Las experiencias fantasmagóricas que protagonicé me sumieron en una inquietud que sólo asomaba por las noches. Durante el día todo aquello me fascinaba; por mucho miedo que me diera a ratos, no era un miedo físico, era el miedo a lo desconocido. Pero mi cuerpo me traicionaba y no podía dormir. Nunca me había pasado pero cuando estaba a punto de sumergirme en la profundidad del sueño, se me paraba la respiración. Me ocurrió varias veces y estaba desesperada y agotada.
Recordé que para el insomnio se recomienda cambiar de espacio y me levanté. Me llevé una manta al sofá y volví a intentar dormir apoyada sobre uno de los cojines. No lo conseguí. Pasaron varios días y yo seguía sin conciliar el sueño. Acudí a mi médico de nuevo. Le tenía frito, pero estaba pagando un seguro y mi madre siempre me decía que debía aprovecharlo. Pues eso hice.
—Es la apnea del sueño —dijo sin dudarlo cuando le expliqué lo que me sucedía.
La palabra apnea me gustó tanto que decidí que mi primera hija se llamaría así: Apnea. «Apnea, ven aquí. Apnea, cómete el pollo».
—¿Y por qué me ocurre de repente?
—Entre otras cosas, puede ser debido a un shock emocional.
Escuchar a un médico pronunciar la palabra «emocional» es, como poco, emocionante.
No le conté a qué se debía mi shock emocional. Pensé que no iba a entenderlo, «quizá se deba a las apariciones recientes de una mujer desconocida y quizá muerta en el espejo de mi casa, no sé, ¿usted qué opina?». «Un momentito, joven, voy a llamar a psiquiatría». Y mi padre me visitaría en el psiquiátrico asintiendo mientras me observa por la ventanita de la puerta, «lo sabía, una mujer sin televisión tarde o temprano acaba brotando». Mi madre llegaría con un buey dentro de un tupper y mi hermana sacaría su optimismo y diría: «Mira qué cómoda es tu habitación, tan acolchadita por todas partes, es muy tu rollo».
El shock emocional podía producirse por multitud de causas. La reciente separación de mi pareja, el cambio de casa, las apariciones en el espejo, las apariciones y desapariciones del hombre de mi vida, las apariciones de improviso de mi madre…
—Mamá, ¿qué haces aquí a estas horas?
—He hecho cocido.
—¿A las nueve de la noche?
—No, a las seis de la tarde, pero entre hacerlo y traerlo me han dado las nueve.
—Gracias, pero no pensarás que voy a cenarme un cocido, ¿no?
—Pues para comer mañana.
—Como en el trabajo.
—Pues para cenar mañana.
—Si no me lo ceno hoy, ¿por qué iba a cenarlo mañana?
—Pues lo congelas, niña. Que todo tiene que ser un problema.
—Vale, vale, pero que para eso no hacía falta venirte a estas horas. Y podrías haber avisado.
—Si te hubiera dicho que venía me habrías dicho que no.
—Sí.
—Pues no te aviso y punto.
Me miró. La capté.
—¿Quieres tomar algo ya que estás aquí? —Cuando todavía no había terminado la frase, sacó una sonrisa de triunfo.
—Un vinito.
Mírala qué lista. Fuimos hacia la cocina.
—¿Papá qué está haciendo?
—En Wisconsin, mamá, ¿dónde va a ser? Pues en casa.
—Ah, no sé. Estaba viendo algo en la tele. ¿Sabes que tenemos una tele pequeñita en el cuarto de baño?
—Joder, la siguiente será en el ascensor.
Mi madre rio a carcajadas y me cayó bien. Me cayó bien porque sabía que era feliz sólo por estar allí un rato fuera de su rutina. Me enternecía que fuera feliz pasando frío en mi cocina con un vino tinto en la mano y mirando el patio por la ventana. Yo la quiero, pese a que sé que no pertenezco a esta familia. Es imposible que yo sea hija de esta buena mujer. Nuestros mundos son tan opuestos que a veces incluso pienso en qué palabras utilizar para poder entendernos. Pero en momentos como este descubría en ella a una mujer triste, aburrida, frustrada pero resignada, que no se quejaba nunca de tener una vida tan estrecha y estática porque sabía que ella la había elegido. Ahora probablemente sintiera que ya no hay marcha atrás. Que no tiene una buena relación de pareja, que no ha hecho prácticamente nada más allá de criar a sus dos hijas y dar de comer a su esposo, pero no se planteó tirar por otro camino, por miedo a perder la estabilidad. Y mi madre no puede soportar la inseguridad, ni la suya ni la de ningún miembro de su familia. Y cuando estaba a punto de reconciliarme con mi genética, sonó el telefonillo. Di un respingo.
—Vaya horas —dijo mi madre mirando el reloj.
—Mira quién habla.
Fui hacia el telefonillo y descolgué el auricular.
—Te echo de menos.
Vuelco al corazón, al estómago, a la apnea del sueño y a la madre que me parió que me había seguido hasta allí sigilosamente y me observaba con extrema curiosidad.
—Te pillo mal? —preguntó el hombre canoso algo desconcertado.
—No, o sea…
Mi madre me interrogaba.
—¿Quién es?
—Vengo en otro momento.
—¡No!
—¿Quién es? —insistía mi madre, más pesada que nunca.
—¿Me invitas a subir?
—Eh…
—¿Quién es?
—Un amigo —mentí.
—Ay, perdona, no estás sola.
