24. La verbena

Eran las fiestas del barrio y nos arreglamos para salir como si fuéramos tres adolescentes. Anduvimos la calle, protegidas por los farolillos y la música que sonaba por todas partes. Observé el ambiente, repleto de vecinos ávidos de distensión, como si hubieran estado esperando este momento para liberarse. Bailaban, cantaban, paseaban calle arriba y calle abajo. Una pareja se abrió hueco en la plaza de Carlos Cambronero y comenzó a bailar. Había algo en el aire que parecía unirnos a todos. Miré a mi alrededor, vi a todas esas mujeres junto a sus maridos, y sentí algo extraño mientras Carmen y Juana requerían mis dos brazos para continuar el paseo. Íbamos las tres mirándolo todo, parando en las casetas y curioseando. Hacía tiempo que no me sentía sola, pero todo había cambiado tanto que a ratos parecía casi un sueño. En otras circunstancias habría estado allí con Luis, en una estabilidad que a ratos añoraba, y me preguntaba por qué las cosas no podían haber salido de otra forma. ¿Por qué todas esas mujeres tenían lo que yo no podía tener? Me sentí distinta a ellas, me sentí excluida del estilo de vida recto en el que habría permanecido si Luis no se hubiera marchado. Carmen y Juana reían y comentaban todo lo que encontrábamos en el camino, disfrutaban ajenas a mis reflexiones, a mi nostalgia, a mi autocompasión. Quizás ellas sintieran lo mismo, quizá pensaran en por qué la vida las había situado en una posición difícil, a contracorriente, mientras otros gozaban de la normalidad de sus matrimonios, familias, reglas irrompibles con las que nada parece peligrar. Supongo que a veces eso es lo que uno quiere conservar, la seguridad de saber que hay un hombre que cuida de ti, que no estarás sola, que nadie va a juzgarte. ¿Acaso era eso lo que yo echaba de menos? Había aprendido demasiadas cosas, había atravesado tantos cambios que no podía pretender quedarme en donde estuve y detener el desmoronamiento de lo que fue mi vida, pero a veces eso era lo que deseaba. Que nada hubiera sucedido, que nada hubiera transfigurado una realidad neutra pero inapelable. Imagino que no pueden darse pasos atrás, aunque a veces mi cabeza me hacía pensar que sí, que había vuelto al miedo de la soledad. La memoria del pasado tomaba relieve y se manifestaba como un cíclope a punto de devorarme. Carmen y Juana se unieron a las parejas que bailaban en la plaza. Entre todos los matrimonios que allí se encontraban, estaban ellas, olvidándolo todo durante unos minutos, imponiéndose en la pista con naturalidad, obviando las miradas de los asistentes y riendo en cada paso de baile.

Había momentos en los que me llegaba una ráfaga de lucidez para mostrarme que aquello no existía. No existía más allá de mis percepciones. Sentía que inventaba el entorno, que el pensamiento iba esculpiendo los acontecimientos a su medida, que todo era modificable. Aquel era uno de esos momentos. Dejé de escuchar la música, sólo veía los gestos de Juana y Carmen, sus risas ralentizadas, los vecinos, a mí misma, veía todo como un teatro. Todo menos la esencia que proviene del fondo de cada cuerpo; esos detalles que, casi por descuido, llegan sin alteraciones provocadas por lo que ya llevamos a la espalda. Es difícil sentir esa certeza cuando el zumbido de la mente te recuerda de dónde vienes o quién quisiste ser, te recuerda que has fracasado en los pocos sueños que tuviste, te recuerda que tienes miedo, que todavía pueden ocurrir cosas horribles, y te pide que te detengas, que procures esconderte de tu propia vida para que esta no te encuentre nunca.

Volvimos a casa y abrimos los balcones. Era el mes de julio y un calor seco se pegaba a nuestros cuerpos. Carmen sacó un cigarrillo de una estilosa cajetilla. La miré con curiosidad y se ofreció a enseñarme a fumar. Accedí. No dejaba que el humo pasara a mis pulmones, mi cuerpo lo expulsaba antes de tiempo y en las primeras caladas tosía atragantada. Juana llegó al salón con limonada y bebimos apoyadas en la barandilla del balcón, comentando sobre los vecinos que pasaban por Jesús del Valle. Di por fin una calada entera. Carmen me felicitó, ya había aprendido a fumar. Me sentía como las actrices de cine a las que tanto había visto, sobre todo en la adolescencia. Mis pupilas callejearon por Jesús del Valle. Carmen y Juana charlaban dentro, relajadas, sin prisa, sin esperar nada más de lo que se nos ofrecía hoy. Y observé mi calle con emoción, como si fuera parte de mi historia. Esta calle me había acompañado en mi drama y superación. Era un personaje más, como lo era esta casa. En mis recuerdos, la casa fue luminosa durante el primer año, y cuando Luis comenzó a transformarse en un personaje turbio y distante, la memoria me trae imágenes sombrías. Le recuerdo sentado en el sillón con la oscuridad rodeando su hermetismo. Nuestro dormitorio con la luz tenue iluminando nuestros cuerpos solitarios, el uno junto al otro. Tras la llegada de Carmen y Juana, las imágenes que me visitan son anaranjadas, algunas teñidas de un sol vivo. Todo es luminoso desde que enterré mi oscuridad interior. Y mi calle delgada permanecía impasible, con los adoquines brillando y despidiendo el día, esos adoquines que tantas veces había recorrido.

Entré en el salón y lo primero que vi fue el espejo, con el reflejo de Juana y Carmen sentadas en el sofá, mientras Carmen relataba detalles de su infancia. Nos contó que cuando era pequeña, el quince de agosto, que era el día de su cumpleaños, el padre la llevaba hasta la plaza para que admirara la espadaña de la iglesia repleta de velas. La convenció de que todos los vecinos del pueblo celebraban así su cumpleaños y ella se sentía protagonista de aquella imagen maravillosa. Lo que descubrió más tarde fue que el quince de agosto se celebra el día de la Asunción de la Virgen y las velas en la iglesia nada tenían que ver con su cumpleaños. Reímos la ocurrencia y ahora éramos las tres las que nos reflejábamos en el espejo. Entonces Carmen habló de una parte de su vida que normalmente prefería callar. Yo ya la conocía, pero Juana se había preguntado muchas veces qué había pasado con el padre de su hijo. Carmen se había quedado embarazada de un hombre que no quiso hacerse cargo. Él se había convertido en su representante y fue quien la trajo a Madrid. Estaba obsesionado con ella y le había prometido llevarla a América y convertirla en una estrella. Viajaron juntos durante las giras por los pueblos de España y Carmen, muy joven por entonces, lo había aprendido todo con él. Era su Pigmalión, su mentor, y el único contacto con el mundo que tenía. Carmen lo dejó todo por él, sin imaginarse siquiera que desaparecería al conocer la noticia de su embarazo. Juana se remontó a su infancia para participar con las anécdotas que más recordábamos del pasado, pero yo había dejado de escuchar. Le daba vueltas a los rastros que quedan atrapados en los espejos. Tenía frente a mí un testigo silencioso de las vidas de mis padres, de mis hermanas, de mis hijas, de todas nosotras, pero sabía que el espejo guardaba algo más; guardaba percepciones de otros lugares que llegaban hasta mí en forma de rostro femenino. Me preguntaba si era posible que la mujer del espejo pudiera intuirnos u observarnos a las tres en este momento de la historia. Me levanté y acaricié el marco, me miré a los ojos y sonreí al otro lado, fuera quien fuera quien pudiera verme, aunque mi sonrisa sólo le llegara a mi propio reflejo.