15. El espejo

Tenía las llaves del trastero en mi poder y las miraba con fascinación. Eran las llaves que abrirían las puertas de mi destino, las llaves que abrirían el arca de los recuerdos, las llaves de la eternidad, las llaves del misterio, las llaves de la redundancia en la que me estoy metiendo… Abrí el trastero y en mi cabeza sonaba la banda sonora de Rocky. ¿Qué habría allí? ¿Qué restos de las vidas de Elvira o Carmen me esperarían en aquel polvoriento recoveco? Un espejo de cuerpo entero. Eso era todo. Un espejo. Bonito, sí. Grande. Sí. ¡Pero yo quería que fuera como en las películas! Esa secuencia en la que sin venir a cuento encuentras rollos de película de los años cuarenta y tú, que casualmente tienes un proyector compatible, echas las cortinas del salón y te dispones a descubrir los secretos que encerraron aquellos días. Pues no. Un espejo.

—Sería el que Elvira tenía puesto en el salón para trabajar. Hemos pasado todas por ese espejo. Cuídalo —dijo Gertru muy seria.

¿Cómo se cuida un espejo?

Desempolvé el gran espejo y lo coloqué en el salón, frente al sofá. Ahí, según mi padre, debía ir la televisión. Porque para él es primordial tener televisión. Podía llegar a entender que no tuviera novio, que no tuviera trabajo, que no tuviera demasiados amigos, pero que no tuviera televisión me convertía en una extraterrestre. Cuando mis padres vinieron a ver la casa, él iba inspeccionando todos los rincones con expresión de censor. Le habría faltado una campanita para alertarme de todo lo que debía hacer desaparecer de mi hogar. «Mi hogar, mío, papá, es mi casa y la tengo como me da la gana. Tú verás lo que quieres hacer con tu vida. Pues mira, sí, igual eres tú el que no llega a verlo». Mi madre encontró la casa muy alegre pero demasiado vieja. Y mi hermana, que es optimista hasta el surrealismo, le veía ventajas incluso a las baldosas levantadas que cubrían el suelo de la cocina. «Le da un toque decadente medio retro, me gusta». Y concluyó con un inquietante «es muy tu rollo». No quise indagar.

A veces pasaba por delante del espejo y me detenía a mirarme, que es exactamente para lo que están pensados los espejos. Pero era curioso porque el espejo emitía una llamada cada vez que me encontraba cerca, y a mí no me gusta mirarme. No es que no sea vanidosa, todo lo contrario, lo soy. Por eso, comprobar en mi imagen que no soy Elsa Pataky me frustra tanto que prefiero pasar de largo. Dios mío, si yo fuera Gisele Bündchen o una de esas tops, no me separaría del espejo jamás. Acabaría perdiendo mi trabajo como modelo porque no podría hacer otra cosa que mirarme. «Gisele, tienes un desfile en Milán». «Lo siento, no puedo moverme, estoy atrapada en mi propia imagen, llamad a otra».

Había leído sobre el mito de Narciso varias veces y siempre me pareció estúpida la interpretación de que se cae mirando su propio reflejo. Incluso observando en un libro una reproducción del cuadro de Narciso de Caravaggio, estaba segura de que no cae al agua, en todo caso se arroja buscando algo, creyendo que ve algo al otro lado o incluso sabiendo que ve algo al otro lado, pero seamos realistas, ¿qué podía cruzarle la mente en el momento de caer al agua? «¡A ver si puedo abrazarme a mí!». No se puede ser tan tonto. Deben de existir otras claves en el mito que ni siquiera imaginamos. Eso lo pensé también al leer El hombre y sus símbolos de Carl G. Jung, donde decía: «La imagen del héroe evoluciona de una manera que refleja cada etapa de la evolución de la personalidad humana». ¿Os queda claro? ¿No? Pues a mí tampoco.