20. Navidad

Se acercaba la navidad y con ella mis miedos y mis recuerdos. Sin embargo, en casa se respiraba un ambiente de excitación. Los niños escribían sus cartas a los reyes magos y nosotras nos juntábamos por las noches en la cocina para planear e inventar regalos para ellos. Como no había dinero para comprar casi nada, decidimos hacer la colección de cromos que venían en cada tableta de «Elgorriaga». Una vez completado el equipo de fútbol, había que enviarlo a un apartado de correos y a cambio te regalaban una muñeca. Ese sería uno de los regalos, aunque nos vimos obligadas a comer chocolate a todas horas mientras duró la colección. Cuando mi padre y mi hermana abandonaron la casa familiar, recuperé algunos recuerdos de infancia. Entre ellos se encontraba uno de mis muñecos favoritos, estaba muy viejo y la cabeza casi no se le mantenía sobre el cuello, pero decidí restaurarlo y conseguir así que Gloria y Encarna tuvieran los muñecos que habían pedido a los reyes. Todavía tenía presente mi decepción al recibir una chaqueta marinera en vez de la muñeca con la que tanto había soñado. No quería que mis hijas sufrieran desilusiones, no si podía evitarlo. Le lavé la cara, le coloreé el pelo y conseguí que pareciera nuevo pese a su antigüedad. La noche de reyes, dejamos paja para los camellos sobre la tapa del cubo de la basura, junto a la ventana de la cocina. Recuerdo que la tapa se movía con el viento haciendo todavía más real la sensación de que los reyes y sus camellos se encontraban en nuestra casa. Gloria y Encarna, que esa noche dormían conmigo, apretaban los ojos sin poder dormir. Gloria me miraba nerviosa con el sonido de la tapa y el viento, y volvía a intentar dormir. Había momentos en los que yo casi dudaba de la presencia de los reyes magos en la cocina.

Durante aquellos días, cantamos villancicos acompañadas por Carmen al piano, bailamos y celebramos el año nuevo todas juntas. Todavía resultaba extraño pasar las navidades sin Luis, pero me sentía entera, como si estuviera retando a la vida al inventar una nueva forma de vivirla.

La mañana de reyes las niñas madrugaron más que nunca para recoger sus regalos. Se juntaron en pijama en el salón y fueron desenvolviendo los paquetes que llevaban su nombre. Quizás en alguno no encontraran lo que habían pedido en sus cartas, pero lo habían olvidado. Era tan apasionante que los reyes magos hubieran pasado por allí, que sus deseos iniciales se desvanecieron rápidamente. No me di cuenta en un primer momento, aunque me había fijado en las miradas cómplices que Carmen y Juana se cruzaban desde que nos levantamos esa mañana, pero, de repente, un paquete con mi nombre me llamó la atención. Rieron y me animaron a que lo abriera. Yo no había comprado nada para ellas, ese había sido el pacto para esta primera navidad juntas, los regalos serían sólo para los niños. Pero no me hicieron caso. Abrí el paquete con emoción y encontré varios lienzos y un estuche de acuarelas. No tenía excusa. Había llegado el momento de volver a pintar.

Yo no pensaba todas esas cosas que mi familia me inculcaba, y sin embargo no era capaz de expresarlo. No podía poner en palabras mis contradicciones, no podía cuestionar razonablemente por qué no me cuadraba lo que veía en mi casa, pero sabía que yo era diferente. Y lejos de enorgullecerme, me daba terror. La sensación de desentonar, de que mi voz sonara distinta a las del resto, me sumía en el miedo al rechazo. Todavía hoy algo queda de aquellos temores. Por eso yo no hablaba de política, ni de las estructuras que se iban apuntalando con los años, ni del modelo social impuesto, no hablaba de nada que pudiera provocar una mirada de desprecio. No me pronunciaba, no me definía, no movía una coma de los discursos predominantes. Por eso al cabo de los años, el poder de las palabras se iba difuminando a través de los hechos. Quizá no me sublevé en su día, no tomé las riendas de una revolución por discreta que esta pudiera ser, pero mis decisiones y mi rumbo me habían convertido en instigadora de algo diferente; de una revolución silenciosa basada en el afecto a los seres humanos, al margen de sus creencias y su pasado. Era ya consciente de que esa era la forma de cambiar el mundo. Esbozar un mundo nuevo en mi pequeño entorno y que, poco a poco, la fragancia de esta nueva semilla de cambio fuera filtrándose más allá de estas paredes.

Carmen buscaba trabajo todos los días. Hacía tiempo que no la llamaban para ninguna actuación, y caminaba durante horas por la ciudad llevando sus fotos por los locales y pidiendo una prueba para demostrar su talento. Y tenía talento. Tenía algo que yo no había visto nunca, se transformaba al actuar. Cantaba con el alma, movía el aire con las manos y conocía los tiempos como nadie. Iba soltando el aire de sus labios con absoluta maestría, deteniéndose sin llegar a ahogarse, como si no le costara ningún esfuerzo crear esa armonía en el ambiente. Era capaz de estremecernos con su voz y con su cuerpo. Hacía trenzas invisibles en el aire. Sus manos no pesaban nada. Una mujer tan frágil y casi insignificante que llenaba toda la sala cuando se arrancaba a cantar. Carmen era bellísima, pero había que fijarse bien en ella. Practicaba sus pruebas delante de nosotras, nos sentábamos en el sofá, pedíamos silencio a las niñas y comenzaba la función. Entraba en el salón ya metida en su personaje, nada de bromas, nada de distracciones, entraba en el salón siendo «La Niña de los Pendientes», Carmen Abril había sido engullida minutos antes de comenzar la representación.

Pasábamos las horas juntas mientras yo le confeccionaba sus vestidos para las pruebas o para algunas suplencias que iba encontrando.

—Yo no quiero ya suplir a nadie, quiero ocupar mi espacio.

Pero cualquier espacio por el que Carmen pasara cantando acababa por hacerlo suyo.