40. La culpa

Gertrudis me trajo una tarde dos vestidos y un abrigo y me interrogó sobre los pasos que estaba dando en mi búsqueda de Luis. Así como Carmen intentaba disuadirme de mi relación con Asunción, Gertrudis apoyó mis movimientos. Me sorprendió aquel lado vengativo que nunca había percibido antes. Me propuso que esperara a Luis y que le hablara a Asunción de quién era realmente ese hombre. Quería hacer saltar por los aires su nueva vida y su tono dejaba escapar un impulso sombrío. Fue entonces cuando empezó a hablar por primera vez de su historia. Sabía que acarreaba una tristeza sutil de la que no quería hablar. Y yo, tras retratarla, sabía también que la culpa la corroía sin dejarla escapar, sin dejar que su vida pudiera transformarse en un camino, al menos, armónico. Cada vez que empezaba a disfrutar del momento, las circunstancias o la compañía, su gesto cambiaba. Como si sintiera que no tenía derecho a ser feliz. Me había preguntado muchas veces el porqué y por fin empezó a hablar, con un tono débil, casi como si se lo contara a sí misma y hubiera olvidado que Carmen y yo estábamos allí.

Gertrudis estaba casada con un americano al que solamente habíamos visto dos veces. Era un hombre enfermo, pese a su juventud, y ella se dedicaba a cuidar de él. Conocíamos los detalles de su historia actual, pero lo que empezó a relatar aquella tarde se remontaba a su primer novio. Se llamaba Jesús y habían sido novios en el pueblo cuando ambos contaban con apenas quince años. Ella cruzaba la calle y él se encontraba al otro lado. Llevaba un vestido azul marino, zapatos nuevos blancos y dos trenzas rubias que su madre se esmeraba en hacerle cada mañana en silencio, como si fuera un ritual en el que nadie podía interferir. Los dos niños se miraron a los ojos, el latido de Gertrudis era tan fuerte que por un instante se asustó. Su primer encuentro no pasó de aquello, pero Gertrudis pensó en él durante las siguientes horas, sin descanso, preguntándose quién era y qué explicación tenía eso que sentía en su interior por primera vez. Cuando pensaba en él, la voz se le encogía en el estómago. Dejó de comer; incluso sin asociarlo a ese típico estado de enamoramiento, llegó a pensar que estaba enferma. Repetía mentalmente la imagen de su encuentro y se mareaba de inmediato, buscando un punto de apoyo por miedo a desplomarse. Sin embargo, forzaba de nuevo el pensamiento y fantaseaba con encontrarse con él. Las fantasías eran tan intensas y frecuentes, que Gertrudis había dejado de vivir su vida presente para entregarse en cuerpo y alma a inventar sus días.

Pasaron los meses y el recuerdo perdió fuerza. Gertrudis jugaba con sus amigas en un parque cercano a su casa, cuando, de repente, vio a pocos metros a Jesús jugando a la pelota con algunos vecinos. Preguntó quién era aquel niño, y sus amigas le contaron que era nuevo en el barrio, y que desde luego, todas tenían el mismo derecho a enamorarse de él. Coincidían las tardes de verano en el parque, ambos actuaban como si no se vieran, pero sentían la mirada del otro vigilando su nuca, pretendiendo no observarse, no estar pendientes, no estar siquiera interesados. Los segundos en que sin querer sus miradas se cruzaban, Gertrudis se ponía tan nerviosa que sentía el impulso de retirarse a vomitar. Fue una mañana de cumpleaños de uno de los niños del barrio cuando por fin escucharon sus respectivas voces. Fue él quien se acercó para ofrecerle un refresco: «Me llamo Jesús». Permanecieron callados sin mirarse a los ojos. Las conversaciones se repetían en el parque, iban cogiendo confianza, y aunque a los quince años quizá no sea el momento de profundizar, sentían juntos una intimidad extraordinaria. Tras los paseos vinieron los abrazos, y luego los besos, y luego el infierno. Los padres de Gertrudis decidieron marcharse a vivir a Madrid.

—¿Te traigo agua? —le dije observando que la voz le empezaba a temblar.

—Sí, por favor.

