Aquella tarde transcurría con normalidad. Con normalidad según yo, que para cualquier otro no tiene nada de normal. Merendé pan con miel y mantequilla y luego me dediqué a espiar a mi vecino calvo. Pues eso, lo normal. No es que Jorge tuviera nada demasiado interesante para ser espiado, pero sólo observarle sin que él supiera que lo hacía me producía un nerviosismo muy divertido. No era la primera vez que ejercía de voyeur; de hecho, pasear por Madrid mirando ventanas y balcones era una de mis aficiones predilectas. Durante las noches me dedicaba a especular sobre quiénes vivirían en cada espacio contando sólo con el tipo de iluminación que habían elegido. Una lámpara de techo o unas luces indirectas podían darme pistas sobre los personajes que allí habitaban. También me fijaba en las plantas de los balcones, en la decoración que alcanzaba a vislumbrar desde la lejanía. Los cuadros, las fotos o los colores escogidos para cubrir las paredes. Todos esos detalles alimentaban mi apetito voyeur, que era casi insaciable. Inquilinos sin nombre que arropan historias en su anatomía irrepetible. Pensaba en las experiencias que atraviesan sus cuerpos, en sus nostalgias dormidas o despiertas, en lo que buscan sus ojos, en lo que encuentran, toda esta gente a la que quizá nunca vaya a conocer, que desata los relatos que transitan mis latidos. De pequeña construí una casita de muñecas que incluso iluminé con el flexo de mi dormitorio. A veces ni siquiera me dedicaba a jugar, sino a observar el interior como si esperara que los muñecos fueran a tomar vida, ajenos a mi presencia.
Jorge cenaba como un guiri. Yo acababa de merendar y él estaba preparándose un arroz con un pescado que no identifiqué porque, por muy observadora que sea, hay elementos que se me escapan. Y recordé que a los catorce años me dio por espiar a un vecino del barrio a través de las persianas. Aquel niño me gustaba, le veía por la calle y bajaba la mirada por miedo a que me descubriera como una desequilibrada, pero no había manera de saber que yo le espiaba porque lo hacía mirando por las rendijas de la persiana bajada. Veía cómo cenaba en familia en la terraza en verano, cómo estudiaba, cómo miraba hacia la calle. Le tenía controlado y él nunca lo supo. Y cuando nos cruzábamos en el metro o en la cola de la panadería pensaba en lo curioso que era aquello. Yo sabía quién era él, conocía incluso algunas de sus costumbres y podría ponerles cara a sus padres. Sin embargo, él no tenía ni idea de quién era yo, no sabía lo que me inspiraba ni el tiempo que dedicaba a vigilar sus pasos adolescentes. Terminé de espiar a Jorge porque tras sentarse a cenar con la radio puesta la cosa empezó a decaer. Examinar sus bocados era ya mucho pedir.
Paseé por la casa observándolo todo. Miraba los techos, el suelo, rozaba las paredes con los dedos, me concentraba en los sonidos que volaban por allí… Me cuesta enormemente describir la sensación que experimenté aquellos días. Hay un tipo de miedo que es casi divertido, supongo que ese es el miedo que buscamos con las películas de terror, no creo que nadie quiera angustiarse en el cine, sino conseguir ese subidón de adrenalina que te mueve bruscamente de tu sitio. Así me sentía yo. Tenía miedo porque no entendía nada pero, por otro lado, era apasionante encontrarme entre los misterios que iban tomando forma.
Creo que la última vez que había vivido algo tan emocionante fue en un edificio abandonado que estaba junto a mi colegio. Debía de tener doce o trece años cuando nos escapábamos de clase y saltábamos el muro para colarnos en lo que en su día fue una pastelería Mallorca. Estaba junto a la calle Arturo Soria y era un edificio de tres pisos, bastante destartalado, en el que todavía quedaban restos del pasado. Un letrero de Mallorca podía leerse en la entrada, pero por lo que fuimos encontrando otros compañeros aventureros y yo, aquello había sido también un internado. Y eso ya atrapó nuestra curiosidad hasta el punto de convertir nuestras expediciones clandestinas en una costumbre.
