La niña del cuadro era Gloria, una de las hijas de Elvira. Cuando Gertrudis lo vio, se le escapó una carcajada. Recordaba que Gloria se lo enseñaba a todo el que entrara en su casa, orgullosa por protagonizar un cuadro que su madre había pintado. Me preguntó que cómo lo había encontrado y al decirle que lo compré en El Rastro se quedó pensativa. No sé cómo habría reaccionado si hubiera visto mi retrato. Ni siquiera ahora mismo soy capaz de adivinar si Gertrudis vio ese cuadro en casa de Elvira, o si mi cara podía haberle resultado familiar en algún momento precisamente por eso. No quise arriesgarme. Mi retrato sólo podía conocerlo yo, nada más.
No habían pasado ni dos horas desde que hablamos de Gloria y del día que fue retratada, cuando conseguí convencerla de que mirara en sus cajones y armarios para buscar fotos de las mujeres que vivieron en mi casa. Así lo hizo, y me invitó a tomar un té para enseñarme lo que había encontrado. Fotos descuidadas con los bordes doblados, como si hubieran estado secuestradas sin que nadie se interesara en rescatarlas. Rostros que respiraban ahora fuera de las cajas de zapatos en las que habían dormido todos estos años. A Gertru no le interesaban y me las lanzó a la alfombra antes de dirigirse a la cocina. Me puse a observarlas con ansia buscando el rostro que me miraba desde el otro lado del espejo. Y de repente, una de ellas me llamó la atención. Una foto pegada a una cartulina de un grupo de mujeres delante de un balcón. El balcón era similar al de cualquier piso de este edificio pero me pareció que se trataba del mío. Y la vi. Vi a la mujer del espejo y me estremecí. Escuché ruidos en la cocina, pero seguí mirando la foto como si no fuera conmigo. Gertrudis ya podía haber estado quemando la casa o sufriendo una embolia, que yo no estaba dispuesta a moverme. Esta era la foto que estaba buscando, estas eran las mujeres que vivían allí. ¡Elvira estaba en mi casa y yo la había visto! Todo era demasiado fuerte. Gertru llegó con una bandeja y cara de mala leche.
—He roto la tetera.
—No importa.
—No te importará a ti, que no es tuya.
—Eso es verdad. ¿Son estas las mujeres que vivían en mi casa?
Fue a por sus gafas, que parecían dos lupas, cogió la foto con su mano temblorosa y fue señalando los nombres.
—Esta morena es Carmen, «La Niña de los Pendientes». Esta tan sobria de aquí es Elvira, era muy guapa. La más grandota es Juana. Estos son los niños, las de Elvira y el de Carmen.
—¿La otra…? —Me parecía reconocerla por las fotos que tenía expuestas en casa, pero no estaba segura.
—Esa soy yo, la más feúcha.
—No, mujer, feúcha no. —Sí, fea como un demonio.
—Sí, sí, no pasa nada, era feúcha, tampoco me voy a morir por eso.
—¿Puedo quedármela?
—No. —Me divertía la ciclotimia de Gertru, pasaba de repente de la felicidad y el cariño al gesto agrio y el tono despectivo, que abandonaba sin darse cuenta para volver a meterse en esa dulce y sonriente ancianita. Ella no era en absoluto consciente de sus cambios de humor. Y aunque era lógico que no quisiera regalarme la foto, tenía que intentarlo.
—Vale, pero ¿me la puedes prestar unos días y hago copias?
No pude explicarle mi interés, creo que no habría podido explicárselo a nadie, ni a mí misma. Cualquiera que me hubiera contado a mí todo lo que yo estaba viviendo, se habría encontrado con mi escepticismo extremo. Estábamos hablando de fantasmas, de presencias, de voces, risas, ráfagas de un aire diferente, como si lo moviera alguien a quien no podía ver. Durante días creí estar perdiendo la cordura, pero sentía una compañía entre aquellas paredes que no podía negar. Sentía un leve peso sobre el colchón en las madrugadas, como si alguien se sentara a los pies de mi cama a vigilarme, a comprobar que me encontraba bien, a protegerme, a alentarme. Ya sé que suena extraño, pero era real.
Miraba la foto de todas esas mujeres sentadas justo donde yo solía sentarme. Cerraba los ojos e intentaba imaginar el sonido de sus voces, sus risas mientras se preparaban para posar, los pasos acelerados de Gloria, que estaría correteando por el salón. Elvira escondiendo su bastón junto al sofá. Era muy joven, o al menos lo parecía, y me extrañaba que llevara bastón.
Subí a casa. Al entrar, tuve la tentación de decir «hola» para advertir de mi llegada. Eran detalles que me quedaban de la convivencia y que a veces se me escapaban. Pero el único ser vivo que podría haberme contestado era el pez, y no estoy tan loca, sé que eso es imposible; nadie puede hablar debajo del agua. Las cosas como son. El pez no me hacía compañía, pero es cierto que observarlo me fascinaba. Era el comportamiento comprimido de gran parte de la humanidad. Esa expresión de «¿qué hago aquí y por qué no puedo salir? Si yo veo que hay vida más allá del cristal, ¿por qué no puedo atravesarlo?». Para acto seguido sumergirse en su memoria de pez y olvidar que lo que desea es salir de la pecera y conocer mundo. Y que un pez tenga memoria de pez, estaréis de acuerdo conmigo en que es bastante lógico. Pero que los humanos tengamos también memoria de pez es incomprensible.