18. Fascinación

Llegué de hacer recados una tarde y encontré a Carmen ensayando unos pasos de baile frente al espejo. Juana la observaba sentada en el sofá mientras daba de merendar a los niños. Ya había sido testigo de imágenes como esta, pero algo me llamó especialmente la atención. Había algo diferente en la estampa de ese día. Me detuve al final del pasillo y me fijé en la expresión de Juana. Miraba a Carmen con absoluta fascinación. De repente, era como una niña observando los gestos de los adultos. Me recordaba a cuando Encarna me miraba sin pestañear porque encontraba mis tareas deslumbrantes, aunque sólo se tratara de preparar la comida o arroparla antes de dormir. Una especie de enamoramiento repentino que me conmovía y que ahora reconocía en la mirada vidriosa e intensa de Juana hacia Carmen. Pero esto iba más lejos. Yo conocía esa mirada. Para mí, no había dudas. No hablé de ello con Juana, ni mucho menos con Carmen. Era el secreto que compartíamos sin saberlo y yo no rompería mi silencio a no ser que ella se acercara a contármelo. Pero no lo haría.

Juana me vio y se acercó a mí con una actitud que parecía no pertenecerle, se detuvo antes de continuar su camino a la cocina y me habló como si de pronto una revelación se hubiera apoderado de ella.

—Me he pasado la vida sobreviviendo.

No dijo más. No sonrió. No se explicó. Me dejó helada. ¿Por qué me decía aquello?

Acabábamos de cenar y los niños se resistían a dormirse. Era uno de nuestros momentos favoritos del día, dormir a nuestros hijos y charlar las tres en el sofá. Pero esa noche Encarna y Gloria no tenían sueño y se perseguían por la casa, subían y bajaban del butacón jugando a trepar como si fuera una montaña. Ambas reclamaban mi atención y yo estaba agotada. Juana pelaba una naranja y se iba comiendo los gajos, bañando el aire con un intenso aroma ácido. Carmen tenía la cabeza apoyada en mi hombro y, a ratos, acunaba a su niño para ayudarlo a conciliar el sueño. Estábamos las tres hablando, no recuerdo de qué, cuando algo ocurrió. Una nota de piano proveniente del dormitorio irrumpió en el salón. Callamos. Juana, Carmen y yo reaccionamos de la misma forma. Miramos a nuestro alrededor para comprobar que todos los habitantes de la casa nos encontrábamos allí en aquel momento. Juana tragó saliva asustada y Carmen, como acto reflejo, sacó a su hijo de la cuna para cogerlo en brazos. Encarna y Gloria se asustaron también, pero sobre todo lo hicieron al detectar nuestros movimientos de inquietud. Las niñas se pusieron detrás de mí. Me levanté con intención de dirigirme a la habitación del piano, pero Carmen tiró de mi falda invitándome a que volviera a sentarme. Juana apoyó a Carmen con un gesto. Ninguna de las dos quería indagar en lo que acababa de pasar. Me senté de nuevo. Permanecimos en tenso silencio durante un tiempo indefinido, y luego volvimos a nuestra charla intentando olvidar el inexplicable suceso. Aquella noche, nadie durmió en el dormitorio del piano.