27. El retrato

Comenzó a anochecer y yo llevaba varias horas mirando el retrato de la niña que había pintado Elvira, casi esperando a que me hablara para ponerme a escribir. ¿Quién era? Decidí preguntárselo a Gertrudis al día siguiente, pero mientras tanto, mi imaginación se disparaba especulando sobre la identidad de la protagonista del cuadro, esa niña de ojos enormes y gesto contenido pero sonriente. Tenía las manos en el regazo, con los dedos índices rozándose entre ellos y un cuello fino del que colgaba una cadenita con una cruz muy sobria.

Me senté con las piernas cruzadas en el sofá y tomé notas en un cuaderno de las pocas cosas que iba sabiendo sobre la historia de mi casa. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el sofá. No me hizo falta aguzar el oído para escuchar un sollozo femenino. Abrí los ojos de golpe, sobresaltada. El sollozo había cesado. Pensé que me lo había inventado. Cerré los ojos de nuevo y el sollozo volvió a mis oídos. Me quedé con los párpados cerrados mientras una sensación ambigua iba trepando por el estómago. Me forcé a no abrir los ojos y el sollozo se hizo más fuerte y parecía infiltrarse en mi cráneo. No soporté el terror y abrí los ojos. Me levanté del sofá asustada, miré a mi alrededor, observé la calle desde el balcón por si había una mujer llorando fuera. Nada. Entonces me adentré en el pasillo. Había una parte de mí que esperaba encontrar a una mujer en el dormitorio, sentada sobre el colchón, con las manos tapando su rostro y las lágrimas cubriendo sus mejillas. De camino me armé con un paraguas. ¿Por qué? No lo sé. Tenía miedo, pero ¿qué pretendía hacer? ¿Amenazar a un fantasma con un paraguas? «¡O dejas de llorar o te atravesaré con este paraguas estampado! ¡No digas que no te avisé!». Entré en la habitación de invitados con las piernas temblorosas. No vi nada. Me senté y cerré los ojos para comprobar si el llanto fantasmagórico provenía de allí. El sollozo había cesado. Todavía asustada, me rendí en la cama unos minutos.

El sonido del móvil me devolvió a la tierra. Vi un número desconocido en la pantalla.

—Hola, soy Antonio, el de la tienda de antigüedades de El Rastro.

—Ah, hola, Antonio, cuénteme.

—He encontrado otro retrato de esos que estaba buscando, lo tiene un compañero mío en su local, pero si lo quiere me lo llevo a la tienda y viene a por él, ¿le interesa?

—Sí, sí, me interesa mucho, voy cuando me diga.

—Pues el domingo está bien… Pero ya le aviso que el cuadro este le va a sorprender.

—¿Por qué?

—Mejor que lo vea usted misma.

Me adentré y me fundí en las riadas de gente de El Rastro. Hacía frío pero el sol era intenso y, al cabo de un rato, todos íbamos con nuestros abrigos en la mano y nos deshacíamos de nuestras bufandas y pañuelos. Iba casi sin mirar el entorno hacia la tienda de Antonio, y mi curiosidad se intensificaba a cada paso. Entré en el local y le vi al fondo de uno de los pasillos. Estaba hablando con un cliente y esperé mientras echaba un vistazo a mi alrededor. Un hombre le preguntó sobre una lámpara de pie.

—¿Cuánto cuesta esto?

—Ochenta euros.

—Eso es carísimo.

—De carísimo nada, caballero, que esa lámpara es única, no hay ninguna así en el mundo. —Y le dio la espalda seguro de que su estrategia había funcionado.

—Pues esta es igual. —El hombre le señaló otra lámpara idéntica y Antonio reaccionó rápidamente.

—Esa es única también. Son las dos únicas en el mundo.

El hombre se lo pensó, pese a reconocer el engaño perfectamente. Antonio me vio.

—Yo no sé qué pensar, ya se lo digo.

—¿De qué?

—Cuando vea el retrato…

¿A qué se refería?, ¿de qué estaba hablando? ¿Qué ocurría con este misterioso retrato? ¿Estaba quedándose conmigo de nuevo para poder cobrarme más dinero? ¿Por qué insistía tanto en la complejidad del cuadro? Se metió en el almacén y salió con él envuelto en papel de periódico. Me lo entregó y me observó. Lo abrí. Shock. Los ojos se me salían de las cuencas. Me fallaba la respiración. Antonio se apoyó sobrado en el mostrador.

—¿Qué le dije?

Yo no podía articular palabra. ¿Cómo podía estar ocurriendo algo así?

Me senté a la mesa de la cocina y coloqué el retrato frente a mí para observarlo con detalle. Era yo. No había ninguna duda. La mujer retratada en este cuadro era yo. Lo firmaba Elvira y estaba dibujado a lápiz y coloreado en azul, exactamente igual que el retrato de Gertrudis y que el de la niña que había encontrado días atrás. Eran de la misma serie, eran de la misma autora y eran de la misma época. Mi parte escéptica luchaba por salir de mi cuerpo, pero no podía, no tenía razones para dudar de la magia que me estaba visitando. Elvira me había visto, quizás en sueños, o quizá las presencias con las que convivía me observaban durante la noche hasta guardar mis rasgos y ponerlos en pie en un lienzo. Pero si esto era así, ¿qué podía pensar del espacio-tiempo? ¿Acaso Elvira y yo nos estábamos cruzando más allá del pasado y el presente? No tenía respuestas, sólo preguntas. Me moví durante horas en un estado de encantamiento que no me atrevía a compartir con nadie. Era demasiado íntimo, demasiado mágico como para destruirlo con la cotidianidad.