Llegó mi tercer día en la búsqueda de Luis. La chica de la mercería me saludó cordial, claramente se acordaba de mí. Hablamos un rato mientras ordenaba el escaparate y me preguntó si hacía mucho tiempo que me había mudado allí. Me pilló desprevenida y no supe reaccionar. Vio mi cara de pánico y me pidió disculpas por si había dicho algo inconveniente.
—No, perdone… Yo en realidad no vivo aquí.
—No tiene que explicarme nada.
—El caso es que… Estoy buscando a alguien.
—¿Aquí?
—Alguien que sé que vive por aquí pero no sé exactamente dónde.
—Ya le digo que no tiene que explicarme nada.
Pareció incomodarse. Probablemente mi voz y mis palabras le generaran desconfianza y prefiriera quedarse al margen de lo que fuera.
—Igual puede ayudarme.
Me decidí a atacar, cansada de moverme por el azar e intuyendo que si no hacía algo, mis búsquedas podrían terminar en fracaso cada vez.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Estar atenta al nombre de Luis, o el señor Robles.
Se quedó pensativa. Era una chica muy guapa, con una voz amable y juvenil.
—¿El señor Robles es un hombre moreno y alto con unos ojos muy bonitos?
Sentí una arcada. María Jesús me invitó a sentarme.
—¿Está bien?
—¿Cuándo le ha visto?
—Casi todas las semanas veo a su mujer, doña Asunción. Él ha venido con ella dos veces, creo que sólo dos.
—¿Sabe dónde viven?
—Sí, tres portales más allá, junto a otra vecina que viene mucho a hablar conmigo.
—¿Y esa vecina…? ¿Le ha contado algo de ellos?
—Cotilleos de barrio… Se rumorea que el niño no es hijo de él, pero yo ahí no puedo entrar porque no sé nada de nada.
Me dio las señas del que podría ser el nuevo hogar de Luis y caminé hacia mi destino con tal decisión que por un momento sentí que no era yo la que habitaba mi cuerpo. Subí hasta el segundo, me sudaban las manos y no acertaba a clavar el bastón en el suelo con firmeza, no había firmeza en mi cuerpo pero mi mente seguía los planes que me había marcado aquella mañana. Toqué la puerta. Durante unos segundos no escuché nada y casi me convencí de que era una locura. ¿Abriría Luis la puerta? ¿Qué cara pondría al verme? ¿Qué le iba a decir? Tragué saliva y volví a llamar. Fue entonces cuando oí los pasos cortos y rápidos de lo que parecía ser un niño. Oí también la voz de una mujer que avanzaba hacia la puerta. Puse la mano en mi pecho para intentar calmar mi latido atemorizado. La puerta se abrió y desde aquel momento hasta que vi la cara de Asunción no puedo recordar qué ocurrió, me envolvió una nebulosa de nerviosismo que ha borrado todo recuerdo de aquellos instantes. Asunción era, como decía Ramón, muy normal. Sin embargo, tenía una expresión muy clara de bondad. Me miró con los ojos sonrientes y percibió que estaba desubicada. Sonrió entonces también con los labios.
—Hola.
—Hola. —No tenía ni idea de qué iba a decir.
—Viene de la parroquia, ¿verdad?
—Sí —dije sorprendiéndome a mí misma por los reflejos que me habían llevado a mentir.
—Pase. —Cerró la puerta tras de mí y me condujo al salón.
Era una casa mucho más nueva que la mía, sin demasiado espíritu y llena de detalles de muy poco gusto. Asunción era una mujer muy simple en su forma de vestir y de peinarse y eso se traducía también en su elección a la hora de decorar y amueblar su hogar. Miré cada detalle intentando encontrar a Luis en algún sitio, en una estantería, en un libro concreto, en un sillón que pudiera pertenecerle, pero la casa parecía estar vacía de mi marido. Pedí un vaso de agua porque los nervios me habían vuelto a dejar sin saliva y sentía que me estaba ahogando. Asunción reparó en mi bastón pero no comentó nada. Su hijo se agarraba a su pierna y me miraba absorto. Le dediqué una sonrisa y mientras lo hacía también buscaba a Luis en él. No le encontré. Quizá fuera cierto que no era su hijo. Asunción me entregó dos bolsas de ropa para la parroquia y yo pretendí llevármelas para los pobres.
—¿Quiere tomar algo más? He hecho café.
—Vale —contesté casi aliviada.
Estaba claro que Asunción y su hijo estaban solos en aquel momento. Pero no podía marcharme de allí sin más, no podía irme sin hablar con ella. Había olvidado por completo mis planes porque ahora esta mujer no era un nombre, no era un fantasma que me había suplantado, era una mujer que, probablemente, no supiera nada de su actual pareja, no supiera qué clase de hombre era Luis. Y sin embargo algo no me encajaba. Si ese niño no era su hijo, ¿qué hacía él allí? Y aunque lo fuera, ¿qué tenía aquella familia que no tuviera la que había formado conmigo? ¿Era Luis un hombre generoso y altruista que sólo quiso castigarme a mí? ¿Qué estaba pasando? Mi intención era llegar a toda esa información de la forma más sutil posible. Me di cuenta de que no podía contarle a esa buena mujer todo lo que había ocurrido. No era justo, y además pensé que no lo soportaría.
Nos sentamos frente a frente. Ella en el sillón y yo en el sofá con mi taza. La observé y ella no pareció ofenderse.
—¿Desde cuándo colabora con la parroquia? No la había visto antes.
—Llevo poco tiempo en el barrio.
—Es un barrio un poco aburrido, pero hay buena gente.
—¿Y vive usted aquí sola?
No sé si fue mi propio miedo el que me llevó a percibir cierta inquietud en su reacción o si realmente fue así. Calló un instante.
—No. Vivo con mi marido.
—Ah. El padre de… ¿Cómo se llama? —Señalé al niño, que jugaba sobre la alfombra con dos cacharros de cocina.
—Luis.
Sentí un cuchillo atravesándome el estómago. Me quedé en silencio. Sonó la puerta de la calle y me paralicé. Todas las imágenes y las palabras que había almacenado durante aquellas horas se cruzaban por mi mente formando una especie de secuencia surrealista. Una oscuridad cubrió todos mis impulsos y me quedé agarrotada en el sofá, dándole la espalda al pasillo por el que podría estar caminando el que todavía era mi marido, que volvía a casa con su nueva mujer para, finalmente, encontrarse conmigo. La situación no podía ser más tensa y me juré que no volvería por allí nunca más. Escuché una voz femenina. Asunción comentó:
—Es mi hermana. Viene a quedarse con Luis mientras yo hago algunas compras. Hace mucho frío y el crío está acatarrado, no quiero llevarlo por ahí.
La hermana, que parecía mucho mayor que Asunción, me saludó con un gesto y se acercó al niño. Asunción cogió un abrigo y me invitó a salir con ella.
Bajamos juntas las escaleras y llegamos a la calle. Cuando llegamos al ultramarinos, se paró en seco.
—¡La ropa! Se ha dejado las bolsas de ropa para la parroquia.
Si hubiera querido hacerlo mejor no lo habría conseguido.
—Vendré otro día a por ellas, si le parece bien. Tengo que ir al centro a hacer unas gestiones.
Sonrió, me besó y nos despedimos. Y desde entonces, aquella mujer tenía cara y nombre, no podía llamarla la otra, ahora era Asunción.