34. Sus dedos

El afilador entró en el café. Se sentó a mi lado sin decir una palabra y miró a través de la ventana como si me estuviera diciendo que no debía hacer nada, que no teníamos por qué hablar ni forzar las cosas más allá de aquel instante de quietud. Rozó mi mano. Me dejé. Al comprobar que el contacto físico no me provocaba rechazo, tomó mi mano entre sus dedos. Los dos observamos la calle sin decir nada, sólo mirándonos a ratos como si no supiéramos si debíamos romper el silencio. Salimos de «Sidi» y caminamos hacia Espíritu Santo. Él sujetaba su bicicleta con una mano y con la otra me buscaba. Esquivé el contacto y empezó a hablar; lo hizo como si nos conociéramos de toda la vida. Me relató cómo había transcurrido su mañana, yo le conté la mía y caminamos tranquilos por el barrio hasta que sin darme cuenta nuestros dedos habían vuelto a enredarse. Me dio miedo que me viera alguien del barrio. Pero nadie parecía reparar en nosotros. Incluso la señora Luisa, una vecina que se dedicaba a contar chismes de todas nosotras cada vez que tenía ocasión, me saludó tranquila y con expresión sincera. Como si la presencia del afilador no le causara ninguna extrañeza. Y aun así, yo seguía asustada. El afilador percibió mi expresión. ¿De qué tenía tanto miedo? Mi vida era otra, incluso yo era otra mujer, ¿por qué seguía reprimiendo mis impulsos? Me entregué a la ilusión de pasear de la mano con un semidesconocido, con un semidesconocido con el que había compartido momentos de pasión que no recordaba haber vivido nunca antes. Sólo su mano en la mía inspiraba mi existencia un poco más, y levantaba mi vuelo por la Corredera de San Pablo, desplegando mis alas por Espíritu Santo, y bajando Jesús del Valle con el cuerpo ligero y las emociones despiertas. Nos despedimos en la puerta de mi casa con un beso suave, buscó de nuevo mis dedos con los suyos y continuó su camino. Cerré el portal y subí contenta a casa, rememorando escaleras arriba lo que acababa de vivir.