Durante los fines de semana, empecé a vivir como un gato. Dormía cuando tenía sueño, comía cuando tenía hambre. Incluso a veces alternaba estas dos modalidades, durmiendo cuando tenía hambre y comiendo cuando tenía sueño. Me entregué al caos de mi cuerpo, que últimamente no comulgaba con los órdenes impuestos. A las tres de la tarde podía estar durmiendo, escribiendo, buscando información en Internet o dando un paseo, para terminar comiendo a las seis, dormirme una siesta de tres horas y acostarme casi al amanecer. La novela no acababa de arrancar, necesitaba ubicar algo más a mis personajes, indagar en sus intereses, escoger las líneas argumentales, trazar un posible comienzo, un posible final… Sólo de pensar en todo esto me entró muchísima hambre. Abrí la nevera. Estaba medio vacía, y cualquier optimista estaría de acuerdo porque no era una visión subjetiva. Ante la idea de bajar a comprar, esperé unos minutos a que se me pasara el hambre. Pero no hubo manera. Recordé aquello de un maestro hindú que hablaba de la felicidad. «La felicidad es no tener hambre cuando no hay comida, no tener sed cuando no hay bebida». Pero yo no andaba en esas ni de coña y me rugían las tripas como si fueran a devorarme. «Murió devorada por sus propias tripas». Pues no era el titular que más me apetecía. Desde que el hombre canoso apareció en mi vida y sobre todo en mi barrio, bajar a la calle, aunque fuera para sacar la basura, requería cierta preparación. No iba a bajar en chándal y con la coleta, no. Tampoco iba a arreglarme como si me fuera a una fiesta de nochevieja. Un punto medio de desaliño atractivo, vaqueros, camiseta y jersey viejo, pero sin agujeros. Como diciendo: «Bajo así sin darle importancia a mi aspecto físico porque tengo una vida muy intensa, ando superliada con mis novelas y no tengo tiempo para frivolidades. ¿No me encuentras muy interesante e independiente?… ¿Nos casamos ya?». Los socorridos chinos suelen solucionarme la falta de previsión de alimentos, Dios mío, a mi madre esto no le ocurriría jamás. Ella me sacaría un cordero previamente asado del congelador. Pero resulta que la tienda de alimentación de los chinos por alguna razón estaba cerrada y no tenía sentido. Esta gente sólo se dedica a trabajar, debía de haber sucedido una catástrofe para que hubieran decidido cerrar. Casi por arte de magia resultó estar abierta una pastelería de la calle del Pez que no había visto nunca y que tenía algunas cosas para solucionarme la cena (donuts de chocolate, donuts de azúcar, palmeras de chocolate, palmeras de azúcar…).
—Hola… Este sitio es nuevo, ¿no?
—Qué va, lo que pasa es que estábamos de reforma, pero de nuevo nada, esta pastelería lleva aquí más de medio siglo.
Pensé que entonces mis protagonistas habrían conocido aquel lugar. Lo miré un rato, haciendo como que estaba pensando en qué bollo llevarme. No era un sitio muy bonito, más que nada porque la luz fluorescente no ayuda a que los espacios resulten bonitos, casi da la sensación de que te van a anestesiar en cualquier momento. Y no sólo la luz me recordaba a un hospital, también un verde débil que cubría las paredes conseguía que el espacio tuviera un toque como de depósito de cadáveres.
—¿Los dueños de este sitio son los mismos desde que se abrió?
—No, se ha traspasado el negocio.
—¿Entonces no sabes nada de la historia de esta pastelería?
—Yo no, mi jefa igual sí porque conoció a los anteriores dueños, que eran una pareja muy mayor.
—¿Y a tu jefa cuándo puedo encontrarla aquí?
—No sé, prueba el lunes por la mañana, que a veces se pasa.
—Lo haré.
—¿Te pongo algo?
Volví a casa comiéndome mi donut tan contenta. Le di de comer al pez, que también estaba sometido a la anarquía de mi cuerpo y sucedió algo curioso. En vez de lanzarse a la comida como hacía siempre, se detuvo un momento. Se detuvo de verdad, no se movía y su expresión permanente de perplejidad se transformó en una especie de gesto de madurez. El pez parecía haber tomado conciencia de sí mismo.
No sabía si mi mundo se estaba reduciendo a las presencias con las que convivía o si mi mundo se estaba ampliando a las presencias con las que convivía. Es cierto que durante aquellos días sentía que no me interesaba nada más y así me lo reprochaba mi entorno, pero es que, por alguna razón que desconocía, se había abierto una grieta en el tiempo y estaba siendo testigo de todo lo que por ella se filtraba. ¿La había abierto yo? ¿Están siempre ahí esas grietas? ¿Cómo estamos tan ciegos para no verlas? Y no era que no me interesara nada más, todo lo contrario, me interesaba mucho más el mundo entero ante la posibilidad de estar unidos por hilos invisibles de realidades paralelas.
Me terminé el donut en el sofá, tapada con una manta, mientras hojeaba una revista cuyo nombre no mencionaré porque me da vergüenza. Todos tenemos nuestro lado oscuro y descubrir con quién salen las famosas, comprobar que también envejecen, que tienen más celulitis que tú o que no saben vestirse, a veces te ayuda a seguir. Levanté la vista de la foto de Cameron Díaz sin maquillar y me vi en el espejo. Me limpié las manos, dejé la revista y decidí acercarme. Me quedé quieta frente a él, esta vez mucho más consciente de una búsqueda. Fijé las pupilas en mi reflejo. Mantuve la calma. Respiré hondo y esperé. Cuando te miras fijamente en un espejo tu imagen empieza a tomar relieve. Perdí la noción del tiempo. Entonces, de forma progresiva y extraña, la mujer a la que miraba iba dejando de ser yo. La imagen comenzó a transformarse en un rostro diferente. Una mujer joven, muy guapa, con los ojos grandes y oscuros y unas profundas ojeras. Me asusté. La imagen desapareció de golpe para volver a mi propio reflejo. Me senté aterrada en el sofá. No estaba loca, estaba segura de lo que acababa de ocurrirme. Y las huellas que provenían del otro lado del espejo permanecían intactas, recordándome que todo aquello estaba pasando. Esa mujer tenía que ser Elvira. Ahora debía comprobar si era así.