—No, pero ella ya se va.
—¿Yo? —Mi madre puso cara de no saber de qué hablaba.
—Sí, tú —le dije sin dudar—. Sube. —Y pulsé el botón que abría la puerta del portal que el hombre de mi vida se disponía a atravesar.
—Un amigo… ¿Un novio? —Mi madre sonrió maliciosa y divertida.
—Hay un término medio entre amigo y novio.
—Ah.
—Pues ese es el punto. Te tienes que ir.
—No me he acabado el vino.
—Te lo meto en un tupper.
—Anda, anda —se apartó instintivamente de mí para evitar que la echara—, le digo hola a tu amigo y ya me voy.
¿Por qué? ¿Por qué tenía que pasarme esto a mí? ¿Sabéis esa teoría de que si conoces a la madre de la mujer que amas te haces una idea de cómo será ella en el futuro? Bien, pues yo no pensaba en otra cosa. Incluso estuve a punto de pedirle que dijera que era una vecina, pero entonces, cuando el hombre canoso y yo tuviéramos hijos, se preguntaría qué coño hace la vecina llorando emocionada con nuestro hijo entre sus brazos.
El hombre canoso llegó a la puerta. Dios, qué guapo, me quería morir, no podía soportarlo. Tenía barba de cuatro días, que era exactamente el tiempo que hacía que no nos veíamos. El pelo más canoso que el último día (esto probablemente sea invención mía) y sonreía pleno, sin ningún pudor, hasta que vio a mi madre y le cambió el gesto.
—Hola —dijo él tímidamente.
—Hola —dijo ella achispadilla.
—Es mi madre y se está yendo —dije yo mientras intentaba arrebatarle la copa a la que se había aferrado y se negaba a soltar.
—Este es Germán.
Germán era el nombre de uno de mis primeros amores. El primer beso con la boca abierta me lo dio Germán, un niño que me volvía loca. Y tras darme aquel beso en el camping en el que veraneábamos, no pude volver a mirarle a la cara porque me había resultado violento y extraño. No estaba tan espabilada como él. Quizá por eso lo nuestro no funcionó… Por eso y porque teníamos once años.
—Estáis de reunión familiar, mejor vengo otro día —dijo Germán viendo el percal. No le culpé.
—¡No! O sea, que otro día puedes venir, pero que no hace falta que te vayas…
—Vengo en un rato y así charláis de vuestras cosas.
Si él supiera que entre mi madre y yo no existe un tema llamado «nuestras cosas»… Él estaba incómodo y no insistí más. Mi madre sí, claro.
—Pasa y tómate un vinito, se lo hemos traído nosotros del pueblo. No es nuestro pueblo, es el pueblo de unos amigos, amigos más de mi marido que míos, se conocen del club social, vamos por allí los fines de semana.
Escuché todo esto con una especie de eco en mi cabeza, como si estuviera protagonizando una pesadilla absurda. Si Germán ya tenía intención de marcharse, tras el apasionante relato del club social, lo tenía más que claro.
—Vengo luego, no se preocupe.
—No me hables de usted.
Yo estuve a punto de decirle: «¡No le hables de nada, no le hables, ignórala, no está, no es mi madre, estoy yo sola, desnudémonos y hagamos el amor!».
Germán me lanzó una maravillosa mirada de comprensión y cachondeo y comenzó a bajar las escaleras.
Cerré la puerta y miré a mi madre con odio. Comentario de ella:
—Es muy mayor.
—A mí me gusta.
—Pero niña, si podría ser tu padre.
—Bueno, si me hubiera tenido a los quince años, que todo puede ser, entonces sí.
—¡Je-sús! ¿Cincuenta y un años tiene?
—No quiero seguir hablando de esto. Es más, no quiero seguir hablando de nada.
—Si es que cuando tú tengas cuarenta, que no te queda nada ya, él tendrá cincuenta y cinco, y cuando tú tengas cincuenta él tendrá sesenta y cinco y…
—Mamá, yo también sé contar.
—Madre mía, si son las diez ya y tengo a tu padre sin cenar.
—¿Le tienes encadenado en un sótano o algo? ¿O es que no puede entrar en la cocina por algún tipo de promesa?
—Ya sabes que tu padre en la cocina está como pulpo en un garaje.
La verdad es que yo a mi padre le veía como un pulpo en un garaje siempre que estuviera lejos de su sofá.
Y nos dieron las diez y las once y las doce y yo no hacía más que asomarme al balcón, pero Germán no venía. Decidí asumir que no vendría esa noche, pero me acosté con mi apnea y con la esperanza de que volviera a sufrir un arrebato y viniera a buscarme. Me había dicho que me echaba de menos, había venido hasta mi casa y me había dicho que me echaba de menos. Dios mío, esto ya no era cosa mía, nos estaba sucediendo algo y nada podía de tenerlo. Sabía que sería doloroso, que nos limitaban un montón de barreras de todo tipo, pero el vínculo que habíamos dado a luz juntos tiraba de nosotros cada día un poco más fuerte. Cada vez me quedaba más claro que elegimos menos de lo que creemos. Que los vínculos existen a veces a pesar de nosotros. Como si existiera una tela de araña que desplegara sus hilos por el mundo y nos fuera atrapando. Como si una geometría por encima de la razón uniera a los seres humanos a través de líneas invisibles e inevitables. Y así me sentía yo con Germán. No nos habíamos elegido el uno al otro, habíamos sido elegidos por encima de nuestras cabezas.