Vi al hombre canoso hablando con un vecino dentro de una tienda de Pez. No entré, simplemente aminoré la marcha, caminé despacito dando tiempo a que terminara su conversación, saliera a la calle y me encontrara «casualmente» en la misma acera, pronunciara mi nombre y me dijera mirándome a los ojos que me ama. Así, sin apenas preámbulos, «hola, buenos días, que te amo». Y puedo jurar y juro, que sentí la presencia del hombre canoso detrás de mí. Le sentí en mi espalda y en mi nuca e incluso entorné los ojos para disfrutar de aquel manto cálido que me envolvía en pleno otoño. Seguí caminando nerviosa, porque el nerviosismo me acompaña en la vida como si fuera una tira de cera que lleva ahí tanto tiempo pegada que ya no me atrevo a arrancar. Subí Jesús del Valle y no pude evitar mirar hacia atrás.
No estaba.
Subí a casa, y tras dejar mis compras sobre la mesa de la cocina me asomé al balcón. Y pensé: «Oh, Dios mío, ¿por qué me haces esto? ¡El hombre canoso tiene moto!». ¡No! No, por favor, este hombre no podía existir, era un invento de mi mente. ¡Me encantan las motos! Mi primer recuerdo sobre el tema motos, que es un tema, se remonta a un vecino que venía cada tarde en moto a recogerme. Tengo que aclarar que vivía en la calle de atrás y nuestro plan era sentarnos en la calle de delante, pero él venía en moto porque creía que era Mickey Rourke y lo peor es que yo también lo llegué a creer. «Mamá, te presento a mi novio, Mickey Rourke de joven». Yo tenía dieciséis años y él decía tener veintidós, aunque en realidad tenía veintisiete, y me contó que tenía una empresa de mecánica, aunque en realidad era enterrador, y que yo le gustaba mucho, aunque se enrolló con varias amigas mías. Y luego, ya con todo, me dejó, convencido de que en el fondo era yo la que quería dejarlo. Luego llegó Gonzalo, que también tenía moto y también me dejó… Bien, igual lo de que tenga moto no es precisamente una buena señal. Pero en esa parte primaria que tengo, verle sobre su moto, ahí, con sus… ruedas y sus… asientos… y sus… retrovisores… Vale, no sé nada de motos, esto es todo lo que puedo describir.
Le vi salir del garaje como Batman, supe que era él porque se puso el casco ya en la calle. Él no me vio, menos mal, porque debía de ser una imagen de lo más patética, parada en el balcón con la boca muy abierta y preguntándome qué había hecho yo para merecer que el hombre canoso fuera cada día más irresistible. Arrancó de nuevo la moto y emprendió su camino, con el cabello saliendo del casco ligeramente, rozado por la brisa primaveral aunque estuviéramos en otoño e hiciera un frío que te cagas. En mi fantasía hace el clima que a mí me da la gana. Ahí iba él, conduciendo con seguridad hacia el infinito, hacia la libertad, hacia la vida, hacia el riesgo… Puede que, simplemente, se dirigiera a Fuenlabrada, pero yo eso no tenía por qué saberlo.
Llegó Mónica y, cómo no, dedicamos las horas a hablar de «el hombre». Que si podría llegar esto a más, que si qué ocurriría con su mujer, que si qué es el amor, que si no dormía por culpa del hombre canoso, que si tal, que si cual. Y en un momento de lucidez, me encontré allí, despilfarrando mi tiempo con la irrelevancia que implica la elucubración y me agoté de escucharme. Yo no quería ser así; de hecho, le recriminaba a Mónica que dedicara su energía a pensar en los movimientos de los hombres que aparecían en su vida. Siempre me pareció una frivolidad centrarte obsesivamente en cualquier cosa, pero en un hombre, todavía más. Porque, al aparecer un tío, desaparecía todo lo demás. Se convertía en el centro de nuestro complejo universo y eso es algo comprensible a los dieciséis años, pero no a los treinta y seis. Y así lo expresé.
—¿Sabes qué? Esto es insano.
—¿El qué?
—Estar hablando de este tío tú y yo todo el rato… Se acabó el tema. Somos mucho más interesantes que esto.
Me miró comprendiendo. Sabía que no estaba de acuerdo conmigo, pero tampoco mostró ninguna intención de entrar en debate. Miró hacia la calle. Sus cejas se arquearon, sus ojos parecían salirse de las órbitas y gritó:
—¡Está ahí! ¡Tiene que ser ese que se está quitando el casco!
La aparté del balcón violentamente, le incrusté un codo en el pecho durante la operación, se quejó por el golpe, pero a mí todo me daba igual ¡porque sólo quería encontrar al hombre canoso! Me sujeté a la barandilla mirando hacia la calle con ansiedad. ¡Por Dios! Era como si la conversación que acabábamos de tener nunca se hubiera producido. Atrás quedaba el discurso equilibrado y maduro en el que proponía olvidar las obsesiones y la dedicación exclusiva al sexo opuesto. ¡Quería verle y nada más! La enajenación tomó todo mi ser. Me fijé en el motorista, pero no era él. Volví de nuevo a mí misma. Comenté tranquila:
—Pues eso. Que esto es insano.
—Ya.
Entré en casa.
—Hay un montón de temas de los que podemos hablar que no tienen nada que ver con los tíos.
—Pues claro que sí. —Tras haber presenciado mi reacción desesperada, Mónica decidió seguirme la corriente.
—Claro que sí.
Asentimos ambas muy seguras. Mónica cerró el balcón y entró también en el salón. Nos sentamos en el sofá y nos sonreímos. Ningún tema de conversación surgió en varios minutos. Nos quedamos calladas confirmando nuestra evidente desolación.