y un pequeño jardín trasero. Estaba muy abandonada pese a que mi padre y mi hermana la habían rehabilitado durante aquellos meses. Pilar dejó mi maleta junto al sofá y Lola también depositó allí la suya. Parecía estar abrumada por las paredes, lo miraba todo con cierta nostalgia. Se sentó y miró al techo. Yo paseé por el salón y Pilar se dirigió al dormitorio diciéndonos que tenía algo que enseñarnos. Tardó sólo unos segundos y me entregó unos documentos que me senté a leer junto a Lola. Leímos en silencio y nos miramos aterradas. Pese a que lo que allí había escrito no dejaba dudas, quisimos que Pilar nos explicara de qué se trataba. Acercó una butaca y comenzó a llorar. Lola la consoló y yo no podía contener mi impaciencia.

—¿Qué está pasando?

El nombre que aparecía en el documento de defunción de mi padre no era el nombre que aparecía en nuestros carnets de identidad. Mi padre no era mi padre. El hombre con el que habíamos vivido era el hermano de mi padre, era nuestro tío el que nos había criado y ninguna sabíamos nada de aquello. ¿Qué había sucedido?

Pilar nos contó que desde que llegaron al pueblo todo fue extraño. Nuestro padre, o el que creímos que lo era, no se hablaba con parte de la familia, en la fonda cuchicheaban a su paso, en la tienda miraban a Pilar con suspicacia y ella terminó preguntándole a mi padre qué era lo que estaba pasando. Y llegó más allá en preguntas que ninguna nos habíamos atrevido a hacer. ¿Por qué nos marchamos del pueblo? ¿Por qué nunca mantuvimos el contacto con el resto de la familia? ¿Por qué nuestra madre no quería ni oír hablar de la vida allí? Todo empezó a cuadrar y a medida que Pilar nos contaba la historia, yo sentía de nuevo la presión en el ombligo que no me atrapaba desde hacía meses. Pilar había guardado los secretos hasta la muerte de mi tío, que no quiso que supiéramos nada hasta que él ya no estuviera aquí. Ella sufrió durante todo este tiempo la impotencia de no poder compartir todo lo que sabía, lo que cambiaba nuestras perspectivas, incluso lo que empezaba a ver como un engaño.

Mi padre y su hermano eran huérfanos desde muy jóvenes. Ambos vivían en esta casa y tenían algunas tierras en el pueblo. Cuando mi padre y mi madre se casaron, decidieron seguir viviendo en la casa familiar, junto a mi tío, que era soltero y un apoyo importante para mi padre. Vivieron los tres juntos y luego llegó Pilar, Lola y finalmente yo. Según nuestros recuerdos, poco después de nacer yo, mi madre se quedó embarazada de Esteban, que murió unas horas después de nacer. Tras la muerte de mi hermano nos mudamos a Madrid y algunas veces pensamos que mi madre no había podido superarlo y por eso decidieron marcharse. Pero esa no era la razón.

Pilar no tenía muchos detalles de cómo transcurrieron las cosas aquel verano de 1924 en el que el grupo de teatro ambulante llegó a nuestro pueblo. Yo no tenía recuerdo de aquello, pero mi hermana Pilar sí recordaba estar sentada junto a mi padre en primera fila, fascinada con la música y el baile que traía aquel grupo de hombres y mujeres que parecían venir de otro mundo. Mientras mi hermana nos contaba todo esto Lola y yo la interrogábamos con la mirada sin entender por qué se remontaba a la historia del grupo de teatro. La puerta del jardín se cerró sola por el viento y nos sobresaltamos. Pilar no se inmutó. Continuó hablando con un gesto de piedra, había dejado de llorar y ahora sus palabras sonaban más duras.

Nuestro padre se enamoró de una de las actrices del teatro. Podía no haber ido a más y tratarse de una fascinación veraniega, momentánea, algo que todos hemos vivido una vez en la vida. Pero no fue así. Ambos mantuvieron una relación durante los días en los que se instalaron en la fonda del pueblo. Era una relación secreta, a espaldas de mi madre y de todas nosotras, pero fueron muchos los vecinos que empezaron a sospechar. Mi madre no quiso oírlo, no quiso saberlo, no quiso siquiera interrogar a mi padre sobre lo que estaba ocurriendo. Mi padre, movido por la obsesión por aquella mujer, dejó que el secreto se filtrara entre habitantes y familiares. Los encuentros cada vez eran menos discretos y mi padre parecía haber perdido el control de la situación. Cuando el grupo de teatro abandonó el pueblo, mi padre nos abandonó a nosotras. Se marchó tras ella, dejando a mi madre embarazada de pocos meses y a sus tres hijas. Mi tío no pudo hacer nada para evitarlo, habló con mi padre, pero él parecía haber encontrado el sentido de su vida y no quería arriesgarse a perderlo. Mi padre se fue sin mirar atrás. Desconocía el estado de mi madre, que dio a luz a Esteban unos meses después del abandono. Mi tío se hizo cargo de la familia hasta el día de su muerte.

Lola y yo no podíamos reaccionar. Pilar se levantó, echó un vistazo al cielo por la ventana trasera y nos invitó a salir al jardín. Así lo hicimos. Nos sentamos en tres sillas oxidadas, que parecían haber aguantado todas las lluvias del mundo, eran sillas de jardín que mi madre compró al poco tiempo de instalarse en la casa. Pensé en todas las ilusiones que habría puesto en su nueva vida. Casada con su amigo de la infancia, con el que tantas cosas había compartido en este pueblo. Y pensé en ella pensando en mí. En cómo pueden repetirse las circunstancias de esta forma. Yo sabía el dolor que había pasado mi madre, lo tenía reciente y sentí no haber podido ayudarla, no haber sabido nada y no haber compartido con ella el infierno en el que me había visto envuelta. Ahora sabía que aquella mirada de compasión que me lanzó cuando les conté que Luis se había marchado, era una mirada rota, como si no pudiera soportar que su hija sufriera la misma historia que ella había sufrido.

Tras la marcha de mi padre, la situación se tornó insoportable. Las sospechas sobre la relación entre mi madre y mi tío y la infidelidad declarada de mi padre, nos obligaron a huir de este claustrofóbico espacio lleno de susurros y chismes, de miradas clavadas en todas nosotras. Mi madre era juzgada incluso por su propia familia y cuando nos marchamos a Madrid, no tuvieron dudas de que jamás volverían. No encontraron apoyo en nadie, sólo rechazo. En Madrid rehicieron su vida y quizá por eso mi madre adoraba esta ciudad. Le resultaba acogedora. Mi tío pasó a ser mi padre y nunca más se habló de lo que dejaban atrás.

Lola permaneció callada el resto de la tarde. Pilar no pudo aguantar su rabia, ni siquiera sabía muy bien contra quién, imaginé que contra la mujer que según ella nos robó a mi padre, o contra mi tío por no haberle contado todo esto hasta que llegaron al pueblo. O contra mi madre por haber mantenido en secreto que este hombre no era quien decía ser. O contra ella misma por no haberse dado cuenta de lo que estaba pasando. Yo, simplemente, compadecía a mi madre, e intentaba encajar las piezas de todo lo que hasta ahora no me había cuadrado. Entendí que mi madre en el fondo no deseara otro hijo de mi padre, y entendí su sentimiento de culpa cuando el niño murió. Entendí los rezos constantes por haber vivido junto a un hombre que no era su marido. Y su tristeza eterna, esa penitencia de la que nunca escapó.