32. La vecina

Gertrudis estaba quieta, muy quieta, parecía incluso que había dejado de respirar. Me miró y percibió mi gesto.

—Es que nunca me habían retratado antes.

—Relájate. Esto es sólo una prueba.

Había dibujado a mis dos hijas, a Carmen, a Juana y ahora quería seguir mi serie de retratos azules con Gertrudis, la vecina del segundo que venía cada tarde a escuchar el serial de las cinco. Gertrudis vivía con su marido y no tenían hijos. Ella misma decía estar atrapada en una vida aburrida y sin emociones, y sólo conversar en casa con alguna de nosotras parecía colorear sus días. No era una chica muy guapa, pero tenía encanto. Se movía despacito, siempre como si intentara pasar desapercibida. Sonreía todo el rato y nos cogía de la nuca cuando nos daba los dos besos de despedida a cada una.

A medida que trazaba sus rasgos con el lápiz, me parecía estar buceando en cada pliegue, el lienzo reflejaba lo que su expresión escondía. No era la primera vez que me ocurría esto; retratar a los seres humanos me servía para descubrirlos, como si el lápiz descifrara las inquietudes ocultas de cada rostro. Había titulado al dorso todos los dibujos. El de Encarna lo titulé «Miedo», no supe a qué, quizás ella tampoco fuera consciente, pero era una niña asustadiza. Corría a mi cama a cada ruido y tenía pesadillas en las que se perdía en el campo por la noche y por mucho que gritara yo no podía escucharla. Pensé en qué necesitaba de mí y yo no podía darle. En cómo intentaba acceder a un recoveco de mi cuerpo que yo misma no sabía cómo liberar. Al retrato de Gloria lo titulé «Amor». Gloria me miraba con un cariño que no había visto nunca en nadie. Al de Carmen lo llamé «Armonía». No parecía esconder nada, estaba contenta, le brillaban los ojos e intentaba contener la risa cuando le pedía que se estuviera quieta. Juana me sugirió nostalgia, y así titulé su retrato. No sabía si por el pasado familiar o por lo que pensaba que podía haber sido su vida. Todas ellas habían pasado por mis manos y por el color añil. Todas ellas habían calado en mis entrañas durante unas horas para terminar la sesión extenuadas, como si hubieran vomitado sus secretos en cada línea. Cada rostro se quedaba conmigo. Cada retrato captaba un enigma. El retrato de Gertrudis no me dejó dudas. Lo titulé «La culpa». Aunque tardé varios meses en entender aquel título. Ninguna de ellas supo nunca de los títulos escritos al dorso.