Yo al hombre canoso no le convenía. Y puede que el hombre canoso tampoco me conviniera a mí. Pero la conveniencia sólo pertenecía al mundo de lo pragmático, y lo pragmático pertenecía al mundo de la razón. Yo hacía tiempo que había perdido la razón y no estaba dispuesta a volver a recuperarla. Pensándolo bien, esto último sonaba bastante razonable.
Justo antes de dormir, empecé a sentir una opresión en el pecho. Me pasé varias noches turbándome tanto que tras aquella sensación no podía dormirme. Era como si me hubieran clavado una estaca entre las costillas, y algunos días, un dolor agudo me oprimía el corazón. Me inventé que lo que estaba sufriendo era una reacción producida por el amor, pero cuando hubo pasado una semana y la opresión seguía impidiéndome dormir, decidí ir al médico.
—Me duele el corazón —le solté sin dilación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó tranquilo.
—Pues exactamente lo que he dicho.
—¿El corazón, seguro?
—Sí, sí.
—A ver, ¿dónde está para ti el corazón? Señálamelo.
—¿Cómo que dónde está para mí? Pues donde está para todo el mundo, a ver si ahora voy a tener el corazón en otro sitio.
—Me refiero a que lo que tú llamas corazón es una zona en la que puede haber muchas cosas.
—¿Tumores? —pregunté yo muy comedida.
—No, mujer, otras cosas como por ejemplo gases.
—No, no, no, me duele el corazón.
Tras ser examinada, conseguí mi diagnóstico: gases. Que lo sepáis, si os duele el corazón no es amor, son gases. ¿Dónde está la poesía? Pero me daba igual lo que dijera la medicina tradicional, puede que no tuviera nada grave nadando por mi océano, pero desde luego aquello no eran gases, era la opresión del amor, porque el amor oprime cuando se gestiona mal, y ya sé que esto puedo estar inventándomelo, pero si tengo esta inventiva ¿por qué no darle salida?
Hubo dos elementos en aquellos días que me dieron la clave de lo que podría ser la felicidad. Uno fue mi encuentro con el hombre canoso; otro, la pasión por las historias que abrigaban mis paredes. Lo supe porque entre las dos cosas mi inspiración comenzó a dispararse. Sentía ganas de escribir y me daba la sensación de que no era yo la que escribía, sino que estaba recibiendo claves y mensajes que yo traducía al papel. Había escuchado muchas veces a los artistas hablando de musas e inspiración, pero nunca había llegado a experimentarlo. Hay un estado muy especial en el que la mente deja de producir interferencias y espera silenciosa los mensajes que vienen de fuera. Y entonces los dedos se mueven por el teclado como guiados por algo desconocido que no sólo tiene que ver con el propio impulso de escribir. Como si una vez que yo he hecho el trabajo de poner mi cuerpo y mi mente a disposición de las musas, ellas decidieran visitarme y cantar en mis oídos. La inspiración es un puente entre lo desconocido y el contexto en el que creemos vivir. Es el hilo del que hay que ir tirando para tejer las realidades invisibles con las que convivimos. El artista es el escultor del espacio-tiempo. El que da forma a lo que no sabemos que existe. Ya he dicho que yo no soy artista, ni lo era entonces, pero, durante aquellos días, amanecía deseando reunirme con los folios que había comenzado a escribir la noche anterior. Y poco a poco, la historia sobre los personajes que vivieron en mi casa iba cogiendo un rumbo indefinido pero constante.
Estábamos retozando entre mis sábanas y descifrando nuestras pieles cuando de repente sonó el despertador. Llevaba soñando con el hombre canoso toda la noche. Evocaba su imagen y su voz constantemente, y la vida me parecía muy injusta ahora que debía levantarme para coger el teléfono en una empresa de gas natural. Como pasa siempre con estas cosas, cuando llegué a la oficina algunos de mis compañeros se fijaron en mí. Me dijeron lo evidente: «Qué buena cara traes, qué guapa estás». Porque cuando uno está así de emocionado, se nota. Estás un palmo por encima de donde solías estar. Levitaba entre archivadores, teléfonos y clips. Me movía con soltura por el mundo del gas natural y si ya este mundo no tenía ninguna importancia para mí desde que entré, ese día, directamente, no existía.
