Observé a mi madre como una desconocida. Su tez amarillenta, sus huesos más marcados que nunca, los ojos entreabiertos y su respiración pausada que amenazaba con detenerse en cualquier instante. Su piel estaba fría, sobre todo el rostro helado en el que derramé todos mis besos nada más verla. A ratos parecía abrir un poco más los ojos, parecía mirarme, pero luego me daba cuenta de que miraba más allá. Como si detrás de mi cabeza hubiera alguien esperándola, alentándola o animándola a que abandonara este mundo. Le acaricié el pelo con suavidad. Estaba tan frágil y tan deteriorada que la congoja penetró en mí sin dejar libre una sola esquina de mi cuerpo. Me senté a su lado, le cogí su mano diminuta y me quedé escuchando su respiración. Cada inspiración parecía ser la última. Cada expiración soltaba un halo de despedida. Le costaba respirar cada vez más. Sabíamos que no pasaría de aquella noche. Se apagaba, y mientras se apagaba el ambiente parecía llenarse de esa luz que ella dejaba salir. «Mamá, estamos todos aquí, estamos contigo. Nunca estarás sola. Vete tranquila. Te quiero, Isabel». Apretaba su mano y percibía que era consciente de mi presencia, de la presencia de todos. Y en mi cabeza sonaba el eco de su voz, apretándome contra ella y diciendo «mi Elvira». Su respiración se aceleró unos minutos para detenerse definitivamente a las cuatro de la mañana. Murió escuchando nuestras voces y rozando nuestros dedos. Murió en compañía aunque el camino que emprendía lo afrontara sola. Mi padre no pudo acercarse en su final, y tardó varios meses en asimilar que mi madre ya no estaba.
Tenía siete años cuando murió un niño del barrio. Prácticamente no lo conocía, sabía quién era pero no había hablado nunca con él. Vi a mi madre asomarse a la ventana y la escuché sollozar, intentando ahogar el sonido en un pañuelo para que no la escucháramos. Bajó a la calle y nos dejó a las tres hermanas solas durante unos minutos. Me acerqué hasta la ventana y Pilar me advirtió que no mirara, que mamá le había ordenado que no nos asomáramos. Pero eso no me detuvo y me subí a la butaca para alcanzar mi objetivo. Entonces miré hacia fuera y lo vi. Había varios vecinos, incluida mi madre, todos vestidos de negro, con los ojos empapados en lágrimas, que acompañaban un ataúd diminuto por las calles del barrio. La imagen me impresionó tanto que, tras la experiencia, mi mente la recuperaba en los momentos más insospechados. Mi hermana Lola tiró de mí pidiéndome que bajara para poder subir ella a mirar. Bajé sobrecogida. Lola no pareció alarmarse tanto.
—Es muy pequeño.
Eso era lo que tanto me alteraba, el tamaño del ataúd. Saber que no sólo mueren los ancianos, también pueden morir los niños y además existen ataúdes para ellos.
Quizá me hubiera tomado la muerte de otra manera, si no fuera porque mis padres no hablaban de ello. Y el silencio cubría de bruma lo que luego entendí como una parte de la vida. Una misteriosa transformación de la que no sabemos nada. Lola me contó unos años después que tuvimos un hermano que murió a las pocas horas de nacer. Y aunque yo lo supiera y todos lo supiéramos, en casa se nos prohibió mencionarlo. Me resultó muy injusto que mi hermano no tuviera la posibilidad de ser traído a la vida un instante, aunque fuera pronunciando su nombre.
Tras la muerte de mi madre, Pilar y mi padre se quedaron solos. La casa se convirtió en un espacio todavía más lúgubre, con las cortinas echadas a todas horas y un olor a cerrado que espesaba el aire. Parecían dos muertos conviviendo con el pasado más oscuro.
Mis hermanas y yo nacimos en un pueblo al que no habíamos vuelto desde nuestra llegada a Madrid. Mis padres también habían nacido allí y sabíamos que parte de la familia continuaba viviendo incluso en las mismas casas que conocimos entonces. Mi madre se negó a volver durante aquellos años, pero mi padre sintió la necesidad de recuperar sus raíces, de encontrarse con su familia y descansar junto a los recuerdos de su infancia y adolescencia. Hubo temporadas en las que llegó a alarmarme que en casa jamás se hablara del pasado, del pueblo, o de por qué vivíamos segados del resto de la familia. Entendí que la marcha había sido dolorosa y mirar sólo hacia adelante formaba parte de un intento de supervivencia. Yo sabía lo duro que era convivir con el recuerdo y la nostalgia. Cuando mi padre decidió volver al pueblo, mi hermana Pilar, que había dedicado su vida a la familia, quiso irse con él. Nada la ataba ya a esta ciudad y ni siquiera sus hermanas contábamos como aliciente para iniciar una nueva vida, una vida propia, con un destino individual que mi hermana parecía temer por encima de todas las cosas. Ambos se marcharon.