22. El encuentro

Me desperté con el sonido del afilador y mi piel se estremeció todavía dormida. Estaba amaneciendo y una luz turquesa se filtraba por las ventanas, conquistando los rincones de todas las estancias. Me asomé al balcón con la bata puesta, hacía mucho frío y nadie se había levantado. Vi al afilador a unos metros de mi edificio, le observé, y como ya me había sucedido con Luis el día que nos conocimos, pareció escuchar el sonido de mis ojos y alzó la vista para mirar hacia el balcón. Me ruboricé una vez más y entré en casa.

Me gustaba llevar a mis hijas al colegio. Me gustaba salir con ellas a la calle, iban cogidas de la mano por las aceras estrechas, mirándolo todo, con sus carteras diminutas que parecían vencer sus espaldas. Me despedía en la puerta y me agachaba para recibir sus abrazos. Gloria me echaba los brazos al cuello y daba un beso al aire para salir corriendo hacia su clase y no quedarse atrás. Encarna siempre llegaba llorando y Gloria le cogía del abrigo y la arrastraba escaleras arriba. Alzaba mi mano desde la entrada y las perdía de vista hasta la tarde.

Volví por la calle del Barco para comprar algunas cosas en la mercería. De nuevo me encontré frente a la cafetería «Sidi», y esta vez, sin dudarlo, entré para tomarme mi cortado. Me gustaba entrar allí sola. Necesitaba un espacio sólo para mí. Necesitaba edificar en mi propio terreno un pequeño mundo en el que olvidara quién había sido hasta entonces, para darme la oportunidad de ser otra persona. Me descubrí en mis múltiples facetas y personajes. Era una madre dedicada, un ama de casa, era la cabeza de familia, era una mujer sola o una mujer asustada, una mujer que vencía las adversidades con entereza algunos días o que se dejaba vencer por ellas otros. Era alegre y oscura, joven y anciana, espiritual y escéptica, sometida y libre. De mirada profunda o liviana. Una mujer perdida en el laberinto de su memoria, que sin previo aviso desplegaba las alas y salía de él volando. Poseía un cuerpo ligero de pesadas entrañas, una piel casi anestesiada que soñaba con el roce de otras pieles. Y al mismo tiempo, el contacto físico me aterrorizaba incluso con mi propia piel. Por eso evitaba cruzarme desnuda por el espejo.

Me bebí lentamente el café junto al ventanal. Contemplé una vez más a las mujeres del barrio, que predominaban a esas horas por las calles. Y pensé que cada una de ellas escondía un secreto, que bajo sus vestiduras aguardaban historias todavía incompletas. Me fijé en sus expresiones, descifré sus pasos, sus miradas perdidas o atormentadas, alegres, despreocupadas, dispersas y concentradas. Cada una con un comienzo a la vuelta de la esquina, o dejando atrás sus preocupaciones, arrastradas por los mercados, y sus fantasías posadas sobre las hombreras de sus viejos abrigos, resguardadas del frío pero latiendo con fuerza para sobrevivir. Transeúntes desconocidos que desfilaban frente al ventanal ajenos a mis reflexiones. Individuos que sin saberlo reforzaban mis ganas de vivir. Nunca habrían imaginado lo acompañada que me sentía cada vez que me sentaba a observarlos. Agradecí el aliento de los desconocidos. Y quién sabe si mi agradecimiento perforó sus sueños alguna noche, quién sabe si mis sensaciones alimentaron sus soledades. Quién sabe.

Me levanté temprano un día más. A esas horas en las que la noche parece haberse aferrado a la ciudad y se resiste a abandonar las calles. El cielo empezaba a clarear pero todavía necesitaba encender las lámparas de la casa. Me vestí despacio, sabiendo que todavía tenía tiempo. Me abrigué todo lo que pude. Las estancias a esas horas permanecían frías tras las heladas noches. Cada capa que iba añadiendo calmaba mis temblores. El vaho salía de mi boca y la nariz permanecía gélida, como si no formara parte de mi cara y mantuviese su propia temperatura.

Escuché a Gloria removerse en su cama y me acerqué para asegurarme de que volvía a dormirse. Así lo hizo. Miré a todos los niños dormidos, con esas expresiones relajadas que parecen estar diciendo que no le temen a nada. Mantuve las manos pegadas al vaso que acababa de servirme, buscando que mis dedos se calentaran con la temperatura del café. Me dirigí al salón, descorrí las cortinas y, casi por inercia, me detuve frente al espejo del salón. Me quedé como pegada en la madera. Parecía que el espejo emitiera una corriente que no me permitía desplazarme. Vi el reflejo de esa mujer que parecía ser yo. Vi algo distinto, no sabía qué, pero era algo que no había visto antes. Me acerqué a descubrir qué me inquietaba tanto de mi propia imagen. Clavé las pupilas en mi reflejo y una emoción fue pellizcando mi piel poquito a poco. Posé las yemas sobre el espejo, como si empujara mi propio reflejo desde este lado. De repente, la imagen se empezó a alterar. No me reconocía. Eran mis ojos, era mi rostro, pero no era yo. El espejo era infinito y profundo, no se acababa en el azogue, sino que dejaba abierto un túnel iluminado que me invitaba a arrojarme al otro lado. Durante una fracción de segundo, ocurrió lo imposible; era la imagen de otra mujer. Vi aquellos ojos más allá de mí. Di un salto hacia atrás y me separé del espejo, asustada. El cielo estaba a punto de romperse y un mantón violáceo penetró en la sala. Empezó a llover. Me senté sobrecogida.