Carmen no dijo nada, sólo escuchaba atenta las palabras de Gertrudis. Me preguntaba por qué había escogido este momento para contarnos su historia. Hacía más de un año que la conocía y nunca había sentido la necesidad de confesar de dónde nacía su drama. Imaginé que a medida que conocía mis circunstancias más a fondo, sentía que debía compensarme. Como si me estuviera diciendo que ella también había sufrido, que estaba de mi parte. Volví al salón con una jarra de agua. Bebió sólo un trago corto y se sentó. Hasta ahora había preferido hablar de pie por miedo a pincharse con los alfileres que invadían su vestido verde.

Tras marcharse a Madrid y separarse de Jesús, ambos se escribieron cartas durante años. Los padres de Gertrudis intentaron disuadirla de lo que definieron como una relación malsana. Quizá lo era, por eso ella no terminaba de adaptarse a su nueva vida. No había vida más allá de Jesús. Pero pasó el tiempo y la frecuencia de cartas comenzó a disminuir. Ahora sólo se escribían en fechas señaladas; navidades, cumpleaños y San Valentín. Gertrudis empezó a olvidar, nunca del todo, pero por mera supervivencia fue accediendo poco a poco a salir con otro hombre. Era un americano hijo de unos compañeros de trabajo de su padre, y todos estuvieron de acuerdo en que sería el candidato perfecto para casarse con ella. Y así fue. Él se declaró una mañana y esa misma tarde fue a hablar con los padres de Gertrudis. Su familia nunca había tenido problemas económicos, pero el hombre destinado a ser su marido podía proporcionarle una estabilidad y un estatus que todos valoraban por encima de cualquier sentimiento. Gertrudis sufrió varias noches pensando en cómo se lo iba a comunicar a Jesús. Cogió fuerzas y comenzó a escribir. Fue una carta escueta, algo aséptica, puede que por miedo a que el recuerdo la sumergiera de nuevo en la nostalgia. Gertrudis se casó una tarde de verano y Jesús nunca contestó a su última carta.

Reposó la cabeza en el sofá y nos miró. Carmen y yo no sabíamos qué decir. Estábamos conmovidas por lo que escuchábamos, pero aquella pausa anunciaba que la historia no terminaba ahí.

Ya estaba casada, pero necesitaba saber algo de Jesús. No podía olvidarle y se sentía culpable por la distancia que marcaban sus palabras en la carta que le había enviado. Por eso decidió escribirle de nuevo. No sólo para preguntarle por qué no había contestado, sino para verter en un folio todas las palabras con las que vivía atragantada. Para decirle que le quería, que no le olvidaría nunca, que por favor la perdonara, que no había sabido encauzar su vida de otra manera, que él era su único amor y eso no iba a cambiar jamás.

Gertrudis volvió a levantarse del sofá. Paseó por el salón mientras la observábamos con curiosidad. Carmen habló.

—¿Qué ocurrió cuando leyó la carta?

—¿Volviste a verle? —pregunté casi con miedo a la respuesta.

—Poco después de escribirle esa carta, mis padres me contaron que Jesús se había alistado en la División Azul.

Jesús había muerto. Murió a los pocos meses de marcharse. Y Gertrudis se convenció de que nada de eso hubiera ocurrido si ella no le hubiera anunciado su compromiso. Jesús se alistó al saber que la había perdido y ella se culpaba de su muerte.

Carmen se atrevió a preguntar de nuevo lo que también a mí me cruzaba la mente.

—¿Y la carta?

Encontró la carta en un cajón del despacho de la casa familiar. Había sido interceptada por sus padres y Jesús nunca la leyó.

Permanecimos en un respetuoso silencio. Nada de lo que dijéramos podría aliviar el sentimiento de culpa y casi pesadillesco en el que Gertrudis se había sumergido al narrar su historia. Concluyó con lo único que podía aliviarla.

—Me consuela saber que le veré cuando me vaya de este mundo. Estoy segura de que le veré cuando me vaya de este mundo.

Y realmente, parecía estarlo.

Tras enterarse de la muerte de Jesús, comenzó a vivir su sucedáneo de vida. A ocupar un espacio que no era el suyo, junto a un hombre al que había llegado a querer mucho, pero al que no amaba. Vivía una soledad profunda que se filtraba en sus huesos todas las noches, cuando en la casa reinaba el silencio. Dedicaba una reflexión al día para intentar comprender por qué la vida la había puesto en este lugar. Vivir resignada. Algo en lo que todas habíamos caído en determinados momentos; asumir la resignación como un estado inalterable, como si no pudiéramos hacer nada por vivir de otra manera.