Mis compañeros de trabajo no eran conscientes de mis prejuicios. Yo miraba, desde mi autoproclamada posición de artista e intelectual, a estos pobres empleados que no tienen inquietudes y están alienados en el sistema del gas natural. Mi ignorancia llegaba hasta ese punto. Al punto de pensar que sólo yo estaba cerca de la verdad, que sólo yo sabía lo que había que saber. Aun así, empezaban a caerme bien, no teníamos mucho en común, pero aunque fuera por supervivencia, fuimos haciéndonos amigos, o casi amigos. Les conté que estaba escribiendo una novela y algunos mostraron incluso interés. Marta me miraba recelosa, y Nicolás, ese tipo que cuando termina de contarte algo de repente empieza a contártelo de nuevo, me hacía preguntas más bien triviales sobre el tema; cuántas páginas llevas, cuántos personajes, cómo se titula y justo esos detalles a los que no podía contestar.
Llegué a casa tras una dura jornada de nada. De nada, porque lo que hice ese día podía no haberlo hecho y todo habría continuado igual. Estaba oscureciendo y el cielo a esas horas es turquesa, un color que en la infancia me encantaba. No sé si era por el color en sí o por el nombre «turquesa». El otro color que me fascinaba era el fucsia, que también sonaba exótico y decidido, «fucsia». Fui con mi madre a un telar del barrio cuando era pequeña y todavía lo recuerdo. Ella iba allí a comprar lanas y yo miraba absorta la intensidad de las madejas que cubrían las estanterías. Los techos eran altísimos y los colores vivos llegaban casi hasta arriba, colocados en filas perfectas y formando un mosaico increíble.
Doblé la esquina y subí por mi calle, alcé la vista antes de llegar al portal y me alarmé al comprobar que mis balcones estaban iluminados. Yo no había dejado la luz encendida, estaba segura. Subí sigilosa, pensando en que quizás hubieran entrado a robar. Ahora pienso que hay que ser imbécil para encender todas las luces cuando estás robando en una casa, pero bueno, estaba nerviosa y cuando estoy nerviosa soy idiota. Abrí la puerta, el pasillo estaba a oscuras, aunque la luz que provenía del salón iluminaba una fina franja en la pared.
—¿Hola? —dije con la voz agitada.
¿Hola? ¿Pretendía acaso que los supuestos ladrones contestaran?
—¿Hola?
—Hola, qué tal. ¿Eres la inquilina?
—Sí, encantada, ¿qué hacéis por aquí?
—Pues estábamos robando un poco.
—Ah, muy bien, enciendo alguna lámpara más o con las tres del salón os arregláis?
—Deja, si ya nos íbamos, total, no tienes nada de valor.
—Vaya, siento la decepción, haber venido hasta aquí para iros de vacío…
—Tranquila, mujer, hay más casas.
—Venga, a cuidarse.
Obviamente, nadie contestó. El salón estaba tal y como lo había dejado, con la única diferencia de que estaba iluminado. No tenía sentido, yo no habría encendido todas las luces antes de salir; de hecho, cuando amanecía ya no hacían falta las lámparas del salón, era el espacio más luminoso de la casa. ¿Qué habría ocurrido? Pensé que mi madre podría haber ido, o quizá Mónica, aunque ella trabajaba todo el día. Le pregunté a mi madre si había pasado por allí para dejarme comida, porque mi alimentación le preocupaba más que nada en el mundo. Su pregunta recurrente era: «¿Tienes comida?». Y como me oyera dudar, sacaba los tuppers del congelador en el que tenía guardado un ejemplar de casi todas las especies animales, y me lo traía dijera lo que dijera. Disfrutaba cocinando, pero, sobre todo, disfrutaba congelando. En la acción de congelar existía algo excitante para mi madre, y si te descuidabas en casa te congelaba lo que fuera. «Si no te vas a terminar la tortilla te la congelo». Y además la comida era para mi hermana y para mí. Que no se le ocurriera a mi padre sugerir comerse las lentejas que esperaban en el congelador, no, «a ti te hago un bocadillo, esto es para las niñas».
Mi madre no había venido a casa, Mónica no había venido a casa y yo habría jurado que nunca encendí esas lámparas. O se habían encendido por arte de magia o estaba perdiendo memoria a marchas forzadas en una especie de mimetización con mi pez.