Me aproximé al afilador y, por alguna razón que se me escapa, me aventuré a mirarle sin temor, dejando a un lado mi timidez y mis inseguridades. No sé qué es lo que capté en aquel joven, pero me provocaba reacciones, aparentemente, ajenas a lo que conocía de mí misma. Me incitaba a perderle el miedo a su presencia, a su cercanía, a la temperatura de mi cuerpo cuando él estaba cerca. Perderle el miedo a un posible encuentro con un hombre, de alguna manera, era perderle el miedo a parte de mi vida, esa parte que me lastraba en silencio y se adhería a mis músculos. Me detuve a pocos metros de él. Estaba inmerso en su trabajo y tardó unos minutos en advertir mi presencia. Me miró de repente. Aguanté estoica. Sonrió. Sonreí. Levantó la barbilla como preguntándome que qué estaba pasando, que qué estaba buscando. Pasé por su lado sin perderle de vista. Me giré varias veces de camino al portal. Le encontré mirándome todas ellas. Esta vez estaba decidida a dejar que fluyeran los impulsos sin asfixiarlos. Esta vez, pasara lo que pasara, no iba a dar marcha atrás.
Nuestras agitadas respiraciones se fundían en un solo aliento. Juntamos nuestros labios con fuerza, rozando nuestras mejillas para sentirnos la piel. Dejaba caer los párpados y percibía la punta de su nariz delineando mi cuello. Sus dedos hundiéndose en la nuca y enredándose en mi pelo. Paseé por su rostro con las yemas de mis dedos, le retiré un mechón despeinado de la frente sin dejar de mirarle. Lo encontré muy joven. Sus pestañas movían el aire en este rincón del mundo. Eran largas y espesas y me hacían cosquillas cuando acercaba su cara a la mía. Sonó un ruido en la escalera y recuperamos la compostura. Esperamos en silencio, escondidos en aquel hueco del portal, escuchando cómo los vecinos bajaban y se aproximaban a donde estábamos. Le tapé la boca por miedo a que se le escapara una risa, una palabra o un gemido que pudiera delatarnos. Nos quedamos quietos, mirándonos a los ojos con tal profundidad que por un momento desapareció todo lo demás. Sentí sumergirme en sus enormes pupilas, deseé adentrarme en los círculos de su iris color miel, jaspeado de infinitos puntos negros que parecían moverse inquietos. La sangre se movía lenta por mi cuerpo caliente, me hice consciente de todos mis miembros, escuché el sonido agudo de mis huesos y el zumbido del corazón. Me vibraba el cráneo, como si fuera una bóveda en la que retumbaran las voces de mi propia existencia. Toda yo me había convertido en instrumento, y mis venas eran cuerdas de violín en manos de las musas.
Sentí que todo estaba unido. Que la vida estaba fragmentada sólo en apariencia. Vivíamos en un todo absoluto lleno de parcelas rodeadas de muros que no existen. Sufría o atravesaba las consecuencias de mis actos. Nada venía solo, los hechos de mi vida llegaban persiguiendo sus propias huellas. Siguiendo las miguitas que yo misma dejaba durante la noche, durante los sueños en los que pierdo el control.
Mi encuentro con el afilador me llevó al límite de lo que pensaba que eran mis posibilidades. Sentí que mis miedos se reducían a mis espaldas. Por eso me decidí a buscar de nuevo en mí misma, en mi imagen, en ese reflejo que era yo pero que se perdía para transformarse en otra mujer.
Permanecí quieta frente al espejo, con el cuerpo ligeramente tenso y la soledad de la casa cubriendo la tarde. Las luces estaban apagadas, sólo contaba con los rayos que despedían el día a través de mis balcones. Pegué mis manos de nuevo. Me miré a la espera del encuentro. Me concentré en mi respiración, en el con tacto de las yemas de mis dedos con el frío espejo, fijé mis pupilas hasta dilatarlas, me mantuve en silencio mental, y entonces, volvió a aparecer. Me miré sin pestañear y observé mis rasgos transformarse en los de otra mujer. Esta vez no me asusté. La mujer del espejo y yo nos miramos en una quietud crepuscular.
A los veinticuatro años, cuando Luis llevaba un año fuera de mi vida, divisé por primera vez, a lo lejos de este pasadizo de represión y pánico, la posibilidad de haber vivido engañada por las nubes preñadas de ignorancia que se posaban sobre nuestras cabezas. Sentí alivio y desconcierto durante los días que tomé decisiones contrarias a los deseos de mi familia. Los días que escuchaba el rumor de mi destino y me despojaba de mis pesadas vestiduras tejidas con hilos negros. Capas bordadas por las hilanderas que cosen el tiempo, guiadas por los pequeños diablos adiestrados para ahuyentar la libertad y la armonía. Esos pequeños monstruos que se cuelan en los pliegues de la mente y nadan por nuestra sangre disfrazados de ángeles. Tienen voces agudas que engañan los sentidos y te señalan los caminos que te estrellan contra el muro de los imposibles. Esos diablillos existen, pero si no los escuchas, terminan desvaneciéndose en el aire.
Llegué a casa con las bolsas de la compra. Coloqué todo en la cocina y me puse el delantal para empezar a preparar la merienda. Llevé una bandeja al salón y allí encontré a las niñas dibujando. No dije nada. Deposité la bandeja en la mesa y poco a poco fueron levantándose en silencio a por sus bocadillos. Saqué un lápiz del vaso donde se congregaban pinceles y gomas de borrar y me senté en el sillón. Gloria me miró y sin apenas cambiar el gesto, me animó a que comenzara mi experimento. Estaba sentada frente al espejo. Mi mano empezó a moverse por la página en blanco como si lo hiciera al margen de mi impulso. Lo que salió de allí resultó ser la mujer del espejo. Su mirada parecía traspasar el lienzo.
Me empeñé en enmarcarlo esa misma tarde para colgarlo en nuestro dormitorio y recordar que el azogue podía desaparecer para ofrecernos la imagen de otros mundos. No teníamos marcos, así que, sin pensarlo demasiado, saqué el retrato que conservaba de Luis y lo sustituí por la mujer del espejo. Justo antes de hacerlo, escribí una palabra en el dorso del lienzo y luego lo colgué con un clavito. Me alejé para tomar perspectiva. Cuando me preguntaron que quién era, sólo respondí que se trataba de alguien con quien había soñado. Nadie lo cuestionó. Ni siquiera yo.