En el último piso había varias frases escalofriantes escritas en la pared, recuerdo sobre todo una que me sacudió, porque debía de estar escrita por algún interno. La frase era «Quiero salir. Esto es un infierno». Cuando leímos aquello, nos asustamos todos, incluso el niño más valiente de mi clase. Nos preguntábamos qué había ocurrido allí, al igual que en mi nueva casa me hacía esa pregunta cada día. El suelo de casi todas las plantas estaba alfombrado por folios y cuadernos de tareas escolares, donde los alumnos escribían de nuevo algunas palabras espeluznantes que nos llevaban a pensar en la pesadilla que debieron de vivir. Armando subió al último piso por una escalera que comenzó a desplomarse según dio los primeros pasos. El ruido producido por el derrumbe de un escalón hizo que todos apareciéramos allí para comprobar que nadie se había matado todavía. El gesto congelado de Armando, atemorizado, junto a la frase «Quiero salir. Esto es un infierno» me viene a la memoria como si acabara de ocurrir. Le ayudamos a bajar y en el pequeño jardín trasero comentamos lo que habíamos ido encontrando. De repente, una cabeza pareció moverse dentro de la casa, la vimos otro amigo y yo, avisamos al resto y salimos de allí corriendo, con el corazón latiendo a toda velocidad, intentando saltar el muro mientras chillábamos nerviosos. Yo no podía subir, estaba aterrorizada, mis amigos gritaban desde el otro lado, miré hacia atrás, y aunque no vi a nadie, sentí un pánico tan profundo que no recuerdo cómo conseguí llegar al otro lado. La excursión resultó ser una experiencia estimulante y tardamos poco tiempo en repetirla.
Estaba adormecida en el sofá escuchando el leve rumor de la lluvia, cada vez más débil, pero todavía constante. No sabía ni qué hora era y además no tenía ningún interés en saberlo. Quería disfrutar de esa anarquía que algunos días dejaba entrar en casa para quedarse a pasar el sábado conmigo. Pero la iglesia y la anarquía, claramente, no hacen buenas migas, así que las campanas me revelaron que eran las siete en punto. Las nubes se abrían para dar paso a un sol que estaba a punto de despedirse y la luz que entraba por el balcón era extraordinaria, a ratos dorada por el sol y al minuto siguiente plateada por las nubes grises. Esa combinación me mantuvo unos minutos contemplando los rayos que se colaban en el salón. Me fijé en que el espejo estaba muy sucio. Sin necesidad de acercarme, pude ver mis dedos marcados y me dirigí hacia la cocina para darle una pasada con la bayeta. Recordaba las palabras de Gertrudis cuando me pidió que cuidara el espejo, y eso era lo que me disponía a hacer.
Cuando llegué al espejo con la bayeta y un limpiacristales, me fijé detenidamente en las huellas. Aquello no podía ser. Puse mis dedos sobre las marcas para comprobar que no se trataba de mis manos. Y no era una cuestión de tamaño o de forma, era que las huellas provenían del otro lado. ¿De qué otro lado? ¿Cómo es posible?
Me metí en la cama con un libro de Amelie Nothomb y de repente caí. ¿Cómo no me di cuenta antes? Me levanté de la cama y me dirigí al espejo. Miré las huellas de nuevo y lo entendí todo. ¿Cómo había llegado mi imagen a los ojos de Elvira? A través del espejo.
Me senté en el sofá. Respiré profundamente y me quedé mirando el espejo. Intentaba concentrarme pero me distrajeron las campanas de la iglesia, los ruidos de la calle y mis pensamientos, que cruzaban a toda velocidad con todo tipo de detalles irrelevantes, recordándome que tenía que hacer la compra, que tenía que llamar a mi hermana, que tenía que… Volví a fijar mis ojos en el espejo y la avalancha de distracciones me arrastraba de nuevo. Lo intenté varias veces, pero en el fondo, por muy mágico que fuera lo que estaba viviendo, no tenía grandes esperanzas de ver a la pintora. Me sentía absurda forzando un encuentro surrealista como aquel, incluso a ratos pisaba tierra y pensaba que nada de lo que había sucedido era real. Pero ¿qué es real y qué no lo es? ¿Dónde están los límites? ¿Acaso mi realidad no cuenta? ¿Acaso hay sólo una realidad a la que todos debemos adaptarnos? Sabía que yo no había buscado la magia hasta ahora, era la magia la que me había hallado a mí. Quizá tuviera que mantenerme atenta a una posible comunicación, pero no salir a buscarla.